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Algo pequeñito, algo chiquitito......

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Es lo que debí pensar el día que hice ésto.


Probando mis batiks de Ohio

Ya sabéis que uno me sabía a poco....

Dos, también.

Como no hay dos sin tres, me invadió el espíritu navideño.



Tengo que confesaros que todavía están en mi poder porque tenían que pasar por sesión fotográfica, que si no....


Igual cuando lo leáis ya han emigrado, porque yo no sé como hago las cosas que les salen patas.


Y sigo coso que te coso...


CAP. 30 . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Andanzas y tropezones de Dikembe Biyombo

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Enlace a LISTA DE PERSONAJES









De cómo encontrar piso 




os habíamos quedado en que la comida podía llegar a ser un problema desde el momento en que no todos teníamos para llegar a Tamanrasset. La solución que Adama propuso fue la aplicada, aunque hubo quien planteó juntar todas las vituallas y hacer un reparto equitativo para cada jornada. Pero como eran minoría aquellos que no tenían qué comer, a pesar de mi voto, salió adelante la propuesta de mi amigo. Si hubiera salido aprobada la mía nadie podría haber planteado porqué unos comían y otros no. Pero, según como se mirara, tan justa era una proposición como la otra. Y si bien evitó la tirantez no terminó de resolver el problema. De aquella vivencia sacaría en claro, entre otras cosas, que Adama, si le hubieran dado la oportunidad, podría haber llegado muy lejos en la política. Aunque hubiera tenido dos cortapisas: su honradez y su consecuencia. Pero qué le vamos a hacer, no se daría el caso. Restados los días que llevaban en camino desde su aldea a los días que en la carta se decía que el hermano había tardado en llegar a Tamanrasset, quedaban tres para llegar a esa gran ciudad que también se describía en la misiva. A partir de esa noche, en la que surgió el tema, todos nos pusimos un poco nerviosos. Yo, en particular, nunca había manejado un dato de esa índole. Jamás había sabido cuanto tiempo me faltaba para llegar a algún lugar. Y llegué a la conclusión que era mejor no saberlo mientras no pierdas la convicción de llegar a cualquier punto que te propongas. Es algo así como los consejos que os dan desde la DGT a los conductores: Lo importante es llegar. Y yo añado que se debe disfrutar mientras se llega. Esa es la esencia de cualquier desplazamiento. Pero los avances tecnológicos, la falta de tiempo y las consecuentes prisas nos marcan el camino contrario: Llegar cuanto antes. A pesar de los nervios, los monótonos días pasaron sin mucho más. Quizás porque cada uno de aquellos compañeros puntuales de viaje no tenían más remedio que conformarse con la ración que les correspondía para la jornada. De la forma que Adama había planteado el asunto cada uno tenía algo que perder, pero no solo la comida de la jornada, sino que si hubiera protestado, los demás se le hubieran echado encima. Y a saber qué  le hubiera pasado. Vimos una señal que anunciaba la proximidad de Tamanrasset y avistamos la ciudad al  poco, a media mañana del tercer día, tal  co

mo  esperábamos. Y si Gao nos pareció grande, Tamanrasset no desmereció de la descripción escrita ni oída todas las noches. Aquella ciudad, erigida sobre uno de los más grandes oasis del continente, no hacía más que crecer. En la orilla izquierda vimos un gran tejado blanquecino que tenía dibujada una gran luna roja. Ninguno supimos que era. Después de tanto ocre, el verde que nos entró por los ojos llegó hasta nuestros corazones. Entramos pasado el mediodía porque ni siquiera nos paramos a almorzar lo poco que nos quedaba. A partir de ese momento cada uno tenía que buscarse los garbanzos donde mejor pudiera. Ni Adama ni yo hablamos nunca del dinero que llevábamos encima, aunque el mío lo llevaba Hamal. Hubiera sido un grave y peligroso error, que seguramente hubiéramos pagado con la vida. Y no porque la compañía fuera truculenta, sino porque en el desierto rige la ley del más fuerte y como no lo sepas y lo apliques, el propio desierto te devora. Bon, dejémoslo. El caso es que llegamos y nos desperdigamos por la ciudad. La idea que llevábamos nosotros era la de reproducir el negocio abortado en Gao por las mafias locales, pero con más precauciones. Vosotros diríais con más prospección del mercado. Pero no contamos con que también hay mafias internacionales que no supimos reconocer en su momento. Tamanrasset siempre ha sido un punto de referencia para todo el trasiego de personas y mercancías legales e ilegales que viajan desde cualquier lugar de África hacia cualquier otro punto del mundo. Por lo tanto, también era el centro neurálgico para quienes pretendíamos abandonar la miseria. Allí es donde alguien decidía que fueras hacia el norte y acabaras en Italia, o hacia el noreste y cayeras en Grecia o hacia el noroeste y tras pasar por España, donde muchos se quedaban, pudieras alcanzar Francia. Aunque había gente que llegaba más lejos en su búsqueda de la felicidad. Pero de eso te hablaré más adelante, sino auguro que me reñirías por dar un salto en el tiempo y desvirtuar el relato que tanto parece interesarte, sin saber yo muy bien el motivo, salvo que simplemente sea curiosidad. Porque yo de esa tengo mucha. Y así me pasa, que voy del caño al coro y del coro al caño, y ni canto ni cojo agua en todo el año. Bien, una vez disuelta la alianza con los compañeros de viaje y cuando nos sentimos libres de todas las miradas conocidas, buscamos donde avituallarnos. El último desayuno había sido en exceso frugal y nos habíamos saltado una comida por llegar antes a la ciudad. Ya nos habíamos desacostumbrado a sentir la panza vacía. A la buena vida te acostumbras rápido. Ni siquiera te preguntas porqué. En el caso contrario, cuando desciendes un peldaño o dos, siempre buscas al culpable del empujón que te hizo caer los escalones. En el fondo, todos los humanos funcionamos igual. El matiz está en el grado de intensidad de los sentimientos y como se relacionan ellos en tu interior. Eso es lo que crea el carácter diferenciador de cada persona. El amor, el egoísmo, la avaricia, el altruismo, la empatía con unos o con otros, el odio… En definitiva todas las variables que compartimos los seres humanos y que son los mismos en cualquier caso. A lo que hay que sumar todas la circunstancias que se pueden dar. Y si hay algo que el hombre nunca podrá descubrir, inventar o fabricar es un sentimiento. Una vez rellenas las alforjas y el estómago, nos dispusimos a echar un vistazo, desde el punto de vista comercial. ¿No usas tú la mercadotecnia para provecho tuyo o de tus clientes? Eh bien, c'est ça, mon ami. Nosotros también. Se trataba de localizar un lugar donde se produjera una aglomeración de extranjeros que se repitiera en el tiempo. Pero esa tarde no lo encontramos. Acaso porque andábamos despistados al descubrir todo lo nuevo que nos ofrecía Tamanrasset. Sus edificios, sus gentes, sus árboles, sus animales, sus vehículos, sus tiendas y puestos… ¿Cómo era posible que en mitad del desierto se vieran grandes extensiones de terreno cultivado? Incluso en la compra habíamos descubierto frutas nuevas como el albaricoque que nos apresuramos a probar Ý tanto nos gustó, que Adama, después de comernos la media docena entró a por otra y eso que al morder un hueso sin querer me pareció ver que se sacaba un colmillo y se lo volvía a poner en su sitio. También tuvimos suerte con el tiempo porque la temperatura no era la acostumbrada en aquella estación calurosa. Si no, hubiéramos notado que entre el desierto y la ciudad había poca diferencia, aunque en una se crearan sombras que en el otro no existían, salvo la tuya. Después  de  patearnos  un barrio de la ciu-
dad tuvimos que buscar un sitio para pasar la noche. Nos echaron de dos rincones entre unas casas y decidimos huir de la gente y aposentarnos bajo un árbol en el extremo de una calle que daba acceso al desierto. Allí cenamos y allí dormimos, bajo las estrellas. La temperatura no bajó tanto como en medio del desierto, pero sí lo suficiente como para encarar con alegría la salida del sol. Y como ese es, de momento, uno de los únicos hechos seguros junto con la muerte, nos despertó la luz que se filtraba entre las ramas. Y con la tripa llena, empezamos la búsqueda de nuestro nuevo escenario que habíamos dejado a medias el día anterior. Sí vimos por las calles mucho niño, pero no nos parecieron de la misma calaña que aquellos que nos habían abordado en Gao. Iban más a su aire, pendientes del juego si pasaban acompañados o de sus pensamientos si andaban solos. Y vimos también cantidad de muchachos de nuestra edad y muy parecidos a nosotros, antes de robar túnicas y turbantes, que vagabundeaban por la ciudad. Miraban y remiraban a todo el que pasaba, pero creímos que era por puro aburrimiento. Sabiéndonos parte de ellos pasaban de nosotros, aunque los parias, ellos y nosotros, no suelen ser dueños de camellos. El trasiego de mercancías era incesante. Debíamos de estar cerca de un zoco. Pero estaba claro que aquella ciudad era también un vergel. Vega que no dependía del agua de lluvia, sino de otra que almacenaba en su subsuelo. Tamanrasset se sentía segura, superior a las personas que la habitaban. No era ella la que dependía de los hombres, sino al revés. Ella proveía, como una diosa magnánima. Ella permitía compartir los dones de la madre tierra con sus pobladores. Yo noté que algo distinto flotaba en el ambiente. Pero no sabía qué era. Y Adama me lo confirmó cuando sin venir a cuento comentó: «Creo que estamos en el lugar oportuno». Aunque, mi posterior pregunta: «¿Oportuno, para qué?», no recibió respuesta alguna. Me encogí de hombros y tiré de Hamal con la falsa presunción de que mi amigo dudaba y por ello no contestaba. Pero no, no vacilaba. Desde que aquel maliense leyó la carta de su hermano, tuvo clara la certeza de que allí se cocía algo más que las verduras de las huertas. Aquel era el lugar desde el cual se hacía tangible la posibilidad de dar el salto que te daba acceso a un mundo feliz. Era lo que yo había notado en mi entorno. Eso sí, ninguno sabíamos o, al menos, no lo habíamos deducido todavía que ya en la primera tribu las personas no habían aflorado por generación espontánea. Ninguna sociedad, sea de animales o de seres humanos, estará libre de pasiones. Pero este es un asunto del que creo ya haberte hablado. Aunque, como africano, me duela el egoísmo de algunos de mi gente que usan la necesidad ajena como motor de un negocio que convierte al hombre en indigno de haber nacido. Bon, todo mi interés, no así el de Adama, era encontrar el marco de nuestras representaciones. Él andaba un poco despistado, como si buscara otra cosa. Cuando le consultaba algo sobre un lugar, ni me contestaba. En esas andábamos cuando se le acercó un chucho canela. Le faltó tiempo para darle una patada y espantarlo. Incluso corrió detrás de él por si se arrepentía el pobre animal. Cuando volvió me encaré con él: «¿Acaso te ha hecho algo el perro?». La contestación me abrumó: «Mejor un golpe a tiempo que no un ahorcamiento», aunque lo entendí a la perfección. Vaya si lo entendí, como que estuve callado a partir de ese momento durante toda la mañana con la cabeza puesta en Monami. No quería ningún amigo que pagara por él, pero ninguno de los dos caímos en nuestra amistad, ni en nuestro gran compañero de viaje. Al poco, le paré, me enfrenté a él, le miré y le di un pequeño puñetazo en el mentón. Había aprendido que no todo se dice de palabra. Que, a veces, una caricia conforta más que un “te quiero”. Es más, en muchas ocasiones las palabras estorban o no encajan. Inclusive contradicen aquello que sentimos y queremos trasmitir. Seguimos cada uno a lo nuestro y yo encontré antes lo buscado. Al doblar una esquina nos dimos de cara con una aglomeración de autobuses aparcados. De todos los colores sobre los que lucían palabras en francés y en árabe. Le di un codazo a Adama que le centró. Me sonrió con lo que entendí que compartía mi alegría por haber hallado aquel lugar que prometía. Serpenteamos entre aquellos monstruos, Hamal con dificultad, y salimos a una zona libre donde unas cuantas palmeras anunciaban la humedad del subsuelo. Me extrañó no ver a ningún  turista, solo ciudadanos con su clásica indumentaria. Un gran edificio me ofreció la solución. Era el museo etnográfico según pude leer en su fachada, aunque no sabía qué era ni lo uno ni lo otro. Pero los viajeros solo podían estar allí dentro. Así que había que esperar a que salieran. Pero ese día no tuvimos suerte. Y menos espectadores. Abandonaban el edificio en grupos, encabezados por su guía vestido a la moda local, que les metía prisas para cumplir el horario de la visita a la ciudad. Algunos hasta corrían hacia el autocar ya en marcha. Ni se fijaban en Hamal que pasaba desapercibido en pocas ocasiones. Imaginé que aquel punto era una parada intermedia dentro de una excursión sujeta a un horario preestablecido y que había que cumplir para no recibir reclamaciones. Aquel edificio debía contener algo que entretenía a los grupos más del tiempo previsto, por lo que siempre llegaban tarde a la siguiente escala. De ahí las prisas. Aquella plaza reunía todas las características que necesitábamos para desarrollar nuestro espectáculo. No fallaba el lugar, sino el momento. Y hubo que seguir con la búsqueda. Si hubiéramos sabido más del entramado turístico hubiéramos pedido información en cualquier hotel sobre las excursiones, los horarios, los momentos de libre disposición para los excursionistas. Y ese era el mejor momento para que Hamal y yo nos ganáramos los corazones, las sonrisas y los dólares que Adama recaudaría de los turistas. Pero ni siquiera sabíamos que esos datos se pudieran conseguir o, simplemente, que existieran. Y ese es el gran problema del analfabetismo o de la mala formación. Es más importante que te enseñen la existencia de una herramienta para conseguir conocer o solucionar asuntos, que el conocimiento de quien descubrió las Américas. Yo conozco un poco el tema, porque he tenido la responsabilidad de enseñar. Por ejemplo, la Iglesia Católica no quiso enseñar a leer a sus fieles durante mucho tiempo para mantener el poder sobre sus vidas materiales y espirituales. Y parecido es el objetivo de las dictaduras, ocultar a todo hijo de vecino, que no pertenezca a la clase dominante, cualquier atisbo de cultura para que no desee la libertad. No querían ciudadanos formados, sino brutos a los que pudieran manejar sin dificultad. Que pensaran los oprimidos no les interesaba para nada. Pero las democracias tampoco se salvan, las directrices educacionales ordenadas desde los ministerios y aprobadas por las cámaras legislativas no han cambiado en ciento cincuenta años. ¿Cómo es posible? ¿A nadie se le ha ocurrido que todo ha evolucionado menos los sistemas educativos? Nadie ha pensado que los derechos y obligaciones de un alumno, igual que los problemas que resuelven, son los mismos en el siglo XXI que a principios del XX. Por favor, dejemos a un lado la idea de que los maestros simplemente traslademos nuestros conocimientos a los alumnos, para enseñarles a pensar, a encontrar respuestas que les sirvan en su vida, a despertar su curiosidad, a utilizar en su favor la tecnología, que sabe dios hasta donde llegará dentro de veinte años. Y no olvidemos las humanidades, porque sino, dejaremos de ser humanos. El latín, la historia, la filosofía, la comunicación, las artes… ¿Acaso ser bailarín o bailarina de un ballet es menos que ser matemático o ingeniero? Habrá quien quiera ser astronauta o músico. Pues apoyémosles y no les obliguemos a decidir a tan temprana edad. Y ya de la investigación ni te hablo. Está más abandonada que los migrantes que llegan a Europa. Y ya es decir. ¡Qué pena, José María! ¡Qué pena! No saber ni preguntar, como nos pasaba a nosotros y ahora les pasa a tus hijos. Porque soy de la opinión que en el enunciado de un problema está la solución. Las fingidas democracias en lo primero que meten la tijera es en educación. Y digo fingidas porque elegimos cada cuatro años un programa de gobierno, no un partido, pero estos no están obligados a cumplirlo. Tú me dirás. Aunque las constituciones afirmen que la soberanía reside en el pueblo, mienten. Y da igual quien insista en ello, un político honrado o un político actual. No, el poder no es un asunto popular, el poder es un asunto que atañe a las economías y a las finanzas. Pero, me parece que me he alejado bastante de Tamanrasset, ¿verdad?
Es cierto. Nunca me lo había planteado, pero si hay cosas que no han cambiado en siglo y medio una es la educación reglada. Es cierto que las herramientas han evolucionado, mi padre no usaba bolígrafos y sus textos de estudio no tenían colores, bueno ni los míos aunque sí fotografías, pero sí los de mis hijos. Pero esos cambios vienen del exterior, del mercado. Los Erasmus no dejan de ser becas, como las habidas toda la vida. La tarea se la siguen llevando a casa los escolares. Las reválidas parecían desaparecer y ahora surgen con más fuerza. Aprenderse de memoria párrafos que solo sirven para olvidar, prevalecen sobre los razonamientos. Y los responsables de la educación de nuestros hijos cada vez están menos valorados dentro de una sociedad que exige una especialización que no forma hombres. Lo que tengo claro es que ya no surgirá ningún otro Leonardo da Vinci, es imposible, además de una lástima. Leo que últimamente surgen movimientos que quieren alejarse de esa anquilosada forma de enseñar en la que, como el propio Dikembe expresa, tan solo se transmiten conocimientos de profesores a alumnos. A otros, como el método Montessori, les han caído críticas desde todos los estamentos oficiales. Recuerdo que a mí el cuerpo, mejor dicho, la mente de dieciséis años me pedía algo distinto de aquello que me ofrecían. Me obligaron a elegir entre ciencias y letras y me equivoqué al optar por las primeras. Soy más humanista que científico, pero a aquella edad, todavía no lo sabía. Pero, bueno, lo mío ya no tiene arreglo, ni lo de mis hijos. Veremos si mis nietos tienen más suerte y no se convierten en especialistas incultos que no saben ni articular una pregunta sobre ellos mis mismos.


