CAPÍTULO 4
De los viajes familiares

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Cuando oigo hablar de la dieta mediterránea, enseguida comienzan a pasar delante de mis ojos regiones como la catalana, la mallorquina, la valenciana, la murciana, la andaluza y países como Francia, Italia, Grecia… A pocos más llego. Olvido de un plumazo toda la parte sur de este NostrumMare que como dice Dikembe no parece ser muy nuestro. Marruecos, Argelia, Túnez, Libia, Egipto, etc. se me caen de la memoria al pensar en cuestiones gastronómicas. A pesar de haber sido educado en una cultura judeocristiana y bajo un régimen dictatorial, no termino de entender este olvido porque cuando cierro los ojos y evoco el mapa de Europa de mi primer colegio, puedo seguir perfectamente las líneas rectas que en el papel hacen de fronteras entre los diferentes países. ¿Cuántos de nosotros incluiríamos en estos países mediterráneos a Siria? Y, en cambio, ahí la tienes, entre Turquía e Israel. Tan mediterránea como las del norte, sin que pertenezca al sur. Lo que quiero decir es que con aquella edad, seis o siete años, poco sabía yo de culturas y religiones. Y menos de odios. Salvo que había una sola, la católica, como una era la patria también, aunque esta grande y libre. Y mira ahora, diminuta y dependiente. En contra de aquello, mi memoria fotográfica me traiciona y me dibuja perfectamente ese mapa en el que Marruecos es rojo, Argelia verde, Túnez morado, Libia naranja y Egipto amarillo. Y luego Israel en marrón, Siria en gris y Turquía también morada. Yo, con seis años, tenía pocos prejuicios si exceptuamos el de asearme. Si multiplico aquella edad por diez, los prejuicios se multiplican por mil, aunque desaparece el desaseo. Y, a pesar de creerme más preparado para la vida con los sesenta, lo cierto es que antes no me daba miedo el mañana. Todo lo contrario, quería que el tiempo corriera para hacerme mayor, como si fuera una meta y no una consecuencia de vivir. Es lo que tiene imitar sin pensar, desear sin tener presente tus propios gustos. ¿Qué es lo que todos estos años he aprendido para que desprecie la mitad de las tierras mediterráneas? Pues no lo sé, y me joraba. ¿Acaso ya han conseguido que vea el mundo con la óptica de si no eres mi amigo, me deseas algún mal? ¿Acaso morir en tropel ya es aceptado por la sociedad como algo inevitable? ¿Acaso el miedo ya es una fórmula de gobierno viable? Me niego a ello, aun en la posibilidad de estar confundido. Prefiero ser un comunista equivocado que un neoliberal acertado. Dikembe, con lo que dice y cómo se expresa, me acerca a aquellos años en los que se pedía para el DOMUND. Las huchas de loza eran cabezas de negritos, chinitos, malayos, y hasta había indios americanos. Esa era mi preferida. Así nos hacían ver el mundo. Nosotros éramos los salvadores de los pobres que no habían conocido a Dios. Esos niños, si morían, que morían tantos como ahora, iban al limbo. Ahora no pueden porque esa zona de nadie se la cargó el Papa Benedicto XVI. Ahora los niños sin bautizar son unos enchufados, van al cielo sin más, a pesar de la opinión de San Agustín que en el siglo V los mandaba al infierno. Luego se empezaron a templar gaitas y a partir del siglo XIII se concibió una especie de campamento de niños no bautizados que no sufrían por no ver a Dios porque no le conocían. Ahora eso no pasa, porque los niños sin bautizar y los bautizados también, escuchan sin ninguna dificultad las ventajas de tener un Mercedes en vez de un Skoda, por ejemplo. Ellos sí son conscientes de lo que se pierden al no poder conducir un Rolls. Y esa es la humildad con la que Dikembe parece encarar su primera niñez consciente, en la que no queda claro quien es su madre, su padre o sus hermanas. Pero, lo aclarará no os preocupéis. Y no os reviento nada, solo os cuento que tal y como se expresa nuestro amigo, a veces y respecto a su familia, no es ningún error del editor, sino un avance de lo que será.