Te pido disculpas. Volvamos. Yo sabía leer y escribir malamente el francés, aunque mejor me manejaba con el árabe gracias a los desvelos y esfuerzos de Abd al-Ramhan y a los míos propios. Ya sabes que esto último me interesaba más porque a través de ello podría haber llegado a ser almuecín, pero eso es agua pasada que no mueve molino. Te lo recuerdo porque vi que en la plaza del museo, según salían los turistas, unos críos les entregaban un papelito. Cogí uno del suelo. No me enteré de nada porque no estaba escrito ni en francés ni en árabe. Le di la vuelta y esta vez sí me pude enterar porque estaba impreso en francés. Un bazar ofrecía toda clase de objetos de recuerdo. Y se me ocurrió que nosotros podíamos hacer lo mismo. Yo escribiría por la tarde los papeles y Adama los repartiría. Pero él me lo quitó de la cabeza de un plumazo. «¿Y en qué idioma los vas a escribir, tonto del culo?». Y tenía razón, escribirlos en árabe era una estupidez porque a quien pudiera entenderlo le interesaba muy poco ver a un camello y a su camellero hacer el tonto. Y, además, el dinero no estaba en sus bolsillos, sino en el de los extranjeros. Eso ya lo habíamos aprendido en Gao. Adama fue analfabeto hasta que llegó a España. Bon, lo he dicho como si al pisar tierra española el Espíritu Santo le hubiera insuflado el conocimiento de las lenguas, cual vulgar apóstol de Jesús y se hubiera convertido en políglota. No, pasaría mucho tiempo hasta que aprendió el español, en una escuela nocturna para mayores a la que yo también asistí. Fue lo último que hicimos juntos, excepto reír, porque nunca hemos dejado de vernos. Él jamás hubiera accedido a contarte sus andanzas. Y menos sus sentimientos. De eso estoy más que seguro. Pero el hermetismo de Adama no es gratuito. Ya te lo digo. Otra vez voy a tener que dejar la escritura, estoy muy disperso. Lo siento. Bon, a ver si ahora me centro en el asunto y no me voy por las tangentes que, aunque haya muchas no son el tema. Tamanrasset se iba a convertir en la última ciudad grande en la que estaríamos los tres tranquilos y juntos. Adama, no andaba despistado, sino que buscaba aquel contacto que se citaba en la carta-oración y que podría informarnos sobre la cuestión europea. Aquella misiva lo dejaba muy claro, en el barrio viejo de la ciudad su autor había contactado con unas personas que, previo pago de trescientos dólares americanos, le habían conducido hasta el litoral mediterráneo. Una vez allí, ya era su responsabilidad llegar hasta Italia, después de haberle embarcado en una vieja barca de pescadores con otros tantos como él y como nosotros. No citaba nombres porque sabía que todos eran falsos. Adama no quería llegarse hasta esa península ni a ninguna otra, sino a Francia, donde hablaban su idioma y el mío. Pensaba que eso era lo más fácil y lógico. Aunque más tarde cambiaría de opinión por mi culpa, decía que eso le permitiría encajar en una sociedad desconocida pero tolerante y abierta. No sé de donde narices había sacado esa información de la que estaba convencido. Y no le faltaba razón, porque en España no se disfrutaba de mucha libertad que digamos por aquel entonces. Pero nosotros no lo sabíamos. Yo aporté la idea que había aprendido en el colegio sobre el imperialismo francés que había sometido a nuestros pueblos. Aunque eso no lo decían dentro de la escuela, sino fuera. Pero sí sabía que se referían a Francia. Mi amigo, que nunca había pisado un aula, ni siquiera al aire libre, no me creía, pero tampoco me argumentaba su fe inquebrantable en aquel país. A pesar del interés que puso Adama y del que tenían las propias mafias tardaron en encontrarse. Y eso que estas se movían por las calles en busca de clientes, es decir, de desesperados por encontrar una oportunidad de algo nuevo, aunque fuera para morir. Parte del motivo sería Hamal, pero eso lo supimos a toro pasado, como casi todo lo aprendido por aquella época. Ya sabes, ensayo-error. Nadie que nos viera deambular por cualquier barrio de Tamanrasset, bien alimentados, con ropas dignas y en compañía de un camello, podría deducir que éramos carne de patera. Y más si nos veían a diario entrar en las tiendas para comprar alimentos. Porque estoy seguro de que aquellas gentes tenían ojos hasta en el culo y no se les escapaba nada. Pero nuestra historia no la escribimos solo nosotros mismos. Otros ayudan e introducen notas al pie que leemos y usamos para tomar futuras decisiones. Y eso ocurrió una noche. A las afueras de la ciudad, en los arrabales, se ubicaba un barrio en el que reinaba la miseria. Allí las casas de adobe estaban sin terminar o medio caídas. Unas sin a penas paredes, otras sin tejado, con muros semiderruidos y pocas con puertas y ventanas. Fue donde acabamos al seguir a una caterva de personas que todos los ocasos de dirigían allí desde los barrios céntricos de la ciudad. Era la rabera de aquella sociedad. Mi curiosidad, más que la de Adama, nos llevó a seguirla al preguntarle: «¿Dónde irá esta gente a estas horas?». Se notaba que iban en la misma dirección, pero no juntos. Yo creo que mi amigo sabía la respuesta por eso no puso un pero al seguimiento. Pero una vez en aquel arrabal al que llegamos los últimos, se nos ocurrió que podríamos optar a una vivienda social, pero no encontramos ninguna que no estuviera ya ocupada. Como no hacía falta llamar a la puerta, asomábamos la cabeza por cualquier hueco y, como tampoco tenían todas techo, la claridad de la luna nos permitía ver que había personas dentro. En todas las que cotilleamos, y fueron muchas, pernoctaba más de dos y de tres inquilinos. Cuando asomamos la gaita en la última, ocupada por cuatro muchachos, uno de ellos dijo: «Ocupada. Mirad en la siguiente». Adama y yo nos miramos y tomamos el comentario al pie de la letra. Así que nos dirigimos a la más alejada, después de aquella solo había arena. Y dentro de aquella ruinosa construcción solo vimos a un paria. En contra de la costumbre fue Adama quien habló una vez dentro, acaso porque yo me quedé en lo que parecía el umbral de la puerta con Hamal detrás de mí. «Solo queda esta». El muchacho miró a mi amigo brevemente y luego cerró los ojos. Estaba recostado en un rincón de los tres que se mantenían en pie, debajo del resto de un tejado que no había soportado mucho tiempo en pie. Adama me hizo una seña para que entrara y lo hice. Con un gesto de cabeza le pregunté qué hacíamos con el animal. Y él volvió a hacer el mismo gesto para que entrara. Silbé al camello y este se coló como pudo por el hueco informe que debió ser la puerta porque el dintel todavía aguantaba. Le di la orden para que se sentara y le empujé hacia el rincón sin techo. Desde luego con él allí dentro, la temperatura subiría y no entrarían más huéspedes porque, sencillamente, no cabían. Aquel muchacho sería quien descubriría a Adama el camino hacia Europa. O eso pensamos entonces. Si bien no fue ese mismo día. Tuvieron que pasar algunas noches para que yo entablara comunicación con nuestro copropietario nocturno. Y fue sin premeditación. Le solté a bocajarro: «¿Ya sabes cómo pasar a Europa?». «Sí, pero no tengo dinero». Adama más interesado que yo en la contestación, y también más precavido, dejó claro que nosotros tampoco. Y yo tras guiñar un ojo a mi amigo quise tirar de la lengua a Emmanuel. Y así nos enteramos de que era camerunés y del negocio que las mafias tenían montado a costa de nuestros sueños y necesidades. El mecanismo era tan sencillo como el de un chupete. Te entrevistabas con un “comercial” que verificaba tus cualidades para poder formar parte de su insigne clientela. Y fíjate que digo “poder formar parte”. En la segunda entrevista, si pasabas la primera en la que no se hablaba de ningún viaje, se abordaba el aspecto económico del traslado, sin que se citara el punto de destino. Ellos no ponían el precio. Era el potencial cliente quien informaba de cuanto dinero disponía. Ellos juzgaban si era suficiente o no. El caso es que el juicio siempre era positivo porque el negocio no solo consistía en dejarte a tu suerte en el mar sobre cualquier cáscara de nuez que flotara. También explotaban a los que llegaban sin o con escasos recursos económicos. De tal forma que trabajabas para ellos hasta que te pagabas el billete. Y claro, a quienes enganchaban de esta forma se convertían en esclavos salvo que renunciaran a su sueño europeo, porque ninguno conseguía pagar con su trabajo la tarjeta de embarque. Y en esto andaba nuestro amigo Emmanuel. Si tus dineros les parecían suficientes, después de dejarte sin ellos, te daban un lugar, una fecha y una hora. Era todo lo que recibías a cambio. Entonces ya tenías la excursión apalabrada. Te decían que llevaras agua para cruzar el desierto, que eso corría por cuenta, igual que la comida. En el precio solo estaba incluido el transporte. Pasaban los días sin que encontrara un sitio adecuado para actuar con Hamal, aunque tampoco ponía demasiado interés. En ese tiempo, aunque parezca mentira, Adama hizo amistad, yo creo que interesada, con otro joven, este mayor que nosotros, del tabuco de al lado. Con uno de los cuatro que vimos la primera noche, precisamente con el que hablara en aquella ocasión. Y Adama me confirmó que lo contado por Emmanuel era cierto, que lo había contrastado con las palabras de aquel otro. Y que solo nos quedaba contactar con la “agencia de viajes”. Conscientes de que vestidos de aquella manera nadie nos tomaría por lo que éramos y menos con Hamal Adama se desprendió de la túnica y del turbante que fueron derechos a las alforjas y decidimos separarnos al acercarnos a la ciudad. Cada uno seguiría con su búsqueda. Lo que no podíamos disimular era nuestro asp3ecto saludable, a no ser que nos pusiéramos a régimen, a lo que ninguno de los dos estaba dispuesto. Dejar de comer no era negociable. Bastante habíamos pasado ya y lo que nos quedaba. Quien ha pasado hambre una vez ya tenía suficiente. Yo no quería repetir. Por su constitución, pensamos que  él sería el más adecuado para realizar el contacto. Era lo lógico. Mi altura y mi corpulencia no eran dignas, aunque fueran heredadas de gentuza como ellos, de su atención. Así nos echamos a la calle después de nuestra ruptura con la intención de no vernos hasta que no sintiéramos hambre a mediodía. Ese día haría yo solo la compra y nos veríamos allí mismo, en el arrabal. Yo elegiría el menú, aunque era lo de menos, porque ninguno de los dos hacíamos ascos a nada que se dejara hincar el diente. Y curiosamente no fue Adama quien contactara con los mafiosos, sino yo. Pero eso te lo contaré en la próxima, si no esta carta se haría muy larga. Un saludo






Imagen 1. Foto bajada de www.algerlablanche.com

Imagen 2. Foto de W. Robrecht - http://wilrob.org, CC BY-SA 3.0, bajada de commons.wikimedia.org

Lagartera más patchwork

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Hace unos días os contaba la historia de unas servilletas desparejadas, pues bien, a una de ellas le llegó su turno de convertirse en algo útil.

Voilà!!!




Los colores no son exactamente como aparecen, pero es lo que tiene el otoño que los transforma a su estación.



Me encanta cuidar las traseras, es como el forro de los abrigos, me enamora que sean preciosos.

Tengo muchísimos manteles de Lagartera de todos los formatos y tamaños, como me siga dando el punto, voy a tener más de patchwork.

Y sigo coso que te coso...

Mantel individual

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Otro mantel individual como el que os enseñé aquí.

Nuevamente seis bloques de exploding block y mantel hecho.

Bueno, hay que hacer el sandwich, acolchar y rematar.

La trasera otra tela africana



En este caso lo está disfrutando mi cuñada Tere que si come con su hija, tiene mantel a juego.

Poco a poco, me voy poniendo al día con los regalos.

Ya en nada tenemos los Reyes Magos.

Y sigo coso que te coso...

Tutorial manta cojín

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Ya os dije cuando publiqué la primera manta cojín que llevaba muchísimo tiempo con ganas de hacerla.

Creo que fue de los primeros vídeos que vi cuando me empecé a interesar por el mundo patchwork. No se me olvidará, era un tutorial de como hacer una manta cobija.

Bueno, creo que sigue habiendo muchos videos en Youtube, pero me apetecía ofreceros el mío en un post, es muy sencillo.

Lo primero que hay que hacer es medir el ancho de la manta, porque el ancho de nuestro cojín (acabado) deberá ser de un tercio.

Ejemplo práctico: Si nuestra manta mide de ancho 1,50 m. nuestro cojín acabado, de ancho, debería medir 50 cm. Por tanto, con costuras, yo le pondría 52 cm. de ancho.

Ahora viene lo que yo he hecho diferente. En todos los que he visto, si ponemos 50 cm. de ancho, ponen la misma medida de alto y punto.

¿Qué pasa cuando la manta no es muy abultada? Pues que queda un poco fofo.

Así que pensé que si lo hacía más cortito llevaría más relleno y quedaría muchísimo más mono. 

Lo mejor es una foto. 

¿A que es una precioso?


Bueno, ya hemos definido el tamaño que nos ocupa, ahora cada uno puede hacer lo que más le apetezca, yo he hecho seis bloques de exploding block, pero se podría poner simplemente una tela bonita.

A mi como me gusta cuidar igual las traseras, he hecho la funda reversible.

En esta primera imagen, os enseño, las dos caras del cojín, es decir hay que hacer delantero y trasero del mismo tamaño.


Ahora ponemos derecho con derecho, o "lo bonito con lo bonito" como dice mucha gente, cosiendo los cuatro lados y dejando el espacio señalado con alfileres sin coser para darle la vuelta.


Ya lo hemos cosido, lo damos la vuelta y lo planchamos, cerramos la abertura pasando un pespunte por ese lado.


Ahora señalamos el punto medio del cojin y de la manta. Yo he puesto el lado derecho, pero tanto da porque al final no sabemos por qué lado la van a usar, así que no os preocupéis si lo hacéis del revés.


Ahora viene lo más importante, y de lo único que hay que acordarse. La parte que queramos enseñar es la que tiene que ir boca abajo con la manta, y la única parte que no hay que coser es la que va por dentro de la manta.



Según estamos viendo la foto, coseríamos izquierda, arriba y derecha, abajo no.


Fijaos que sencillo, en media docena de fotos tenemos la colcha terminada.


Lo de doblarla, ya es harina de otro costal.
Vamos con ello.

Primero la ponemos boca abajo y doblamos a un tercio.


A continuación hacemos dobleces buscando el final de nuestro cojin.


Bien!!!!
La última doblez

Aquí es donde echo de menos el vídeo, hay que dar un salto mortal o voltereta (a la manta, que no se mueva nadie) y que quede así por detrás.

Y por delante:


Espero que os haya gustado el tutorial y que os sirva para hacer un regalo estas navidades, es un detalle unisex y ya sabéis que en patchwork no hay mucho para los chicos.

Por cierto, una última recomendación, me he vuelto loca buscando las mejores mantas, son todas buenas, varían de tamaño y mucho de precio. Así que podéis comprarlas tranquilamente donde mejor os convenga. En este caso, en los chinos no son las más baratas.

Me encantará ver vuestras creaciones.

Y sigo coso que te coso...

Nacimiento de botones

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¿Alguien que fue a Creativa y vio los botones, fue capaz de no comprarlos?


No me lo creo, necesito justificante médico.



Me refiero a los botones del Nacimiento.



Yo les he hecho la casita de arpillera.


Más detalles, bueno la virgen no para quieta, se ha movido para la foto. 



Aunque es invierno he querido que hubiese muchas flores para dar la bienvenida al Niño Jesús.





San José más formal, nada que ver!!!


Y todo montado sobre un bastidor de 13 cm. que tenía por casa.


Paisaje de nubes y piedras, me encanta como me ha quedado.

Si alguna lo tiene pendiente que, seguro que si, que se anime que no se tarda nada en montar.

Y sigo coso que te coso...

CAP. 31 . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Andanzas y tropezones de Dikembe Biyombo

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Enlace a LISTA DE PERSONAJES