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Este viaje fue un desastre total como verás, no como el primero en el que, a pesar de perder a los padres de mi supuesto padre, conseguimos llegar a Karuba y salvarnos más de los que quedaron por el camino. Y esto, en un viaje a pie por África, es un gran triunfo, je t’assure. Pero está claro que todo tiene un precio y lo suelen pagar los más débiles como estás harto de ver, según tú, en los documentales que se ocupan de los ‘animales’ africanos. Bon, en el viaje al cruzar la mitad de mi país, a pesar de lo largo que fue, no empleamos más de cuatro meses, y en cruzar la República Centroafricana y tres cuartos del que hace frontera con este al norte, Chad, un poco más. Siguiendo los deseos de madre, nos aposentamos cerca de Fada. Y menos mal, porque de haber seguido hubiéramos cruzado también el Sahel metiéndonos de lleno en el desierto del Sahara. Y, allí, cerca de Fada se desató la tormenta. Pero antes, decir que allí vivimos de aquello que madre ya no compartía con padre. A falta de minas, padre se empleó en una fábrica de ladrillos de adobe a cambio de ceder privilegios sobre el uso de la última mujer llegada a la aldea, aunque se pasaba el día de brazos cruzados o con el codo levantado. Madre no solo cobraba de sus clientes, sino también de padre cuando volvía hecho una furia, y sin el dinero que había sacado en la anterior paliza. Entre una y otra, parecíamos una familia como cualquier otra. Delande, que siempre andaba dispuesta a ayudar a madre, a veces parecía la madre de todos. De una jovencita, allí las mujeres se hacen antes, alegre y cantarina había pasado a ser tras el primer viaje una mujer triste y hogareña. Jamás salía a la calle y se dedicaba a lo que madre ya no podía ni quería. Por entonces ella nos servía la comida y siempre sobraba un poco en la olla, resto que siempre acababa en mi plato. Los demás, jamás protestaron. Pero un día dije que no, que quien lo necesitaba era la abuela que andaba un poco cansada y lejana. A partir del día siguiente, a mi hermana Delande ya no la sobró comida tras el reparto. La abuela pidió su ración extra, porque aunque cansada no estaba tonta, y se le dijo que no había sobrado nada. Entonces lo que hice fue reservarla un poco de mi ración y cuando vi que acababa, le eché en el plato mi resto. Mi hermana se opuso, pero yo le di la misma escusa que ella usara para mi defensa: «Es quien más lo necesita ahora». Así que nadie podía decir nada, porque también era verdad. Delande me contestó a través de mi supuesto padre: «Toda su maldad, padre, la ha heredado su nieto convertida en bonhomía. Al menos eso hemos ganado». No quise corregir a mi hermana, yo no era nieto de padre, pero, como decís bien vosotros, el horno no estaba para bollos y no sabía que los cascos se parecían a las ollas. Esa noche Mayifa, abrazada a mi cabeza mientras buscaba ‘moribundos’ en mi pelo, como ella llamaba a los piojos, me contó una de sus historias. A ver si la recuerdo tal como lo ella contaba. Era algo así: «Imana gobernó a todos los seres vivientes y les dio la inmortalidad al cazar a un animal llamado Muerte. Muerte era un animal salvaje y violento, más que cualquiera que hayas visto, Dikembe. Y representaba las condiciones de la muerte tal como la conocemos hoy en día, más yo que tú. Pero Muerte escapó, y mientras Imana volvía a cazarlo fue dicho que todo el mundo debía permanecer escondido para que Muerte no tuviera a nadie a quien matar, a nadie a quien acudir para buscar refugio, ¿entiendes? Pero un día, mientras Imana cazaba a Muerte, una vieja mujer, como yo, salió sigilosamente a recoger unas hortalizas de su huerto. Muerte se escondió rápidamente bajo sus faldas y se metió en la casa con ella. La anciana murió