De cómo el peligro está a la vuelta de la esquina


ablábamos de cómo habíamos contactado con los mafiosos. Y que fui yo, quien no los buscaba, el que al final los encontró. Los planes que he hecho en mi vida jamás se me han cumplido, por eso ya no los hago. Te acordarás de mis contestaciones cuando me preguntas por ellos, ¿no? Los planes se disuelven antes de cumplirse como azucarillos en el café. Dime cuantos de tus planes no se han torcido por uno u otro motivo. Los planes son como los programas electorales de los partidos políticos. Hay un dicho proverbial o popular que dice algo así como que si le cuentas tus planes a dios, este se ríe. Pues estoy de acuerdo con él. Con la ocurrencia, no con dios, con el que espero no coincidir nunca, por otro lado. Yo hubiera creado al hombre con más paciencia y cariño, acaso porque lo soy. ¿Pero quién soy yo para contradecir a tanto dios como hay por ahí y a los que atribuyen nuestro existir? En cambio las mafias cumplen sus objetivos porque cuando echan sus redes atrapan cualquier pez. Cuando entré en la tienda, después de otro fracaso en mi búsqueda de escenario, compraba un joven mayor que yo, muy bien vestido, de buen ver que se dice. Tardó poco en ser despachado. Pagó, pero no se fue. Me cedió el sitio ante el mostrador y se asomó a la calle a través del cristal del escaparate. Mientras yo pedía se sentó en un banco, como solían hacer los clientes para charlar con el tendero. Yo acabé y salí. Metí la compra en las alforjas y me puse en camino hacia nuestra desvencijada casa sin subirme a Hamal porque intuí que todavía era temprano. Allí comeríamos los tres, porque tanto Adama como yo éramos incapaces de hacerlo ante la mirada fija de Emmanuel. En él pensaba cuando me preguntaron si me dirigía hacia el barrio fantasma. Contesté que sí y al volverme, reconocí al cliente de la tienda. «¿El camello es tuyo?». Claro que Hamal era mío. Siempre que alguien me preguntaba eso, me enervaba. Nunca he tenido desarrollado el sentimiento de posesión, salvo con él. Aunque no creo que fuera eso, sino que me fastidiaba que alguien dudara de nuestra amistad. Por eso me puse en guardia, pero sus siguientes palabras me tranquilizaron. Es muy difícil sustraerse a un halago. Expresaban la suerte que tenía y la admiración que sentía por un animal tan bello. Su padre era criador de camellos y sabía juzgar esos animales. Eso decía él. Después dio un giro la conversación y volvió al arrabal al que me dirigía. «¿Y estás de paso, no?», afirmó más que preguntó con el argumento de que todos los vecinos de aquellas casas paraban poco en la ciudad porque después de un largo viaje embarcaban rumbo a Europa. Entré como un cascote: «Yo todavía no lo tengo claro del todo, aunque mi amigo sí». Se alegró de que tuviera un amigo y que no anduviera solo por ahí, aunque el motivo fuera otro. Mejor dos clientes que uno. Y, después de alegrarse, se unió a la idea de Adama, claro: «Esta ciudad no acoge a nadie. Solo escupe, pero menos mal que lo hace muy lejos». Antes de despedirse, me preguntó mi nombre y me dijo el suyo: «Abdelkader». Con la excusa del camello quedó en visitarnos en nuestros aposentos: «Un día de estos». Y con esa condición nos despedimos. Llegué a casa. Nuestro vecino estaba, pero mi amigo todavía no, aunque no tardó mucho en llegar. Me contó que no había conseguido contactar con nadie con un simple “nada” y yo le relaté mi encuentro con aquel hombre joven y unas cuantas palabras más. Él, más avispado que yo, en contra de lo que creía mi abuela Mayifa, y a pesar de no oír la conversación que le conté, supo que yo había contactado con aquellos que se citaban en la carta leída tantas noches. Cuando dije el nombre, Abdelkader, Emmanuel se sorprendió y se coló en nuestra conversación, cosa que normalmente no hacía: «Ese es como los hombres que me tienen aquí hasta que me pague el pasaje». Él llevaba mucho tiempo en la ciudad y sabía de lo que hablaba. Yo, por si acaso describí al supuesto contacto mafioso y él no dudó: «Sí, así es, todo vestido de blanco y resplandeciente. Aparenta ser rico. Y lo será gracias a gente como nosotros». Adama se puso muy contento y de pie, y nos exhortó a salir enseguida a buscar a ese tal Abdelkader. Yo me resistí porque ni siquiera habíamos acabado de comer. Y también en este caso ganó la opinión ajena: «A ese solo se le ve cuando le interesa a él». Y yo reforcé esa idea al relatar nuestra despedida y su futura visita. Los comentarios hicieron mella en Adama que volvió a sentarse resignado. Después de dar cuenta de los higos dejó claro que creía que perdíamos el tiempo: «Aquí dentro, a pesar de lo que decís, nadie nos va a buscar». Fue una de las pocas veces que vi a Adama enfadado de verdad y con prisa. Estaba nervioso y superado por sus deseos. Acabamos de comer y me levanté sin decir nada aunque mi amigo no tenía razón. Yo había visto el interés de Abdelkader. Salí del zaquizamí sin techo casi y tras de mí salió Adama. Y con Hamal, que era un buen reclamo reconocible, nos acercamos al centro de la ciudad. Se empeñó en que diéramos vueltas, pero siempre teníamos que volver a pasar por delante de la puerta de la tienda donde comprábamos. Pero como él decía cuando llegaba a casa: “Nada”. Esa noche Adama se debió dormir contrariado. Yo intenté quitar hierro al asunto y no sé yo si no eché más leña que agua al fuego. No conseguí nada salvo desazonar más a mi amigo. Lo que no sabíamos, ni uno enojado ni el otro preocupado por enojarle más, es que Emmanuel trabajaba también de confidente para una de las mafias que por allí se movían. Así también rebajaba la deuda para proseguir su viaje. Pero como Emmanuel no veía una moneda, se encontraba con el dilema de comer y cenar o ponernos en contacto con sus jefes y que voláramos de allí. El pobre pagaría caro su silencio. Aquella gente no tenía, ni tiene, escrúpulo alguno. Ven la sociedad como un mercado y a sus individuos como un producto. No se paran ante nada ni nadie. Si algo les interesa van a por ello. Si algo les falla o les estorba lo eliminan. Es un planteamiento muy simple y productivo. La ley no es un problema para ellos, sino una oportunidad comercial. Si por legislación europea se cierran las fronteras, su volumen de negocio aumenta. Si se prohíbe la prostitución, mejor para ellos. Suben los precios en el mercado de la trata de blancas y negras. En fin, que llegó el mediodía de la visita. Y la primera noticia fue la explicación a la ausencia de nuestro compañero de piso que hacía dos días que no aparecía. Curiosamente, supimos del asesinato de Emmanuel por boca de Abdelkader. El difunto no trabajaba para él, sino para su competencia. Y no nos explicábamos como sus jefes no se habían puesto en contacto con nosotros. Aunque yo me lo imaginaba. Ya te lo he explicado, o comía o se moría, porque pagar el pasaje nunca lo iba a pagar. Las negociaciones pusieron en peligro la sólida amistad que mantenemos Adama y yo. Y fue cuando el mafioso abrió la posibilidad de que pagáramos parte del billete con Hamal. Me dijo que de verdad que le gustaba el camello y que no le importaría comprármelo, claro, sin pagar nada. Aquello, y Abdelkader lo sabía, iba a producir un enfrentamiento. En cualquier caso él sabía que no iba a salir perjudicado, tanto si nos separaba como si se hacía con el animal. Sabía que la unión hace la fuerza y no le interesábamos fuertes. Y he de reconocer que, en aquel momento, el mafioso tenía razón: ¿Dónde íbamos con un camello, a una patera con rumbo a Europa? ¿Y si hubiéramos encontrado sitio en el bote para el camello qué, a dar nuestro espectáculo en mitad de la plaza de San Marcos? Desde luego a Europa no íbamos a llevar a Hamal. Eso estaba claro. ¿Pero era yo quien quería ir allí? Así nos hacíamos daño Adama y yo. En aquel momento si hubiera tenido que eligir entre una persona y Hamal, la elección, sin dudarlo, hubiera sido Hamal. Y tuve que escuchar unas palabras que hoy me hacen daño: «Creía que eras mi amigo, Dikembe». Y tenía razón, era su amigo, pero yo creía que estaba más unido a mi camello. En fin, que quien había encendido la mecha de la disputa aportó una solución que no obligaba a ceder de inmediato a ninguno de los dos y que tampoco le perjudicaba a él: «Podéis entregarme el camello después de cruzar el desierto, si queréis». Y como ambos estábamos deseosos de encontrar un pretexto para no seguir con la discusión, pero sin que se nos viera el plumero, lo dejamos ahí. Mejor dicho, lo dejaríamos allá, junto al mar. Si es que se daba el caso, pensé yo. La necesidad de usar al querido bruto como moneda de cambio se hizo más evidente cuando Adama se cerró en banda y le dijo a Abdelkader que quien tenía que poner el precio del servicio y las condiciones del mismo era quien lo prestaba, no quien lo usaba. Yo le secundé porque confiaba en él a pesar de todo, y, además, el tipejo ese cada vez me gustaba menos por haber sacado a la palestra a Hamal. Parecía hablarnos como un padre protector que todo lo podía y sabía. Pero notaba que tras esas palabras y ese tono paternalistas había un interés en el que nosotros no éramos tenidos en cuenta. Cuando conseguimos que pusiera precio a nuestras cabezas yo me quedé atónito, pero Adama puntualizó: «Quinientos dólares americanos los dos, ¿no?». «No, muchacho, cada uno. Ah, más el mehari». La contestación de Adama no me sacó de mi asombro: «Si quieres me levanto la túnica y también me das por el culo, no te jode». Aunque sí pasé a un estado de incredulidad al oír sus palabras. Era un Adama que yo desconocía y que tampoco se espera Abdelkader, que tardó poco en contestar: «Es lo que hay, amigo, pero no tengo ningún interés por ti». Aquello dio pie a mi amigo para asestarle otro golpe verbal: «Eso lo tenemos claro, a pesar de que antes parecía que tu única preocupación era nuestra felicidad. Según tú, solo podemos conseguirla en Europa. Pero si es así, no sé qué cojones pintas tú aquí». Adama se había pasado tres pueblos como dicen tus hijos. El mafioso le cogió del cuello y trató de suspenderle en el aire. Mi corpachón reaccionó al ver como le agredían. Y esto que a continuación te cuento, podría haber o no haber ocurrido. Digamos que no ocurrió, pero que pudo acaecer. Agarré el brazo que sujetaba a Adama e hice retroceder a su dueño con un empellón. Mi amigo no logró soltarse de la presa pero, por la inercia del empujón, atacante y atacado, trastabillados, rodaron por los suelos y se separaron. Ayudé a quien debía a levantarse y cuando me preocupé del otro ya empuñaba una pistola. No tuve tiempo de sentir terror ante el arma porque Adama, todavía entre mis brazos, me usó de fijación para levantarse agarrado a mí y propinar una buena patada en la mano a Abdelkader. La pistola salió por los aires. Quiso el azar que cayera más cerca de nosotros que de su dueño y que mi amigo se hiciera con ella. Adama no era fuerte, pero nos demostró ser muy ágil y rápido. «Toma», me dijo y me entregó la pistola. Tardó lo suficiente para que el desarmado se me echara encima y empezamos a forcejear. Adama se sumó a la trifulca, le daba todas las patadas que podía donde podía a nuestro enemigo. En el tira y afloja el arma se disparó y Abdelkader cayó al suelo como un fardo. Sorprendidos y asustados nos quedamos con la vista clavada en aquel cuerpo inerte. Nos miramos incrédulos ante lo que había ocurrido. Él fue el primero en reaccionar. Me arrancó de las manos la pistola y me ordenó que acercara a Hamal. Nunca me dijo porqué me dio el arma a mí. Como ya estábamos solos en el piso compartido, yo había dejado dentro del cuchitril al camello, a la poca sombra que daba el poco tejado que quedaba, mientras nosotros, al aire libre, nos aprovechábamos de la sombra que los muros, aún en pie, producían detrás del destruido edificio. Sin dar la vuelta, me colé en él y saqué a Hamal por lo que fuera la puerta. Entre los dos cargamos el cadáver sobre el camello, echamos tierra con las manos sobre la sangre que empapaba la arena y nos alejamos hacia fuera del barrio, hacia el desierto. Desde luego, o nadie había oído la detonación del disparo o todo el mundo pasaba de los asuntos de los demás. Yo creo que fue esto último lo que permitió que el homicidio de Abdelkader quedara impune y en el más absoluto de los secretos. Tamanrasset estaba rodeada de un paisaje particular que la arena, el sol, el viento y antes del agua habían construido a su antojo. Lo mismo aparecía tras una duna una gran piedra rectangular que una formación rugosa y hueca con varios ojos a modo de ventanas y otro más grande a modo de puer
ta. Y eso fue lo primero que nos encontramos. Y en esa cueva, se supone, porque como sabes esto nunca sucedió, está enterrado Abdelkader. Durante el trayecto de ida, como en el de vuelta, ninguno de los dos pronunciamos una palabra. Pero al llegar al punto fatídico, detrás de nuestro hogar, y mientras Adama echaba más arena sobre una sombra de sangre que había surgido otra vez, dijo: «Hay que cambiar de hotel, Dikembe». Y argumentó que quizá alguien supiera donde se había citado con nosotros, no dijo quien, y allí es donde empezarían a buscarle. No convenía estar cerca, desde luego. Como teníamos pocos trastos para la mudanza, nos fuimos enseguida, si bien Adama insistió en echar arena sobre arena, hasta hacer un montículo que desharía el viento, sobre las últimas huellas de la visita de Abdelkader. Parece que le critico, pero es al contrario, siempre he admirado su precaución. Todavía hoy siento el contacto del metal frío en mis manos y el olor a pólvora que llegó a mi nariz después del disparo. Y, a continuación, me entra un tembleque del que me tienen que sacar. Aunque ahora solo sean las piernas las que bailan a su antojo. La primera vez que me eché a tiritar y a llorar, me sacó de esa situación Adama con un abrazo. Único que he recibido de él, porque las siguientes solo le hice hablar: «Tienes que olvidarlo, chaval». Acaso porque esa primera vez, él también lo tenía reciente. Por supuesto, no hemos vuelto a hablar del accidente que nunca ocurrió. ¿Para qué? Si nos teníamos que inventar hasta las leyes.
No sé a vosotros, pero a mí me encanta la forma en que Dikembe cuenta a su amigo el delito por el que nadie le condenaría. Pero hace bien en enfocarlo desde la probabilidad de que no haya ocurrido. Nunca se sabe. Y su última frase me da mucho que pensar: “Si nos teníamos que inventar hasta las leyes”. Pero eso no les pasaba solo a ellos por aquel entonces. Me pasa a mí ahora. Porque, si bien la ley no admite su desconocimiento para incumplirla, ¿quién narices conoce todas las leyes? Si no te las inventas, se las inventan interpretándolas. Y no me refiero solo a las penales, también a las civiles y administrativas. En cualquier caso tanto ellos como nosotros, a veces, nos sentimos abandonados por quienes deberían cuidarnos. Aunque los de mi generación tenemos menos problemas porque, cuando empezábamos a vivir, todo estaba prohibido, hasta hablar con el conductor y escupir en el autobús o el metro. También es verdad que éramos más ignorantes y pensábamos como Dikembe que era mejor inventarnos nuestras leyes que cumplirlas. La necesidad siempre dictará aquello que puedes o no puedes hacer. Al menos, a mí. Y si me tocara juzgar a alguien, a lo cual me niego, lo haría desde ese punto de vista, no con el código oportuno entre las manos.
Y nos volvimos a dividir el trabajo. Yo seguía con mi búsqueda de la plaza perfecta y él, abandonó las ganas de contactar con otro mafioso y se propuso encontrar otro piso, aunque cualquier agujero nos serviría. Quedamos en la puerta de la mezquita cuando el sol se empezara a ocultar. Llegué yo primero y sin solventar mi encargo. Él apareció también en las mismas condiciones. Siempre teníamos la opción de dormir al raso en el desierto. No nos preocupamos demasiado. Allí la temperatura no bajaba tanto y habíamos “heredado” de Emmanuel una manta que incorporamos a nuestro ajuar. Antes de que saliéramos de la zona habitada, se nos acercó un anciano y nos preguntó si conocíamos a un tal Emmanuel. Le dijimos que sí y nos pidió que le siguiéramos. En principio íbamos un tanto recelosos hasta que llegamos a un café que tenía mesas y sillas dispares en la calle. A una de ellas estaba sentado un hombre que, por su atuendo era muy difícil de reconocer. El viejo, a una distancia prudencial, nos señaló al desconocido y desapareció. Adama se le acercó mientras yo ataba a Hamal al poste de una techumbre, le ordené tumbarse sobre la tripa y me fui hacia ellos. Cuando llegué ya hablaban y me dediqué a escuchar. Citaban sin nombrarle a nuestro compañero de habitación. El extraño no tenía muy buena opinión de él y hablaba en pasado. Se quejaba de que había dejado una deuda que ya no podría cobrar. Adama, no es que le defendiera, pero como le agradecía la manta que nos había dejado, no tenía mal parecer del desaparecido. Era evidente que se usaba a Emmanuel para romper el hielo, ya que era lo único que teníamos en común con aquel hombre que escondía su cara con el típico pañuelo tuareg y unas gafas oscuras que, con el turbante y la llegada de la noche, hacían que su cara no existiera. La deuda de nuestro amigo, como dijo aquel personaje, tenía su origen en su pueblo y en un viaje que debía continuar hasta Europa. Y ese trayecto es el que nos ofreció recorrer a nosotros porque, aunque fuéramos dos, podríamos sustituirle ya que había más plazas vacantes. Y que nos costaría doscientos cincuenta dólares americanos a cada uno. Para convencernos nos habló de otra “agencia de viajes” que ofrecía el mismo servicio pero a mayor precio y, además, los organizaban muy mal. «Son unos chapuceros», fueron sus palabras. Y matizó: «Digamos que durante el trayecto hacen sufrir a los viajeros. ¿Entendéis?». Vamos que si entendíamos, perfectamente. Adama, con los recientes recuerdos de Abdelkader en la cabeza, se refirió al encuentro mantenido con él durante el cual nos ofreció ese mismo viaje. Y que su precio, mintió mi amigo, era sensiblemente inferior al que él pedía. Aquel hombre, estaba claro, no iba al grano, sino a embaucar porque, olvidándose de habernos dicho un  precio, nos explicó aquello que también nos contara Emmanuel, que en el fondo el precio lo ponía cada viajero, porque cada uno sabía lo que podía pagar y que no todos teníamos la misma ilusión y las mismas necesidades, amén de que los servicios durante el viaje se podían ajustar a las circunstancias personales. Vamos, que aquel hombre era un charlatán que pretendía liarnos más de lo que estábamos. Ahora recuerdo que conoceríamos a otro charlatán en España, este menos peligroso. Adama, aprendida la lección, le contestó «Si llevas tiempo en esto, sabrás que los que llegamos a Tamanrasset lo hacemos con una mano delante y otra detrás». Pero aquel tipo se lo negó: «Estás equivocado, chaval. Te sorprendería saber el dinero que traéis los viajeros». Y a continuación, quizás por hacerse con el mando de la conversación o por despistar, nos amenazó con una sencilla pregunta sobre quien era Adama y quien Dikembe. Satisfecha su curiosidad, Adama no se cortó un pelo y le preguntó por su nombre. No lo descubrió, pero añadió que podíamos llamarle Mohamed, que es tanto como aquí, en España, te dijera que le llamaras José. Luego miró a Hamal y preguntó si era nuestro. «Sí, es de este», contestó Adama, y agregó: «Es lo único que tiene y no se lo puede comer porque tendría que ir a pata, como todos. Pero que no se vea en la necesidad…». Entendí que mi amigo quería dejar claro que el animal era mío, que no teníamos nada más y que si alguien se lo quería comer, antes nos lo comeríamos nosotros. También, inteligentemente, dejaba abierta la negociación con el último pero. «¿No tenéis dinero?». «Poco». «¿Y esas túnicas?». «Robadas, como el camello». Y ahí salté yo porque me sentí ofendido, aunque Adama llevara razón: «De eso nada, Hamal es el pago a un trabajo que no cobré». Yo también tenía razón y me di cuenta en aquel momento ante esa mi contestación. Y mi enfado me llevó a contrariar a mi amigo al decirle que nos fuéramos. Pero no fue él quien recogió velas, sino Mohamed que con un tono amable trató de retomar el negocio: «Vamos, vamos, muchachos, que así no nos vamos a entender». Y mi amigo me frenó entonces al agarrarme del brazo. «A ver, ¿de cuanto dinero disponéis?». Al ver en peligro la venta tuvo que ir al grano. «Entre los dos doscientos dólares». «Con eso no tenéis ni para uno». A partir de ese momento, Mohamed no dejó de mirar a Hamal, es más, hizo una seña a otro hombre sentado a otra mesa que se levantó e hizo una revisión de dientes al camello. Cuando acabó, miró a su jefe y asintió con la cabeza. Este levantó el dedo en dirección a mí y me dijo: «Podrías pagar el resto con él, parece que está sano y es joven. Pero como has dicho lo que has dicho…». Y entonces Adama jugó las cartas que se había guardado para cuando hicieran falta. «Él no te ha hablado nada sobre el camello, he sido yo el que ha dicho que no se vea en la necesidad de desprenderse de él. El dirá sus condiciones…». Mi amigo me mandaba un mensaje, a la vez que la oportunidad de contradecirle. Ya habíamos tenido un disgusto por el tema y no quería otro. Creí entenderle y acepté el hecho que algún día tenía que ocurrir: «Por mi amigo soy capaz de renunciar a Hamal, pero cuando lleguemos al final del viaje. Todos sabemos lo que es el desierto y yo no estoy dispuesto a atravesarlo otra vez a patita». Mohamed salió entonces con que tenía que pensárselo y que se pondría en contacto con nosotros, pero nos adelantó, que, además del camello, teníamos que aportar, al menos, otros cien dólares más. En total trescientos. Adama no tardó en contestar: «Entonces nos tendrá que dar más tiempo para conseguirlos». «Tenéis todo el tiempo del mundo, a quien le interesa el viaje es a vosotros. Y si no encontráis forma de ganar ese dinero, yo os puedo ayudar también. Y ahora idos, ya está bien de charla». Y nos fuimos, claro. A partir de ese momento nos sentimos vigilados. Aunque esa sensación la compartiríamos más tarde al discutir sobre qué debíamos y queríamos hacer. Adama expresó su miedo si aparecíamos con todo el dinero sin más. Podrían pensar que habíamos mentido y que teníamos mucho más, y les saliera a cuenta darnos el último viaje y quedarse con Hamal y con el dinero. Teníamos que volver a representar nuestro número y hacer ver que teníamos ingresos. Porque, como ya habíamos sospechado no nos quitaban ojo. Por eso nos unimos en la búsqueda del escenario propicio. Y lo que no había conseguido yo en varios días, lo consiguió él en una mañana, frente a un hotel. Nos costó arrancar porque no nos hacían mucho caso. Y Adama, recordando al guía de Gao, me propuso que habláramos con el hombre que siempre estaba en la puerta del hotel. Iba vestido muy pulcramente al estilo árabe y se dedicaba a abrir y cerrar puertas, tanto del hotel como de los coches que llegaban ante él. Aunque lo curioso de su vestimenta era que llevaba una gorra de plato verde, como de militar, con una chapa sobre la visera donde se leía “HOTEL”. También ayudaba con las maletas de los turistas, todos en pantalón corto, tanto ellos como ellas, cosa que a mí me llamó mucho la atención. Pero sus mejores dotes las usaba para alejar argelinos de sus dominios y poner la mano para recibir propinas, aunque el “merci” y el “thank you” tampoco se le daban mal. El billete de un dólar, tan reconocible para nosotros, apenas se veía un instante antes de cambiar de manos. Era increíble la maña que se daba. Llegué a decirle a Adama que aprendiera a coger dinero rápidamente y se rió después de decir: «Si yo tuviera una gorra así, la llenaba». No puso buena cara al ver como nos acercábamos pero al ver el billete de dólar que Adama  sostenía entre dos dedos cambió el gesto. Mi amigo fue directamente al grano, aunque la conversación sufrió tres interrupciones de a dólar cada una. En un primer momento el portero se subió a la parra. Nos pidió la cuarta parte de los ingresos y se fue a cargar un coche con maletas y un matrimonio. Ese momento le dio tiempo a Adama para pensar. Volvió guardando algo por la abertura de la chilaba y Adama le contó preocupado que al señor Mohamed, el de los viajes, no le iba a gustar que participara en nuestros ingresos con menos. Esta vez fue un grupo que bajaba de un autobús al que se fue a atender nuestro futuro socio. Lo que en ese caso le sirvió a él para pensar en el tal Mohamed. «Está bien, Abdul no va a ser más que Mohamed. Yo me quedo con la misma parte que él». Otra interrupción la motivaron unos chavales que se pusieron a alborotar delante del hotel. Esta vez, no volvió tan contento, porque a falta de dólar, recibió sus mofas y chuflas. Le dije a Adama que le ofreciera un cinco porque eso sabía que no era mucho. Ya te he dicho que yo llegaba hasta el diez. Y eso hizo cuando volvió el espanta niños. «Vale, pero todos los meses un fijo de tres pavos». Adama aceptó, se dieron la mano y esa misma mañana empezamos a trabajar al otro lado de la carretera que separaba hotel y explanada. Ya te he dicho que tuvimos muy poco público y menos recaudación si cabe. Pero había que empezar y dar tiempo a Abdul para que hiciera su trabajo de relaciones públicas. Cada día congregábamos a más personal, uno o dos, no te creas. Pero la tendencia era al alza. También, durante esos días conseguimos localizar a nuestro particular vigilante. Ya ni se escondía, ni disimulaba. Un día hasta se acercó al corro que nos rodeaba y yo le saludé. Con la primera liquidación Abdul no quedó muy contento. Adama le contestó que eso era lo que había, que estábamos al principio de nuestra carrera artística y que tuviera paciencia. Y, además, que su trabajo consistía en eso precisamente, en mandarnos grupos, no matrimonios sueltos. Entonces, el portero cometió un error al descubrir una información que le perjudicaba. Si tratábamos con los guías de las excursiones, aquellos que manejaban la ruta y las paradas en los autocares, aumentaríamos los ingresos. Y eso es lo que ocurrió. Mi amigo, mientras yo hacía la compra, se quedaba en la explanada a la espera de que llegaran los autocares para dejar en el hotel a los excursionistas para que comieran. Allí les abordaba y les ofrecía las mismas condiciones que al portero. Unos aceptaban, otros decían que lo pensarían y los menos aceptaban. El motivo para tan pocos acuerdos era que ya no podían hacer más largas las excursiones, ni hacer más paradas. Adama convenció a alguno al proponerle que esa fuera la primera parada, ya que no se necesitaba la espera porque la representación se hacía ante el hotel. Podía decir a sus clientes que bajaran un cuarto de hora antes de salir y verían algo diferente y exclusivo para los alojados en el hotel. Ese buen razonamiento no se le ocurrió el primer día, y dio pie a que muchos de los que dijeron que se lo iban a pensar, aceptaran después. El lío lo teníamos nosotros que no sabíamos a quien pertenecía el dueño del dólar que nos soltaban los turistas. Pero eso tuvo solución. Y nos la dio nuestro vigilante. A los guías no les pagaba nadie. Por lo cual siempre aparecían a primera hora para controlar a sus clientes y contar a aquellos que nos soltaban la gallina. Ellos nos hacían la cuenta. Adama separaba desde el primer día de mes los dólares que nos pagaban. Así sabía la recaudación del mes. Pero como no sabíamos contar, tuvo la idea de involucrar en las cuentas a nuestro supervisor. Un día, mientras volvía solo, entabló conversación con él al hacerle una trampa mientras le seguía. Le preguntó si sabía contar y el chaval le dijo que por supuesto, que había asistido a la escuela hasta hacía bien poco y eso porque se tenía que ganar la vida, si no, hubiera seguido con los estudios. Entonces le propuso, escondiendo el motivo, que hiciera de notario ante los guías y el portero. Entonces Adama descubrió que Brahim también trabaja para este último porque le había encargado contar a los que salían del hotel y hablaban con él mientras les indicaba y mandaba hacía nosotros. Con ello se ganaba un dólar al mes, y como tenía que estar allí de todas maneras, no le costaba trabajo. Quedaron en contar todos los días lo recaudado y que el otro lo apuntara para luego a fin de mes cuadrar las cuentas. También se tenía que encargar del calendario y avisarnos cuando acababa un mes y empezaba otro, porque nosotros no teníamos ni idea del día en que vivíamos. Ni falta que nos hacía. Aunque eso me pasa a mí también ahora, que ni sé en qué día ni en qué hora vivo. Y te diré que son las dos de mañana, supongo, porque fuera no hay más luz que la de las farolas. Por eso cierro esta carta y ya seguiremos. Un saludo,








Imagen 1. Lo siento, he perdido el enlace por un cuelgue del PC y soy incapaz de encontrar la imagen otra vez porque la recorté un poco..

Como hacer el sandwich de patchwork

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Aunque no ha acabado el año, os diré que ha sido en el que más quilts he hecho, con diferencia.

Si logro acabar éste, serán siete los terminados.

Si me empeñara, podría acabar alguno más, pero no se trata de eso, quiero disfrutarlos.

Bueno, vamos al lío, sobre como hacer el sandwich de patchwork, la verdad es que las instrucciones me las ha dado Beatriz, y, en este caso, he sido fiel.

¿Empezamos?

No he hecho foto, pero lo primero que hago es colocar la trasera con el derecho tocando el suelo y sujetarla bien tensa con cinta de carrocero.

A continuación, pongo la guata, en este caso 50% algodón 50% sintética y, si tengo, uso pegamento en spray.

Como se me había acabado, estuve tentada de echar laca del pelo, pero al final la reservé para el moño de las fiestas que se aproximan. 


Descartada la idea loca, ponemos el top bien estirado


Ahora viene el trabajo de riñones.

Lo primero y partiendo del punto medio: hilván hacia arriba.

Volvemos al punto medio: hilván hacia abajo.

Volvemos al punto medio: hilván hacia la izquierda.

Volvemos al punto medio: hilván hacia la derecha.

Volvemos al punto medio: hilván en la diagonal superior izquierda

Volvemos al punto medio: hilván en la diagonal inferior derecha

Volvemos al punto medio: hilván en la diagonal superior derecha

Volvemos al punto medio: hilván en la diagonal inferior izquierda

Cuando ya crees que lo tienes todo hecho, noooooo, con cada cuadrante hay que hacer lo mismo que hemos hecho con el top. Si, cuatro veces más.

Si tus riñones aguantan, te pones de pie.

La verdad es que ayer lo empecé a acolchar a máquina y es un gusto porque las capas están muy bien sujetas y es una gozada trabajar así.

En la primera foto que aparece en el post, que no la he explicado, os presento los únicos elementos que son necesarios para tirarte al suelo: agujas, tijeras y dedal.

Si, ya sé que hay un "artilugio" y querréis saber lo que es. Es un contenedor de agujas enhebradas (las enhebras tú como quieras). Tiene una capacidad de hasta 10 agujas y es comodísimo para labores de este tipo. Enhebras todas de tirón y luego es coser y cantar. Un decir.

El aparatito fue un descubrimiento de Marta que se lo vi en el costurero el día que la conocí y fue amor a primera vista, si con Marta también.

Hoy estamos de kedada prenavideña, mejor no salgáis por Madrid que tenemos mucho peligro.

Y sigo coso que te coso...

Mantel navideño

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Cuando hice los adornos para el árbol, se me ocurrió que bien se podían emplear para otras cosas, como por ejemplo para adornar un mantel.

Y aquí lo tenemos.


No me podéis decir que no es lucidito.

¿y qué me opináis de la trasera?



Con ositos navideños.

Os tengo que contar un secreto, desde que hay mug rug, tuch rug, manteles de media tarde, hago los manteles del tamaño que me salen.

En este caso es de 21,5 x 30,5 cm.

Ahora, llamadlo como queráis.

Por eso le he titulado "mantel navideño"

Yo no miento.

Y sigo coso que te coso...

Kedada Navidad I. Amigo invisible.

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El martes fue la kedada navideña, y esta vez el amigo invisible era una funda de cuaderno.

Como estoy en momento lanas, pensé que ese sería el material a utilizar.

Y una ovejita que nos ha pegado el vicio Bea.



En las uniones de las telas, unas puntaditas escapulario.

No lo puedo evitar con los tonos otoñales y el mostaza que me pierde.



Por dentro una tela africana, que le da mucha vida.




Además, si el cuaderno se usa en verano, igual las lanas dan un poco de calor.... Como es reversible, le damos la vuelta y punto.


Un separador con un chupete, que se puede poner a la oveja si le da por balar.

Siempre esperamos a que llegue Marta F, que, por motivos laborales es la última que se incorpora, y nerviosas como niñas. metemos los regalos en un saco mágico que llevo al efecto, lo vamos pasando y sacamos un regalo cada una.

A mi, me ha tocado el cuaderno con funda de Puri, fijaos que preciosidad:


Está hecha con batiks, que también me rechiflan, es simplemente preciosa y el acabado, como siempre, un lujo.

Me encantan las flores con volumen, las hojas, los botones de nácar.... Preciosa.




La de Puri, perdón la mía porque me ha tocado a mi, lleva puntadas decorativas, que no sé si se aprecian ampliando imagen.



Ahora vamos a hacer una vista rápida de todas las fundas de cuadernos.



Ahora, de izquierda a derecha, de arriba a abajo, quién las ha hecho: la primera yo, la segunda Elena, la tercera Puri, la cuarta Marta P, la quinta Isabel, la sexta Charo,  la séptima Marta F, la octava Montse y la novena Beatriz.

Os invito a pasaros por sus blogs y ver con detalle cada una de las fundas.

Hubo más sorpresas pero mejor lo voy a dejar para mañana porque la entrada de hoy se me ha ido de las manos.

Y sigo coso que te coso...

Kedada II

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Dicen que segundas partes nunca fueron buenas, pero lo vamos a intentar.

Ayer os contaba del amigo invisible, pues bien, hoy, voy a hablaros de la kedada del martes 13.

Aunque colgué las fotos en Facebook el mismo día, como no todos las habréis visto, aquí va como muestra un botón.

Por si alguien no nos conoce, no os preocupéis, que me voy chivando.

De izquierda a derecha: Marta, Isabel, Puri, Beatriz, Yo, Elena, Charo y Montse.

Falta Marta F que se incorporó más tarde y Lola que no pudo asistir.

La verdad es que rara es la vez que "alguien" no lleva "algo" fuera del guión.

Las demás encantadas, no os vayáis a creer.....

Una vista aérea de los regalos.


Esta vez el fotógrafo no se ha portado, le pedí foto individual y ha debido de haber un mal entendido, porque otra cosa... no, para nada.

Menos mal que ayer ya los enseñaron estupendamente mis amigas.

Bueno, a la izquierda un broche monísimo hecho por Marta P, y hubo mucha guasa porque hizo todos iguales (mirando a la derecha) y el mío mirando a la izquierda porque yo todo lo hago al revés que las demás y siempre a la izquierda.

En el centro un recortable de los antiguos, que nos llevó Bea, me tocó una niña monísima, requetemonísima. También mucha broma con la que le tocaba a cada una, que si pobre que si rica, que yo no quiero la que lleva la fregona...

Y a la derecha, una pena porque se ve fatal una galleta hecha por Elena. Ya sé de alguna que se la ha comido, la mayoría la han colgado en el árbol, pero yo estoy pensando -como apuntaba alguien que no pienso desvelar- que igual con el trasiego de casa se la come cualquiera y no la pruebo, así que he decidido que va a ser el desayuno de hoy.

Ya tenemos fecha para la kedada del mes que viene, ya tenemos en marcha otro quilt muy divertido (nadie ha dicho nada, así que yo no cotorreo que luego todo se sabe). 

Pero, como algo tengo que contar, os diré que el próximo amigo invisible va de cuentos. Os digo que son muy cuentistas, yo no ¿eh?

Y sigo coso que te coso...

Mellicestas

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A pares, como a mi me gusta, si señor!!

Un encargo para una madre y una abuela.

¿No creeréis que están vacías?


Para nada, llevan dentro su cojín de semillas "a conjunto"


Y se van a Rumanía que allí es donde van a trabajar y decorar.

Un bonito regalo para estas fiestas.

Un bonito regalo porque tú lo vales.

Y sigo coso que te coso...

The maker's quilt

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Ya sabéis, y si no lo sabéis, para qué estoy yo, que Beatriz propuso un juego intercambio para realizar durante 2016.

Se trataba de hacer un bloque mensual del tema que cada una eligiera y, por sorteo, a cada una le tocaría recibirlos todos juntos en un mes concreto.

Los míos llegaron en el mes de marzo y he estado madurando, hasta ahora, que ya me vale, como hacer el quilt.


¿Qué os parece?

Yo estoy encantada, bueno, ahora más porque he seguido unas recomendaciones de Marta y he seguido añadiendo y ya veréis, ya....

He añadido un bloque porque me apetecía que fuera de 3 x 3


Un intento de reproducir el logo y poner el CosoQueTeCoso con botones.

La siguiente vez ya estará, como mínimo el top completo.

Hay fecha para acabarle y es la Kedada del Retiro de 2017.

Lo digo por si alguna se despista, ejem, ejem.

Prometo que lo voy a intentar y va a ser uno de los buenos propósitos del año que viene.

Y sigo coso que te coso...

CAP. 32 . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Andanzas y tropezones de Dikembe Biyombo

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Enlace a LISTA DE PERSONAJES