por culpa de Muerte, claro. Tres días después del funeral de la mujer, su nuera, quien la odiaba, vio grietas donde su suegra había sido enterrada, como si estuviera levantándose y volviera a la vida otra vez. La mujer rellenó las grietas con arena y aplastó la tierra con una pesada piedra y ordenó a gritos: “¡Permanece muerta! Dos días más tarde hizo lo mismo cuando vio nuevas grietas sobre la tumba. Al tercer día ya no encontró más grietas que tapar. Aquello significó el final de la oportunidad humana de volver a la vida después de la muerte. La muerte se había convertido en endémica, viviría para siempre entre los hombres y las mujeres porque Imana castigó a la mujer y permitió a Muerte la existencia entre los humanos(2)». Como ves, casi en todas las culturas, la mujer tiene la culpa de todos los males, lo que quiere decir que la historia ha sido escrita por los varones. ¿No crees? Eh bien, c'est ça, mon ami. Bon, no nos perdamos. Después de aquella noche, todo se precipitó. La vida me brindó el tiempo suficiente para ver morir a todos. Primero fue Mayifa, una mañana no se levantó, se había ido con su Imana, y perdí la conexión con mis antepasados, aunque por ello comimos mejor, pero durante poco tiempo porque volvieron a mejorar las raciones al morir un mes más tarde mi padre, que ya tosía y escupía sangre por la boca en el funeral de mi abuela. Después le siguió mi madre que empezó a adelgazar y a devolver todo lo que comía. Murió consumida, como un pajarito. Ahora pienso que debió ser el SIDA. Desde luego la pobre llevaba todas las papeletas. Si en vuestro mundo es difícil encontrar una mujer que ejerciendo la misma labor que un hombre esté mejor o igual considerada que él, imagínate en aquel otro mundo donde musulmanes y tribus patriarcales se reparten el mando de las aldeas. Y no está en mi ánimo criticar culturas o religiones, no soy quien, pero sí sé que no habría tinta ni papel suficientes para ello. Mi intención, mon ami, es tan solo la de describirte lo más acertadamente posible aquellos momentos y que puedas entender tanto mis sentimientos como lo que describo. Bon, el caso es que después de estas muertes, Delande entró en un estado de melancolía tal que se dejó arrastrar por su voluntad hacia sus padres, que no los míos. Y así quedé huérfano por segunda vez en muy poco tiempo. Y la malaria terminó por dejarme solo, porque se llevó a la inocente y pequeña Mholie, mi hermana pequeña. Te preguntarás quizás porqué no me volví loco. Y si tú no te lo preguntas, me lo he preguntado yo muchas veces, así que te lo voy a contar. En aquellos tiempos, para un niño occidental, no sé si convivir con la muerte era común, pero para un enfant africain era y es lo más normal del mundo. Allí, estas desgracias ocurren en cadena y no distinguen entre los más y los menos desgraciados, porque agraciados hay pocos y no los vemos. Esas muertes no me hacían distinto de mis vecinos, por eso ni siquiera me compadecí de mí mismo. Si no, lo tenía que haber hecho de todos los que me rodeaban y nadie tiene tanta compasión que ofrecer. No obstante, como tampoco era más animal que ahora, empecé a sentir un vacío en el alma que no había experimentado nunca. Algo que pesaba tanto que ni el recuerdo de mi abuela conseguía mover de allí donde se había instalado. Jamás volví a sentir algo parecido. Pensé que yo no era un guerrero bantú como Mayifa hubiera querido, un luchador incansable que se enfrentaba a un león con tan solo una lanza. Pero no, no era eso. Estaba harto de violencia, entre humanos e inhumanos que no siempre eran animales. Era aquello otro que me contó el abuelo de Kama a raíz de la ausencia de Katuku. Me dijo que el joven soñaba con un mundo fantástico situado allá, detrás de un mar, en el que todas las