De cómo comprar un mapa sin que nadie se entere


omo te decía, a los guías no les pagaba nadie. Vivían de las propinas y de las comisiones que les daban los comerciantes de las tiendas donde llevaban a los grupos. Operaban en connivencia con los recepcionistas de los hoteles a los que también les llegaba su parte. También algún agente de viajes se beneficiaba bajo cuerda porque las empresas en las que trabajaban organizaban las excursiones. Las agencias sacaban suficiente con aquellas que diseñaban a medida para los turistas más adinerados que no querían ir en grupo como borregos, sino a su aire. De alguna manera sacaban pingües beneficios de muchos que querían significarse y no ser confundidos con sus iguales. Durante todo ese tiempo no fuimos capaces de encontrar un lugar de nuestro gusto donde dormir. Hasta que se lo comentamos a Abdul que también resultó ser dueño de un aprisco a las afueras de la ciudad. Nos lo ofreció por cinco dólares al mes que Adama consiguió rebajar a tres. Firmado el contrato de alquiler con un apretón de manos, esperamos y seguimos al portero esa noche. El lugar no era el palacio de un califa, pero sí un sitio fuera de las calles y del desierto donde cobijarnos. Una verja que parecía un somier funcionaba de puerta y daba paso a un rectángulo de tierra con un chamizo en su centro. Nos dijo que podíamos hacer fuego, eso sí, fuera de la enramada, y usar cualquier cosa que hubiera por allí, aunque no se veía mucho trasto por el medio. Le preguntamos por el agua, él nos había vendido que la tendríamos cerca. Nos explicó que siguiendo el camino, en la primera hondonada, había un pozo que tenía hasta un pequeño brocal con cubo. Eso sí muy visitado por el día por camellos y camelleros, pero que nosotros no destacaríamos por el nuestro. A Hamal pareció gustarle el hotel porque, antes de que se fuera Abdul, ya había encontrado un lugar donde asentar sus reales. Esa noche solo limpiamos por encima el rincón donde dormiríamos. Ya tendríamos tiempo y luz para más. Lo del fuego nos gustó porque podríamos cocer algo y comer caliente, aunque fuera por las noches. Incluso hacer té que a Adama le gustaba mucho si estaba muy dulce, como cualquier otra cosa. Con todo ello entramos otra vez en una etapa tranquila y ordenada. Y cumplimos aquel deseo de cenar caliente que, para nosotros, era un verdadero lujo. Y por supuesto, ni la sal ni el azúcar nos faltaron. El té lo hacíamos en una lata que encontramos y la comida en una perola de barro que compramos con tapa y todo. El primer día que le dio el fuego cambió de color y se puso como nosotros. Lo vimos al día siguiente que, para desayunar, calentamos los restos de la cena. El  agua  lo  
cogíamos por la noche, al otro lado de la loma, muy cerca como había dicho Abdul. Apenas había gente a esas horas, y había días que no encontramos a nadie. Un día, después de pasar el bote tras el espectáculo, se nos acercó Brahim y nos dijo que Mohamed quería vernos esa misma tarde y en el mismo bar. Nos extrañó porque para nosotros estaba todo hablado hasta que dispusiéramos del dinero oportuno. Comimos, descansamos y nos acercamos al lugar de la cita, sin muchas prisas, con cierta curiosidad y con mucha precaución. Tanta, que dejamos el dinero enterrado en nuestro jardín. Mientras Adama lo enterraba, yo vigilaba por si alguien nos veía. A mi amigo le daba mala espina la llamada del mafioso: «Me da que este quiere más dólares, verás». Y tenía razón. ¿Qué iba a querer si no? Entre las informaciones verídicas que nuestro supervisor le pasaba, veraces porque Brahim no se la podía jugar, y el resto de informantes, entre ellos el propio Abdul, Mohamed había deducido que la cosa no nos iba mal, a pesar del reparto de ingresos. Había olido, que, si bien la lata no se llenaba todos los días de billetes estadounidenses, sí caían los suficientes para que no fuera un mal negocio. Por ende, no tendríamos mucho problema en pagar la última suma que nos pidió. Según él, las circunstancias políticas y militares habían cambiado en los últimos días y, en consecuencia, los pasajes habían experimentado una variación al alza. «Ya os dije que los trescientos no eran seguros y que tenía que pensármelo. Ahora son doscientos por cabeza más tu camello, claro». Esto último no había variado. Nunca pensé que Hamal tuviera tantos novios. Y me atreví a preguntar cuanto habría que pagar para quedarnos con el animal. Pero no me contestó Mohamed, sino Adama: «¿Todavía no te has dado cuenta de que han echado el ojo al camello porque saben que no te lo puedes llevar a Europa? Da igual el dinero que puedas ofrecer, dinero que no tenemos, porque siempre estará incluida la coletilla: ‘más el camello’». Después de intentar abrirme los ojos, Adama trató de cerrar con nuestro agente el nuevo precio. Desconfiaba de que no hubiera más subidas. Y lo hizo de una forma muy decidida y directa: «Bien, ¿cuándo pagamos y cuándo salimos?». A Mohamed no le gustaron esas prisas ni esas exigencias. Y argumentó que aquello no funcionaba así, que cuando surgiera la ocasión para viajar se nos comunicaría y añadió con retintín: «Por medio de vuestro amigo el vigilante». Que no nos durmiéramos porque podía ser cualquier día y a cualquier hora. Incluso de urgencia porque se dieran las circunstancias oportunas. Y acabó haciéndose valer: «No creáis que no hay que trabajar para montar estas excursiones». Adama se había dado cuenta que había metido la pata al haberle ido con exigencias a nuestro agente de viajes. Y con un aire más humilde le preguntó si se podía saber cuanto podía faltar, más o menos, para nuestra partida, porque todavía no teníamos el suficiente dinero. «Entonces, ¿para qué vienes con esas prisas? Cuando lo tengáis podréis decir algo, mientras tanto a callar. Y ahora idos». Durante el camino de vuelta a casa la cara de mi amigo cada vez reflejaba más su preocupación. Cuando llegamos le pregunté y él contestó: «Nos van a exprimir, Dikembe». Sí, nos iban a sacar hasta los ojos. Los mafiosos eran tan listos como avariciosos. Querían todo aquello que tuviéramos y pudiéramos producir. Por eso el precio iba a subir cada vez que nos viéramos con Mohamed. Ellos no tenían prisa, no les costaba nada esperar. Nosotros éramos quienes teníamos el tiempo en contra. Ellos sabían que íbamos a conseguir el dinero. Lo extraño es que todavía no nos hubieran pedido una señal para reservar los pasajes. Pero todo se andaría. La competencia había sentido la baja de Abdelkader y todavía no le habían encontrado sustituto. Y eso también lo sabían. Teníamos que pensar en algo porque aquella gente nunca iba a tener suficiente, siempre querrían más. No querían una parte del pastel como Abdul, querían la tarta entera, como sufrían todos aquellos que hacían tratos con ellos. Habíamos tenido suerte al dejar fuera de combate al enterrado en el desierto, pero con Mohamed no íbamos a tener la misma fortuna. O la misma desgracia, según como lo vieras. No nos desharíamos de él. Era como un cocodrilo que cuando muerde una presa no la suelta hasta que no da el giro de la muerte y la despedaza. Con esos pensamientos y deducciones me entró de nuevo el terror en el cuerpo porque el miedo le sentía todos los días. Lo cierto es que no podíamos vivir tranquilos durante mucho tiempo. Hoy creo que sin la ignorancia que nos sobraba y la inocencia que todavía nos quedaba no hubiéramos podido salir adelante. Durante esa etapa y las siguientes esos ojos soñados se me olvidaron, aunque no para siempre, menos mal, porque después empecé a sublimarlos. Decidimos seguir como si nada pasara ni pensáramos. Nadie debía notar los recelos que había levantado la última entrevista con Mohamed. Los dos, Adama y yo, conocíamos la solución, pero ninguno la expresa en voz alta. De hecho, nunca la explicitaríamos, ni cuando la llevamos a cabo siquiera. Sí hablamos de la forma de llevar a la práctica esa resolución consensuada en silencio. No podíamos adquirir de golpe grandes cantidades de alimentos, llamaríamos la atención de aquellos soplones, porque sabían que comprábamos a diario. No sentíamos resquemor por Brahim, él tenía sus problemas y nosotros los nuestros. Además, aunque interesadamente, nos había ayudado. Decidimos engordar la despensa poco a poco sin que se notara. Lógicamente, los comestibles no podían ser frescos, pero eso nos daba igual. A los dos nos chiflaban las galletas, sobre todo a Adama si llevaban azúcar o miel por encima. También acudimos a los frutos secos, sobre todo nueces, que no abultaban mucho y saciaban el hambre, como las de cola, de mondongo, de boabab y de madula.  Cambia-
mos la costumbre de comprar una vez cada día por días alternos, así, con la mayor compra pasaría desapercibido el volumen de más. Nadie se extrañaría porque ya teníamos casa donde dejar los alimentos. Y comprar frutos secos era normal para picar durante el día. No nos fiábamos ni del tendero. Se nos planteó un problema logístico. ¿Dónde almacenar las provisiones? A este que te escribe, tan lúcido como siempre, se le ocurrió que las enterráramos. Menos mal que Adama no era tan soso como yo. «Dikembe, ¿pero no sabes que estas frutas son semillas?». Pues no, no lo sabía, ni tenía porqué. Me imagino haberlas enterrado y que hubiera florecido un árbol nuevo cruce de todas las simientes. Todavía me río, aunque la cosa no hubiera tenido ninguna gracia después de todo el esfuerzo. Tampoco podíamos dejarlas en el suelo porque entonces las hormigas se las hubieran llevado, créeme. Así que compramos una tela, que podía ser para dormir o cualquier otra cosa por el estilo, echábamos en ella la compra y hacíamos un hato que anudábamos y colgábamos dentro del chamizo. Luego los tapábamos con ramas por si a alguien se le ocurría echar un vistazo dentro. También, todas las noches, no sé porqué, desenterrábamos el tesoro, le uníamos la recaudación del día y volvíamos a enterrarlo. Aunque poco tiempo pasó hasta alegrarnos de nuestra decisión. Y acertamos de pleno. Porque verás, una tarde, casi noche, al volver de la compra Adama y yo solos, a Hamal le habíamos dejado en nuestro jardín, nos salieron al paso en un descampado, ya cerca de casa, media docena de jóvenes. Unos mayores que nosotros y otros, más o menos, de nuestra edad. Algunos llevaban unos buenos garrotes que lucían con gestos chulescos y uno, quien habló, además, un cuchillo muy ostentoso metido en la cintura de sus pantalones. No se conformaron con quitarnos la compra, también se llevaron parte de nuestra ropa y nos instaron a entregarles todo lo que llevábamos, que por suerte y por la precaución de Adama, no fue mucho: las vueltas de la compra y poco más. Por supuesto, se lo entregamos todo sin rechistar y, como autodefensa, nos comportamos más acojonados de lo que estábamos. Después de que nos cachearan ninguno de aquellos esbirros pareció defraudado por el botín. Ninguno protestó por el escaso botín. Por lo que dedujimos que no era un atraco, sino una operación de reconocimiento o intimidación. Fue el único susto que sufrimos mientras hacíamos acopio de todos los productos que creíamos necesarios para nuestro viaje por libre. También compramos dos mantas nuevas y las viejas las usamos como toldos para resguardar a Hamal del sol. A Adama se le ocurrió comprar un mapa. Dijo que nos serviría de mucha ayuda y yo accedí por ignorancia y porque confiaba en él.  Pero el problema era donde y como adquirirlo. Brahim no nos quitaba ojo de encima y tampoco sabíamos si en las tiendas también tenía ojos aquella mafia. Y claro, si nos veían comprar ese tipo de cosas, saltarían todas las alarmas y se volverían contra nosotros. Salvo que la atención estuviera fijada en otra cosa. «¿Pero en qué?», preguntó mi amigo. Le contesté que en Hamal. Y le expliqué lo fácil que era que un camello llamara la atención o metiera el miedo en el cuerpo a la gente. Por lo que solo quedaba localizar una tienda donde vendieran ese tipo de cosas. Dedicamos las tardes a recorrer calles que no conocíamos, como si paseáramos, en busca de algún comercio donde viéramos un mapa. No éramos tontos, sino ignorantes, porque ese lugar lo teníamos enfrente todas las mañanas: El hotel. Pero no lo sabíamos. Al final quien se lo imaginó, o lo dedujo, fue Adama, al ver como más de un turista desdoblaba el suyo y lo consultaba. Pero claro en el hotel de Abdul no podíamos entrar, era como ir a decírselo a Mohamed. Así pues tuvimos que elegir otro. No nos costó encontrarlo. Al día siguiente, durante la comida hicimos los planes. Y salimos un poco más tarde. A partir del encuentro con aquella pandilla, no volvíamos nunca a casa sin sol y siempre acompañados de Hamal. Cuando íbamos a abandonar las calles, si íbamos andando, nos subíamos los dos y hacíamos el último tramo hasta llegar a casa montados en él. Eso se me ocurrió a mí. A dios lo que es de dios y al Cesar lo que es del Cesar. Mientras caminábamos hacia el hotel le dije a Adama que no comprara él el mapa, que se lo pidiera a un o una turista con la excusa de que a nosotros no nos lo querían vender. Así si el recepcionista pertenecía a la nómina de Mohamed, nuestra compra pasaría inadvertida. «Buena idea Dikembe. Pero tendrás que alargar la locura de Hamal». «Por eso no te preocupes, Adama». De nuevo los juegos con el camello me ofrecieron la oportunidad de salir de un apuro. Ahora me parece mentira la cantidad de asuntos que resolvimos, y resolví, gracias al juego con el mehari. Aunque después de leer y ver documentales sobre la vida animal no me extraña, porque el juego es la única manera que tienen los cachorros de parecerse a sus padres. Y si no, obsérvalo. Bon, que nos encaminamos  hacia el hotel seguidos por Brahim, como no. Tanto les interesaba vernos como que supiéramos que éramos vistos. Y he de reconocer que la presión funcionaba a las mil maravillas, aunque nuestro vigilante también fuera nuestro contable. Antes de llegar nos separamos Adama y yo, como si fuéramos a diferentes lugares. Dio la casualidad que yo fui el seguido, acaso porque iba con Hamal. Aunque en realidad no importaba mucho porque yo esperaba que en un momento determinado todo el mundo miraría al camello. La calle del hotel no era muy larga, pero sí lo suficiente para que hiciéramos el numerito. Bon, en este caso solo el animal, porque yo me limitaría a sorprenderme y asustarme. A mí era el juego con el que más disfrutaba y era el que más le había costado aprender a Hamal. No habíamos incluido este sketchen nuestra representación por miedo a que algún turista se asustara y pudiera salir golpeado. Pero en aquella ocasión, si se producía alguna situación no deseada, no afectaría al negocio y parecería fortuito. Y hasta podría venirnos bien. Era muy simple, consistía en lo siguiente: Yo gritaba: «¡Está loco!», y Hamal empezaba a actuar como tal, es decir, corría, se paraba, se volvía, se tiraba al suelo, iba de un lado a otro sin orden ni concierto, berreaba e incluso echaba baba espumosa por la boca. Hasta que yo no le silbaba no paraba. Y todo eso ocurrió en aquella calle cuando vi a Adama que se acercaba a la puerta del hotel. La gente que pasaba por la calle se pegó a las paredes de los edificios, unos se metieron en los comercios y en el hotel. Los que venían hacía nosotros se pararon y por supuesto todos miraron al animal que corría y berreaba de un sitio para otro. Quienes mejor lo pasaron fueron un par de grupitos de niños que, ajenos al peligro, reían con la reacción del camello que menos mal no causó ni daño ni desperfecto alguno. Al fin y al cabo, para él era un simple juego. Cuando al rato vi salir a mi amigo, silbé y el espectáculo concluyó. La vida en esa calle volvió a la normalidad si bien, cuando sujeté la jáquima al camello y empecé a andar con él todo el mundo se apartaba, excepto los chavales que se acercaron para mirarle más de cerca y preguntarme qué le había pasado. Les contesté que no sabía, les sonreí y seguí mi camino. Cuando nos encontramos Adama y yo me dijo con una sonrisa en los labios: «Todo bien. Pero menuda la has liado». «Yo no he sido, ha sido él», contesté divertido y seguro de que nadie en aquella calle había advertido la presencia de Adama en el hotel. Al final, el plano lo había comprado un botones al que convenció mi amigo con uno de
nuestros billetes. Poderoso caballero es don dinero. Cuando llegamos a casa me lo enseñó y lo desplegamos. Aunque impreso en blanco y negro, era precioso. Yo leía cosas en francés y hasta aparecía la Méditeraneé y l’Espagne. Aquel papel se convirtió en un tesoro que ocultábamos a todo el mundo. Nadie lo vería jamás en aquella ciudad. Estaba a la altura del dinero, y junto a él lo enterramos. Al visualizar parte de Europa la decisión adoptada por Adama tomó más peso. Quería llegar allí como fuese. Y yo la racionalicé. Fui consciente de mi deseo de salir de África, porque Europa existía. Ya lo había visto. Todas las noches, al desenterrar para volver a enterrar todo el dinero junto, lo sacábamos y nos regodeábamos con el camino a seguir. Y hasta localizamos Tamanrasset a la luz de una vela. Y ese punto quedó marcado por una mancha que hice yo al señalar en el mapa para indicárselo a Adama. Fue lo primero que buscamos juntos. Bon, lo primero que nos preguntamos donde estaba en el mapa, porque él no sabía leer y a mí me costaba lo mío. Nos llevamos una gran alegría al encontrarlo. Fue una sensación muy curiosa aquella de 'saberse allí'. Y ese primer día con mapa nos acostamos más tarde por su culpa. Ahora, cuando veo a alguien con cara de tonto y absorto, con la mirada fija en un mapa me viene a la memoria la cara de Adama durante aquellas noches. Como no teníamos conocimiento sobre el concepto de escala nos teníamos que imaginar las distancias que en el papel aquel se reflejaban. Aunque nos daba igual. Sí nos llamó la atención que hubiera más pueblos junto a la zona del mar que no alrededor de Tamanrasset, por lo que llegamos a la conclusión que en la zona central de Argelia estaba el desierto, porque sabíamos que había que cruzarlo para llegar a Europa. Quizá sea por esas vivencias que me gustan tanto los atlas geográficos. Tú lo sabes bien, porque me has regalado más de uno. Recuerdo tus palabras: «Europa ya no es como era. Toma». Y eso me hacía preguntarme cómo cambiaba el orden mundial de los países y la rapidez de esos cambios. Si no fuera por las guerras, es fascinante lo fácil que aparecen nuevos países y desaparecen otros. Cómo se mueven las fronteras. Un ejemplo es el mío, bon, de mío tiene poco porque tampoco tengo muy claro donde me parieron ni quien es mi padre. Menos mal que Mayifa me dio unos orígenes que, aunque inventados o reales, me sirvieron para no caer en una de esas milicias entretejidas con odios, fanatismos y exclusiones extremistas. Allí es donde acababan la mitad de los críos que son arrancados de sus hogares como creo que le pasó a Adama. Los otros eran como yo, niños sin pasado, sin presente y sin futuro a los que les daban drogas y un arma, y les decían que se hicieran con lo que era suyo en nombre de algo que no sabían ni qué era. Y hoy ocurre lo mismo, pero por otros motivos muy diferentes y más cercanos a mis problemas de identidad. Si no te sientes perteneciente a un grupo te juntas con quien sea. Y más si eres un adolescente al que le das un motivo para vivir o morir. Porque eso es lo que hoy ocurre todos los días aquí, entre nosotros. Personas que viven en sus países con la nacionalidad alquilada porque sus padres han mantenido su cultura, extraña a la que sus hijos están inmersos, y por la que, precisamente, son rechazados. No son de ningún sitio. Donde han nacido les llaman extranjeros y de donde vienen no les conocen. Gentes que no ven una mínima oportunidad de futuro, que se sienten acorralados y hasta enemigos de sus paisanos, de aquellos otros jóvenes que les niegan el saludo y les marginan, como las propias autoridades. ¿Cuándo se enterará el primer mundo que la mejor arma contra la violencia y el terrorismo es la educación? Pero la de todos, hasta de los que se creen educados. Un ejército de maestros mandaba yo y me quedaba con la soldadesca para que buscara en sus propios países a los hipócritas que trafican con las armas que matan, cuyos beneficios viven en paraísos fiscales o no, creados por esas mismas gentes que se dicen soporte de una sociedad que se sabe avanzada para cualquier cosa que les beneficie, sin que les importe el precio que otros pagan. Son los daños colaterales de los negocios genocidas. Sí, me acabo de enfadar. Estoy cabreado por las noticias que oigo en los medios y en la calle. La cantidad de inocentes que pagan con su vida, o simplemente con su bienestar, la avaricia de un sistema de vida que alimenta el odio a cambio de poder, que alimenta la confrontación en busca de votos, porque si hay “malos” a los que matar, tendrá que haber “buenos” que los maten. Y claro, esos “buenos” son ellos, a los que debes tú tu puesto de trabajo, si es que lo tienes, a los que debes tu felicidad, tus vacaciones y tu tranquilidad, si es que las disfrutas, y si no, es por tu culpa, por haber estudiado la carrera equivocada, el máster equivocado y el posgrado erróneo o haber confundido la vida con un juego que podías ganar. Hay que hablar idiomas te dice el gobernante de turno que solo habla, y mal, tu idioma. Pero claro, siempre que no pertenezcas a una minoría. Esos grupos estorban porque no aceptan la globalización, porque están a gusto y orgullosos de ser diferentes. Y ya sabes, si sacas la cabeza, te la cortan. Déjame que me desahogue, incluso que llore si me dan las ganas por tanto niño ahogado y no solo en el agua, en su propia hambre, por sus propios padres o por las lágrimas de los que piden consuelo. Acabo de dar un grito sin dejar de escribir, que supongo ha sorprendido a la vecina, porque doña Carmen me tiene por un profesor sesudo y educado. Pobre mujer, qué engañada está. Cuando veo el mundo desde esta perspectiva, me convierto en otro animal más, en otro terrorista que arramplaría con todo y con todos. No sé cual es el mecanismo que nos permite a los humanos vivir con estas contradicciones, pero bienvenido sea, porque si no, sería imposible intentar ser un poco justo y engañar a nuestros jóvenes con la posibilidad de alcanzar una felicidad material y que, de adultos, no podrán comprar ni aquellos que se fuguen a esos paraísos donde solo existe el dinero o el poder. Sí ese poder para hacer con el dinero lo que quieras, hasta comprar conciencias a precios de ganga y pujar por dignidades en almoneda. Si somos capaces de vender honestidades y subastar honras más vale que no nos juzgue nadie. No merecemos la pena porque somos una especie fallida. Y, desde luego, no me mueve el pesimismo porque me declaro utópico convencido. Pero los hechos que yo conozco me muestran una realidad, sin negar que haya otras, con la que no me alineo. Aunque otros, como ya te he dicho, lo hagan. Sí, que hagan cambiar el mundo a base de matar a una mitad para que sea feliz la otra mitad, la suya. Y, después, ¿qué, a ser felices sin nadie a quien odiar? Por propia definición y por la experiencia nazi es una solución que se autodescarta sola. Lo siento. Me he ido arriba y me he olvidado del objeto de estas cartas, aunque motivos hay para distraerse de cualquier objetivo. Pero sigo sin explicarme cómo una vida puede ser ilegal o alegal. Hay días que me entran ganas de desandar el camino, de buscar a Hamal y dedicarme a jugar con él por el Sahel. En serio te lo digo. Sin ver, sin oír y sin decir nada. Como verás tanto las personas como sus sueños cambian y yo no me he librado de esa metamorfosis. Y aquí lo dejo porque lo tengo que dejar, si no esta se va a convertir, si no la he convertido ya, en un mitin sin valor alguno, en un brindis al sol. Un saludo,




No quería dejar de aprovechar estas últimas palabras de Dikembe, porque a mí, al leerlas también se me ha acelerado un tanto el pulso. De hecho tengo una nota de cuando leí esta carta por primera vez, referida a la defensa de los muros que separan los mundos y a las personas: Las vallas son neutras, no son asesinas, como quienes las fabrican, a pesar de estar dotadas de elementos contra quien quiera traspasarlas para herirlos o matarlos: cuchillas, "concertinas", altura, anti-escalada, etc. Los asesinos son quienes deciden usarlas para evitar que otras personas, tan dignas como ellas, puedan moverse libremente y busquen no ya el lujo, sino un trabajo para sostener a una familia que se ve obligado a abandonar y que en equis meses se morirá de hambre. Y, encima, esos asesinos tienen la desfachatez de acogerse a la defensa del bienestar de sus gobernados. Porque no es equiparable una vida a un bienestar. Y yo estoy seguro que algunos, o muchos, de esos votantes que les han puesto ahí, no se sienten precisamente bien por la existencia de esas vallas. Eso sí cuando les recuerdan que están ahí para lo que están. Erigidas por asesinos para disuadir a cualquiera que tenga necesidad de saltarlas. No, ni los muros ni las vallas disuaden, está más que demostrado, pero si pueden matar y evitar que muchos peleen por la vida de otros. Eso lo saben hasta los chinos.