personas tenían la posibilidad de extender la mano y tomar un fruto, en el que todo era verde y llovía con mesura y no se desbordaban ríos ni aparecían nuevos, del que las fieras habían huido y los niños estaban seguros, donde no había guerras ni enfermedades. Era el paraíso de Imana en la tierra. Tanto este vejete como mi abuela eran de religión animista, religión minoritaria en África y en sincretismo hoy con las más comunes, la islámica y la cristiana, traídas por invasiones diferentes, la primera por los musulmanes de la península arábiga en el siglo VII que se extendió por el norte y centro del continente y la segunda por los misioneros europeos en el siglo XX y que se derramó por el centro, si bien la más antigua es el cristianismo copto que quedó aislado en la actual Etiopía, sin contar con otras locales que aún subsisten en minoría, como el tan temido vudú. Ahora que me doy cuenta, debería cobrarte por estas lecciones, ¿no crees? Sí, no te rías. Bon, retomando el tema principal, cierto día durante mi eterna jornada removiendo la paja y el barro, un compañero de mi edad, comentó que su padre había recibido un aparato que había comprado no sé donde en el que se oían rezos y voces de otros mundos. Me intrigó tanto lo uno como lo otro. El compañero lo dejó ahí, hasta que su jactancia se diluyó un poco. Pero apareció Idriss, un consumado mentiroso, que también quiso presumir de padre y de radio.
Hacer ladrillos de adobe es lo que tiene, que te deja la boca libre. La envidia de este otro compañero la detectamos todos. No así las ganas de jorobar al presumido Nekiambe que lo notó tan bien como yo. Así que empecé a adular al engreído y le entré por donde más le agradaba, es decir, hablé mal del envidioso Idriss y compartí mi idea de lo mentiroso que era porque «ese no tiene donde caerse huerto, mientras tú eres el hijo del capataz», lo que no era mentira, aunque sí que el otro dijera que «mi radio es más grande que la del imbécil ese de Nekiambe», como le conté después. Conseguí que me prestara atención al decirle que en casa de Idriss no había un hierro clavado apuntando al cielo como él me había contado que su padre había tenido que poner junto a su casa. Y, más o menos, así logré ganarme su confianza totalmente. El asunto llegó al límite cuando Nekiambe llamó mentiroso a Idriss al oírle decir por enésima vez que el mes siguiente viajaría con su familia aLa Meca , peregrinación que se aplazaba continuamente como todos sabíamos por otra parte, y que había sido anunciada después de que otro compañero volviera de allí y nos lo contara. Ante esa afrenta y mis continuas alusiones a Idriss y su insistencia en dejarle mal, mi ya amigo Nekiambe urdió un plan cuyo beneficiario sería él mismo, ya que dejaría a la luz las mentiras de su antagonista. Y, curiosamente, ese plan me convertía a mí en juez y parte de la situación. Nekiambe retó a Idriss para que yo decidiera qué aparato de radio era más grande y bonito, y este último no tuvo más remedio que aceptar porque el desafío fue público. Aceptó a regañadientes, pero aceptó, aunque puso una condición, que el juez visitara primero la casa del retador porque su padre era muy rígido y desconfiado como para recibir a un extraño en su casa. Lo que contradecía la cultura musulmana de la que tanto presumía. La gente se animó porque vio que uno de los dos odiados compañeros tenía que perder. Les daba igual cual de los dos, pero uno, odiado por ser el hijo del capataz además de un presumido, y el otro al que nadie podía tragar porque siempre mentía y te dejaba mal, merecían morder el polvo y quedar en evidencia. De esa conseguí escuchar esos mundos soñados en casa de Nekiambe. Fue un mediodía. El locutor hablaba en francés y de la capital Yamena. De lo que no me