Imagen 1. Foto bajada de www.laaventuraeslaaventura.com
Imagen 2. Foto bajada de elrincondedario.blogspot.com.es
Imagen 3. Foto bajada de www.algerieprofonde.net

Reciclaje camisas

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Que está todo inventado lo sabemos, claro que si.

Pero que nos gusta comprobar que podemos hacerlo también.

¿Cuantas veces habré visto los puños de las camisas convertidos en carteritas porta objetos?

En estas fechas, a veces, tenemos que dar dinero a alguien, o queremos tener un detalle con unos auriculares, ¿qué mejor envoltorio que un puño de camisa?

Igual piensan que les estamos mandando a freír puñetas. 

No, no es eso, nosotros las cosemos que no las freímos. Mucho más divertido.

Al puño de la izquierda le he cosido un botón más, en la parte de abajo, así he hecho la carteritamonederocontenedordecosas más chiquitito.

Ahora me han dicho que también de los cuellos se obtienen estuches, habrá que probarlo y, como no, enseñarlo, pero eso será otro día.

Y sigo coso que te coso...



Seguimos reciclando

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No me gusta hacer la pelota pero hoy no tengo más remedio.

Muchísimas gracias por todas las visitas de ayer, no me imaginaba que la mayoría no conociese la funda con el puño de las camisas, bueno de ayer y de todos los días anteriores, ahora que estamos en momento crisis también en los blogs, os tengo que agradecer más que nunca lo que me acompañáis a diario.

Y me he venido tan, tan arriba que por fin me he decidido ser youtuber, si como lo leéis, vais a poder ver mi falta de vergüenza en vivo y en directo.

Ayer hice mi primera grabación, no estoy muy satisfecha con ella pero voy a tirar para adelante porque prefiero arrepentirme de los errores que de la falta de toma de decisiones.

Cada uno es como es, que se le va a hacer!!

Os avisaré, claro que sí, lo publicaré también aquí.

Bueno esa foto que veis arriba, que no se me ha olvidado, es un detallito que llevé a mi hermano el otro día.

Lo gracioso es que el mini mantel está hecho con una camisa suya y con un vaquero de mi hijo.

La funda "paloquequiera" es de un puño de una camisa suya.

Él me da la materia prima y yo se la devuelvo trabajada.

Y sigo coso que te coso...

Yo y mis arrugas

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Que nerviosa estoy!!!

Pero mucho, mucho...

No es para menos, hoy vais a ver el primer video de mi canal y me preocupan las críticas como a cualquiera, bueno, tampoco tanto.

Sé que le falta mucho para ser medio bueno, pero es lo que hay y así os lo presento.

No tengo aspiración alguna, sólo arrancaros una sonrisa cada día, si lo consigo me doy por satisfecha.

Me hará mucha ilusión que deis dedito arriba, pero si lo que me merezco es dedito abajo también lo asumiré, que remedio.

Deciros que le he puesto mucha ilusión y que intentaré aparecer semanalmente.

Muchas gracias por los comentarios de aliento en el post de ayer, me sirvieron como último empujón.

Y sigo coso que te coso...

Estuche con el cuello de una camisa

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Como no me ha tocado la lotería, no me queda otra que reciclar.

Así que como he hecho acopio de cuellos de camisa, he cosido algunos para usar como estuches de bolis


funda para gafas

y cubertero.

La idea me la dio Beatriz, yo la verdad es que no lo había visto nunca, lo busqué por la red y nada.

Bea, que es muy dispuesta me pasó por washap unas fotos pero yo, que voy muy a mi bola, creo que no seguí fielmente sus instrucciones.

Se empeña en que no cierran, y quién quiere que cierren?

Bueno, el que quiera que ponga un botón, un snap, velcro, que añada una tapeta, lo que quiera....

Yo bastante hago con enseñar hasta donde he llegado.

Y sigo coso que te coso...

CAP. 33 . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Andanzas y tropezones de Dikembe Biyombo