enteré era de la noticia, pero me daba igual porque luego, después de anunciarse las noticias del extranjero pude oír música que jamás había oído. Esas canciones sí me dejaron sin habla. Después de mi primera experiencia de radioyente intenté tener la segunda, pero Idriss me daba largas por lo que el mentiroso tuvo que aguantar algún tiempo la continua presión de mis risas, y la de los demás, provocadas por las pullas irónicas de quien había cumplido su parte: «¿Acaso tu padre se ha ido a La Meca, Idriss?», le preguntaba Nekiambe. Nunca era momento de visitar su casa para que yo, el juez, pudiera dictar mi veredicto. Al cabo de casi un mes, quedo en evidencia la mentira de uno y malicia del otro, aunque mi curiosidad quedara satisfecha, de la misma forma que los compañeros, que ya tenían a su perdedor al que, a partir de aquel momento, ya nadie creyó y todos usamos de objeto de nuestras burlas. No hay nadie más cruel que un niño porque no tiene medida. En casa de Nekiambe comprobé que, efectivamente, existía otro mundo paralelo al que vivíamos nosotros, y, aunque nada tenía que ver lo oído en la radio con lo dicho por mis mayores, parecía mejor. ¿Sería allí donde Katuku había conseguido llegar sin haber pasado la prueba de su hombría guerrera? Seguramente. Me extrañó oír que por las calles de aquella ciudad paseaban muchas personas gordas. Yo había visto pocas, por eso me llamó la atención. Ten en cuenta que en África gordo es sinónimo de rico. Incluso pensé que serían de otra tribu, como los pigmeos que había conocido, todos tan bajitos, hasta los mayores. Y, aunque el locutor dijo que dominaba la raza blanca, también oímos que las había de nuestro color. A partir de esa experiencia ya no fui el mismo, y agradecí a Nekiambe que se buscara otros con los que presumir, porque yo ya no le daba bola ni le seguía las bromas contra Idriss. Así que quedé aislado entre unos y otros. Un poco como me ocurre ahora, pero esta es la misma sensación que aquella que sintiera. Te pongas como te pongas, todavía no sé a qué mundo pertenezco. Si del que vengo o al que vine. Allí no estaba a gusto por conocer este, y ahora que lo conozco siento nostalgia de aquel. Siento, como tantas otras veces, haber traicionado a mi abuela Mayifa. Jamás fui ni seré el guerrero que ella deseaba que fuera su biznieto. Y ahora, hasta critico a los guerreros. Jamás cacé ni cazaré un león a punta de lanza, porque aquí no hay leones, y aunque los hubiera, mi valentía no da para ello. Jamás bailé ni bailaré la danza de la guerra, porque ahora no veo honor en ello. Ahora he llegado donde ella llegó y ni tengo nieto ni nada bueno que contarle, salvo su propia historia. Eso es lo que nunca has sabido, y espero que te ayude a entenderme, mon ami. Y con ese deseo te dejo hoy. Tu amigo,
Hacer ladrillos de adobe es lo que tiene, que te deja la boca libre. La envidia de este otro compañero la detectamos todos. No así las ganas de jorobar al presumido Nekiambe que lo notó tan bien como yo. Así que empecé a adular al engreído y le entré por donde más le agradaba, es decir, hablé mal del envidioso Idriss y compartí mi idea de lo mentiroso que era porque «ese no tiene donde caerse huerto, mientras tú eres el hijo del capataz», lo que no era mentira, aunque sí que el otro dijera que «mi radio es más grande que la del imbécil ese de Nekiambe», como le conté después. Conseguí que me prestara atención al decirle que en casa de Idriss no había un hierro clavado apuntando al cielo como él me había contado que su padre había tenido que poner junto a su casa. Y, más o menos, así logré ganarme su confianza totalmente. El asunto llegó al límite cuando Nekiambe llamó mentiroso a Idriss al oírle decir por enésima vez que el mes siguiente viajaría con su familia a