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a estoy más sosegado. Desde luego no he nacido para líder. Hubiera llevado a mis gentes al desastre. Arengar sí que les hubiera arengado bien, pero una sola vez. ¿No te parece? Bon, que como ni Adama ni yo habíamos madurado, y yo dudo, todavía hoy, de haberlo hecho, con mirar el mapa por las noches teníamos bastante. Es más, con ello alimentábamos nuestros sueños. También, tanto el mapa como nustras nuestras miradas nos parecían acercarcarnos más a nuestro lejano destino. Por ello andábamos contentos y con miedo, aunque a esto último ya nos habíamos acostumbrado. Seguíamos con nuestras actuaciones, como no podía ser de otra manera. En ese momento las acababamos con el numerito de la enajenación mental de Hamal pero de una forma menos llamativa y violenta. De tal guisa, me preguntó Brahim si lo ocurrido en las calles había sido el ensayo de la escena final. Le dije que sí y se sorprendió: «Pues yo me lo creí. Pensé que tu camello se había vuelto loco de verdad». Se nos ocurrió que, para aflojar más el bolsillo de los espectadores, los artistas acompañaríamos a Adama cuando pasara el bote ante ellos. El buen camello había aprendido a abrir y cerrar las narinas no solo cuando había tormenta de arena, sino cuando veía que yo metía un billete en
el bote. Con ello divertía más, y en primer plano, a los turistas. Yo les decía que era la forma que él tenía de dar las gracias. Y algunos metían un segundo billete para ver como movía rápido las dos alas nasales. Lo cierto es que a mí también me hacia gracia. No sé qué hubiera sido de mí si no me hubiera fugado con él o si nos hubiéramos encontrado en aquel momento con su anterior dueño, Wahid Okoye. Me unía a aquel animal algo más que cariño y agradecimiento, pero jamás he encontrado las palabras para describir ante los demás esa sensación, porque, a lo mejor, no se han inventado todavía. O yo soy un exagerado y todas se me quedan cortas. No sé. O también puede que haya sentimientos que no seamos capaces de racionalizar con palabras. Acaso formen parte del mundo de las caricias y los besos. Yo, al menos, creo que viven allí donde mi abuela Mayifa esté. Fíjate que hoy en día tengo seguramente más años que ella, pero sigo viéndola mayor que yo. Es como si hubiésemos cumplido años los dos a la par. Es justo lo contrario que me pasa con Kama, el chico de la gorra que sirvió de alimento a un león, ¿recuerdas? Este, desde que desapareció, no ha cumplido un año en mi memoria. ¡Qué raros son los sentimientos y los recuerdos! Cómo deforman a su antojo la realidad de cada uno y de cada otro. Son como los sueños. Lo mismo nos ciegan que nos hacen abrir los ojos como platos. Dentro de la otra actuación, para no descubrir nuestra futura huida, cada vez temíamos más que nos cazaran. Y era porque teníamos mucho que perder. Ya no podíamos ocultar el dinero porque era evidente, ante los ojos de Brahim y Abdul, que todos los días llenábamos el bote. Y aunque Adama trataba de ocultar algunos billetes, nuestro contable espía se podía ir de la lengua en cualquier momento. Y tampoco era cuestión de subirle el sueldo. Le daríamos pie a la extorsión y, al entrar el miedo ajeno en la ecuación, se nos iría el asunto de las manos. Si la siguiente vez que nos asaltaran no nos encontraban encima los dólares, nos preguntarían por ellos. Fueran o no sicarios mafiosos nos daría igual, no pararían hasta que les dijéramos donde escondíamos los ahorros. Ya sabes, el dinero no se puede esconder en ningún sentido porque si consigues ocultarlo no sirve para nada. Además los avariciosos suelen ser también exagerados e impacientes. Solo cabía una solución, y, claro, fue la que ya habíamos adoptado. Teníamos que volver a huir. Y esta vez la culpa era nuestra, por haber buscado a quien no teníamos que buscar porque, al final lo encuentras. Eso sí, teníamos que preparar nuestra fuga para tomar ventaja sobre nuestros perseguidores. Sería otra vez Adama el cerebro de la operación. Y en este caso, llevó al límite la situación. Si algo fallaba lo perderíamos todo, inclusive nuestras vidas. Aquella gentuza no podía dejarse engañar ante los ojos de los demás. Su dominio se basaba en el terror, y eso pasaba por escarmentar a quien no se sometía o a quien intentaba engañarles. El plan, en sí mismo, era muy sencillo. Verás. Primero pediríamos una cita a Mohamed a través de Brahim. Le comunicaríamos nuestra firme intención de comenzar cuanto antes nuestro viaje porque ya habíamos reunido el dinero. Por supuesto sabíamos que nos pediría más con cualquier excusa. Querría seguir explotando el camello de los huevos de oro. ¡Uy, qué mal suena eso! Pero lo escrito, escrito está. Yo tenía que negarme a pagar más y Adama trataría de convencerme sin negar ninguno que teníamos más dólares. Al final yo tenía que decir que no, que no estaba dispuesto a perder al camello. Eso debía dejarlo claro. Y mi amigo pediría a Mohamed que lo dejara en sus manos, pero que como yo era tan tozudo le diera dos días para convencerme. Y que como además de cabezón era desconfiado debía retirar la vigilancia de Brahim. Y que si yo veía algo extraño se acabaría el juego. Mohamed dudó. Eran muchas condiciones y una apuesta fuerte y arriesgada. Y todo por dejarnos dos días a nuestro aire a cambio de hacer un mejor negocio. Contábamos con que los informadores, a los que conocíamos de sobra, hubieran exagerado un poco respecto al número de turistas que aflojaban la mosca en el bote. Mohamed cruzaba la información de Abdul y Brahim, seguro, y ellos lo sabían. Así que no se la podían jugar y siempre tendían ponerse de acuerdo para agradar a su jefe. No supimos si fue por eso, por avaricioso o por ver ya cerca el final de nuestra operación, que tras dos sorbos de té aceptó los términos del acuerdo que le habíamos propuesto. Dos días para reunir todo el dinero, previo convencimiento de una de las partes que seguía negándose a pagar los cuatrocientos dólares por cabeza y a ceder a Hamal. Precio que había alcanzado aquella tarde nuestra libertad. Porque, en el fondo, se trataba de eso y de robarnos al mehari. Nos despedimos dándome Adama un empujón. Habíamos quedado en reflejar así nuestras desavenencias. Pero yo debía estar muy atento a Mohamed. Porque debía ver a quien hacía la seña para encargarle que nos siguiera. Eso era primordial. Y reconocí al nuevo soplón como uno de los que nos habían atracado con garrotes, justo el que llevaba al cinto el cuchillo tan reconocible. Ya sabíamos a quien teníamos que despistar, aunque no iba a ser fácil.  Estábamos seguros que Mohamed no dejaría en ojos de Brahim nuestra vigilancia. Ya valíamos mucho para confiar en un crío recién incorporado a filas. Y también sabíamos que el del cuchillo andaba con los del garrote. No, fácil no iba a ser, pero, como dicen ellos, siempre hay que confiar en Alá. Y verás porqué. No teníamos tiempo que perder. La noche anterior, ayudados por la oscuridad y el sigilo, habíamos desenterrado todos nuestros tesoros y se los habíamos confiado a nuestro mejor aliado: Hamal. Él llevaría bajo la silla los dólares y el mapa. Si alguien quisiera echarle el guante, yo solo tenía que silbar para que corriera y me esperara lejos. Era como jugar al escondite, porque, a veces, cuando depuraba con él su aprendizaje parecía que se escondía como haría cualquier crío. Era gracioso verle como se alejaba para meterse detrás de una duna o de un árbol cuando yo empezaba a contar en voz alta y le avisaba de que empezaba a buscarle con un silbido especial. Lo singular era el tiempo que era capaz de esperar a que le encontrara. Tenía más paciencia que el santo Job. Y lo aburrido era que siempre la ligaba yo, porque él ni sabía contar, ni sabía silbar. Ahora en serio, pensamos que el camello era el mejor dotado para defender nuestra pequeña fortuna, aunque nosotros nos metimos algunos billetes entre los nuevos turbantes que habíamos tenido que comprar. Si te atracan es mejor que te encuentren algo. No vaya a ser que pagues más caro la frustración de los maleantes. Recuerda que a mi abuelo le quitaron la vida por eso precisamente, porque solo llevaba su vida encima. Y lo curioso fue que era lo único que tenía, aparte de su familia. Pero claro, eso el ladrón no lo sabía pero tampoco le serviría de nada. Como te avancé, nos agarramos a Alá para podernos deshacer de la vigilancia de Mohamed y compañía. Bien es verdad que también se lo debimos a Abdul y su hijo, aunque mejor dicho, también se lo pagamos a ellos. Nos costó la broma veinticinco dólares y convencerle de que, de todas formas, nos largábamos. Aunque estoy seguro que fue el dinero el motivo por el cual terminó por aparcar sus miedos. Total, hijos tenía para dar y regalar sin que se le acabasen. Como habrás observado, todo el mundo en Tamanrasset jugaba a dos o más bandas. Nos llegó por fin la noticia de que saldríamos de viaje hacia Europa. Lo haríamos desde la puerta de la mezquita, al salir el sol. Antes debíamos pagar los billetes, pero Adama se negó en base a mi desconfianza. Lo haríamos justo en el momento de partir. Tuviera, lo que tuviera pensado, a Mohamed no le quedó más remedio que aceptar. Después de verle, fuimos a nuestro solar. Nos la teníamos que jugar al dejar solo a Hamal allí. Era la única grieta que tenía nuestro plan. Si alguien se lo llevaba o le daba por seguir a un camello nos chafaría la fuga. Le propuse al camello jugar al escondite y le hice salir por la linde contraria a la puerta. Tuvo que destrozar un seto, pero salió y se escondió sabe dios donde. Nosotros, cambiamos nuestros turbantes por otros mucho más llamativos que habíamos comprado a la par que los blancos que usábamos para sustituir a los robados y, con la cara tapada, nos acercamos a la mezquita. La intención era atraer la atención sobre nosotros. Es decir, sobre nuestros nuevos turbantes que destacaban contra nuestras blancas túnicas. Al salir de casa y antes de entrar en la mezquita, comprobamos que nuestro amigo, el del puñal bonito, nos seguía, como era de esperar. Entramos y allí estaban Abdul y su hijo, ambos también vestidos de blanco pero con turbantes negros. Todos esperamos a que cayera la noche, unos rezando a Alá por su vida y otros porque no nos pillaran. Llegada la oscuridad, intercambiamos los turbantes y nuestros anzuelos salieron a la calle, con la cara tapada, y se dirigieron a su hacienda, que no era otra que nuestro domicilio. Allí dormirían aquella noche. Nosotros, que vigilábamos a nuestro vigía, vimos cómo les seguía. Se había tragado la artimaña de los turbantes. Lo cierto es que cualquiera hubiera hecho lo mismo. Suponíamos que cuando nos creyera dormidos, él haría lo mismo. Y, entonces, Abdul y su hijo regresarían a su hogar. Pero eso ya no nos importaba a nosotros. Era el riesgo que corría el portero del hotel por los veinticinco dólares. Por eso esperamos a que nuestros suplentes continuaran con la farsa y se durmieran. La prueba de que durante la noche, mientras dormíamos, no nos vigilaban ya la habíamos hecho porque Hamal y yo habíamos ido a por agua al pozo a unas horas intempestivas y nadie nos había seguido. Y así se lo hicimos saber a Abdul. Él sabría lo que tenía que hacer para salvar el pellejo. Nosotros por nuestra parte dimos un rodeo y yo silbé para que Hamal apareciera. No tardó y le di un par de terrones de azúcar. Se los había ganado de largo. Esperamos por ver si mi silbido había alertado a alguien pero en los alrededores no se veía ni se movía nada. Y allí comenzamos nuestra huida real. No sabríamos nunca si el portero de hotel disfrutaría de los veinticinco dólares o de una buena muerte. Y en aquellos momentos, ¿a quién le hubiera importado?, ¿no? Eh bien, c'est ça, mon ami. A nosotros no, desde luego. Y así, a hurtadillas y sin pensar en qué o quien dejábamos atrás, salimos de Tamanrasset rumbo al suroeste, que es de donde habíamos llegado, para luego virar hacia el norte, según habíamos decidido ante nuestro mapa. Íbamos con más miedo que dejábamos porque el nuevo enemigo era mucho más cruel y fuerte que Mohamed. Nos esperaba ni más ni menos que el Sahara. Teníamos que cruzarlo de sur a norte con la única ayuda de un mapa de tres dólares, un camello y las viandas y agua que cargaba aquel animal que no tenía precio. Y por mucho dinero que escondiera bajo la silla, allí donde íbamos, no nos serviría de nada porque en el desierto no hay merenderos. Habíamos elegido esa dirección porque de buscarnos, nos buscarían directamente hacia el norte. Pensamos que hasta que se les pasara la perra deberíamos dar un pequeño rodeo antes de arrostrarnos contra ese otro animal de arena. También era verdad que si conseguíamos llegar a otros pueblos, podríamos hacernos con más víveres, aunque correríamos el riesgo de ser reconocidos por alguien a quien podrían haber puesto en alerta. Jamás he achicado a nadie, y menos a un enemigo, aunque sí me he achicado yo muchas veces. En aquel momento no teníamos muy claro hasta donde alcanzarían los tentáculos de estas mafias. Si solo cubrían áreas que, como los leones, defienden a muerte o, por el contrario, eran multinacionales como los mercados de la droga. Sí sabíamos que les habíamos herido y una fiera herida es mucho más peligrosa. De ahí nuestra prudencia que confundíamos con el miedo que no nos abandonaba nunca del todo. No sé si te he dicho ya que por el desierto se viaja mejor de noche que de día. Eso sí, tienes que saber donde vas y leer en el cielo. Mi arte de leer palabras y estrellas estaba a la misma altura. Ambas se me resistían pero siempre sacaba algo en claro. Y como Adama confiaba en mí, más que yo mismo, no tuve más narices que tomar decisiones, algo imprescindible para vivir. Como disponíamos de Hamal, pudimos montar una estructura de viaje que nos hacía avanzar más rápido que si hubiéramos viajado sin él. Aunque mejor sería hablar de alejarnos y no de avanzar o viajar, la verdad. El sistema consistía en que quien montaba el camello debía dormir. Para lo cual iba atado a la silla para no caer. Hamal descansaba poco. Así nos acercábamos a Silet, pueblo que habíamos evitado en nuestro camino a Tamanrasset. Allí mentimos respecto de nuestro punto de origen, pero sí fuimos fieles a nuestro destino, el norte. Y fueron los propios paisanos los que entonces hablaron de la ciudad de donde huíamos. No notamos nada extraño. Es más, nos recomendaron ir a allí porque sabían que desde aquella ciudad, que pillaba a cinco o seis días de camino, salían caravanas hacia el norte con jóvenes como nosotros que buscaban algo más de lo que aquella tierra hostil ofrecía. Por ello dedujimos que Silet estaba libre de parásitos explotadores que, aunque tuvieran el “Salam malekum” todo el día en la boca, la paz interior te la robaban de un mordisco en cuanto tenían ocasión. Parece mentira que de una religión, en que la paz interior e individual es tan importante, nazcan grupos tan extremistas y violentos que, encima, vendan atajos para ver a Alá. Me recuerdan, salvando las distancias, a aquellos buleros que en la Edad Media hacían  negocio mientras vendían parches para saltarse la ley de dios sin pecar. Hay que estar ciego o alucinado para creerse que es viable cualquier atajo que incluya inmolarse. Si todos los musulmanes acudieran a esa senda, el Islam desaparecería de la faz de la tierra por falta de fieles. Si a eso le sumamos que debían llevarse por medio a todos los infieles que pudieran, quizás muchos de esos héroes no encontrarían ya ningún descreído que les acompañara si sus antecesores hubieran hecho las cosas bien. Pero bueno, dejemos que cada uno crea lo que quiera, a condición de que no nos metan en la cabeza sueños imposibles como ganar la gracia pagando, y menos si es con la vida de uno mismo o de otros. ¿Qué dios lo aceptaría? Hombres sí que los hay, ¿pero un dios? Vive y deja vivir, gran frase utópica. Lástima que no haya una tecnología o una droga para convertir ese deseo en un hecho real y ecuménico. Yo, a mi lado, llevaba a quien mejor cuajaba con aquello deseado. Y verás el motivo. En Silet, como te digo, negamos la mayor. No nos interesaba ninguna caravana que saliera hacia el norte desde una gran ciudad. Por una vez dije una media verdad, que era tunecino e iba de regreso a mi casa con un amigo. Nos dijeron que su pueblo no era pisado por muchos viajeros, pocos y despistados como nosotros, pero que un poco más al sur, se encontraba Timiaouine, dejando al este Abalessa y que por allí sí pasaban expediciones, pues formaba parte de la ruta de la sal alternativa, cuando Tamanrasset entraba en conflicto. Aunque insistieron en que el mejor punto seguía siendo aquella otra ciudad, que era de donde veníamos, confirmé yo. Y ahí metí bien la pata al negar y luego afirmar de donde procedíamos. Vi la cara de extrañeza de los, hasta ese momento, amables ancianos. Algo había roto entre ellos y nosotros al mentirles. Quizá la confianza y la hospitalidad que se ofrece al viajero perdido. La mentira te convierte en indeseable, en un foco de duda que nadie busca ni necesita. Así pues, cuanto antes nos fuéramos de allí mejor. Y eso es lo que hicimos. Solo repusimos la poca agua gastada y salimos hacia Abalessa por donde nos habían indicado, porque tampoco quisimos que vieran nuestro mapa. Nada más quedarnos solos reconocí ante Adama mi metedura de pata y le pedí perdón. Supongo que me perdonaría porque, aunque no dijo nada, seguimos juntos y nada cambió entre nosotros. Por eso te digo que mi amigo era fiel reflejo del vive y deja vivir. ¿Tengo o no tengo razón? Eh bien, c'est ça, mon ami. Sabíamos que íbamos contra corriente, pero si no quieres pagar en sal, tenías que pagar con azúcar. A falta de padrino, al final siempre se paga. Aunque, como en nuestro caso, es más barato apoquinar con lo que te sobra, el tiempo, que con aquello que te falta, el dinero. Luego sabría que el dinero solo es útil si lo gastas. Si lo guardas, lo único que te da son problemas. Salvo que lo uses tú para eso mismo, para crear problemas a otros y así tener más. Ese  nunca fue el caso de Adama, ni el mío. Y menos en aquella época, que pensábamos que el dinero lo compraba todo. La felicidad y el dolor se ven mejor cuando no hay riquezas de por medio. Tanto una como otro están desnudos ante los ojos de los demás y ante los tuyos poco disimula, aunque sí crees que te parapeta. En fin, que ya en camino, le prometí a Adama que en siguiente pueblo no abriría mi bocaza. Me miró dubitativo, como que no se lo creía del todo y dijo: «Todos tenemos boca, Dikembe». Lo más al suroeste que llegamos fue precisamente a Timiaouine. Y allí fue donde fungí de mudo con gran sentimiento de mi parte y al suyo, porque tuvo que ser él quien preguntara a pesar de que se quejaba de fuertes dolores de cabeza. Todos las indicaciones coincidían en Tamanrasset, aunque también sacamos en claro que había dos rutas definidas. De las dos solo reconocimos una por incluir el único país europeo del que yo, al menos, tenía noticias: “La France”. Decidimos seguir ese ramal, porque allí era donde, en principio, quería llegar Adama. Aunque nunca llegaríamos a pisar ese país, como verás más adelante. Bon, sí, pero no durante aquel viaje. Y no serían los Pirineos la barrera que nos frenaría. Fue algo más sutil, más cercano y más común. Fueron los españoles como tú. Pero eso, dentro del relato es futuro, aunque sea pasado. Por el momento decirte que no tuvimos mucha suerte al entrar en Timiaouine. Adama tuvo que hacerlo montado y atado a la silla de Hamal, no podía con su cuerpo porque ya no era un crío escuchimizado. Sudaba como no lo había hecho jamás. Tiritaba. Tenía los ojos hundidos y rojos, como la tierra al salir el sol. No comía casi y lo poco que le obligaba yo a ingerir lo devolvía. Solo bebía y sin tino, algo extraño en él. Además, las pocas palabras que decía no eran más que disparates. Nada tenían que ver con la situación ni con las circunstancias que vivíamos. Y se me vino el mundo encima. Mi amigo estaba enfermo y el suyo no podía hacer nada por él. La impotencia solo me dejó una salida a elegir entre conformarme o acercarme a la fe, que, al fin y al cabo es lo mismo. Opté por la segunda y antes de acercarme a la mezquita, instalé lo mejor que supe a Adama debajo de un árbol y de las dos mantas. El pobre no estaba para muchos trotes y yo encima le abrigaba. Le dejé a mano un pellejo de agua y me llevé el otro para rellenarlo. Llegué a la mezquita envuelto en mis vivencias de aprendiz de almuecín. Me abrieron todas las puertas y me ordenaron llevar a mi amigo cuanto antes. Cada vez que le movía sentía como si le diera una paliza. Si bien me decía que era por su bien. Y con eso me quitaba un poco el sentimiento de hacerle sufrir innecesariamente. Allí, en la mezquita, nos dieron cobijo y bajaron la fiebre de quien decía llamarse Adama en vez de Alí, no conocer a su dios Alá, el único dios en el que siempre había creído, no querer saber nada de mí y que no decía más que tonterías: «Es como si se hubiera vuelto loco». El almuecín me explicó que eran delirios provocados por las altas fiebres. Y que tendría suerte si volvía a ser el Alí que yo había conocido. Cada equis tiempo le sumergían en un baño de piedra con agua fría y le dejaban un rato. Jamás habló tanto Adama ni tan a la ligera y sin sentido. Citaba a gente que yo ni conocía como un tal Abbas y los mezclaba con Hamal, conmigo, con Emmanuel, con Mohamed sin orden ni concierto. En su momento, los estudios médicos en la cultura musulmana y árabe fueron punteros, los más avanzados del mundo conocido, pero desde las apropiación de los números árabes por occidente, empezó su declive y aquellos califas y emires de antaño, tampoco dieron mucha importancia a la salud de sus súbditos, moda que empieza a aparecer otra vez por estos tiempos. Poco más que hidratar y aliviar el estado febril pudieron hacer el muecín y familia. Otro fiel me propuso que llevara a mi amigo al único hospital que conocían en todo el entorno. Se encontraba en las afueras de Tamanrasset y era un hospital de campaña que había montado la Media Luna Roja. La otra alternativa era un sanador que, a través de plantas, ofrendas y rezos a dios, mejoraba a los enfermos. Ese estaba más cerca. Lo más fácil hubiera sido lo más seguro, alejarnos de aquella maldita ciudad, pero Adama me importaba un poco más que volver a encontrarme otra vez con Mohamed o su gente. Y me decanté por lo más peligroso para mí y lo más seguro para Adama: El hospital. Antes de trasladarle, construimos unas parihuelas con dos palos, unas cuerdas y nuestras mantas. Colgada la camilla portátil de la silla de Hamal, este tiraría de ella y mi amigo podría ir tumbado y tapado con una tela que trajo una mujer que también le puso algo a Adama en la frente. Nunca había visto nada igual y me pareció un gran invento para la comodidad de Adama, que seguía con fiebre y con los delirios. «Date prisa, muchacho. Porque si es malaria cuanto antes llegues al hospital, mejor». Fue el último consejo que me dieron. Cuando estaba subido en el camello me di cuenta de que aquella gente se había portado muy bien con nosotros. Me quité el turbante, le hice un lío y se lo tiré al imán: «Es para agradecerles su hospitalidad y sus cuidados. Entre la tela encontrará otra cosa. Salam malekum». E inicié el camino de vuelta a Tamanrasset. Ellos quedaron pagados y tranquilos, porque la enfermedad nunca es bienvenida ni aunque se la espere. Entre la aldea de Timiaouine y el hospital se encontraba la aldea donde pasaba consulta el curandero, si bien tenías que hacer una pequeña excursión hacia el sur. Eso me explicó la mujer de uno de aquellos paisanos que nos ayudaron, al leer en mis ojos los miedos y las dudas. En realidad cuando me subí en Hamal ni yo mismo sabía donde me iba a dirigir. Durante la marcha, en la que exigí al camello todo, me paré muchas veces para dar de beber a Adama y cambiarle el paño mojado que aquella mujer le pusiera sobre la frente al salir de Timiaouine. Las dudas no se aclaraban en mi cabeza. Era mucho lo que nos jugábamos al volver junto a Mohamed. Todo eso se lo contaba a Hamal que parecía entenderlo porque, cuando parábamos para que mi amigo bebiera, el bicho no se meneaba ni un milímetro. Y así llegué al punto crítico donde debía decidir entre el curalotodo y el hospital. Entenderás que en aquella situación la incultura pesara lo suyo, porque hoy no habría titubeado. 
Dikembe se tacha de inculto por dudar entre la medicina y la hechicería, pero, de ser así la duda por ignorancia, incultos seríamos casi todos los seres humanos. Unos en primera intentona porque van derechos al hechicero y otros en último término porque, o bien los médicos nos dicen que ya no pueden hacer más, o bien porque nos piden el dinero que no tenemos para seguir. El caso es que el ser humano todavía no se ha arrancado de la cabeza al brujo primitivo. Pero es que es imposible. Si consiguiera erradicar ese recuerdo, se lo inventaría porque si con algo no puede el ser humano es con la certeza de que Muerte, como dice nuestro amigo, siempre gana. Si a un hombre o una mujer le quitas la esperanza lo hundes por más que sea o por más que tenga. Pero, como todo, la esperanza tiene otra cara. A veces es perversa y se camufla de conformismo. Hay que tener mucho cuidado y hay que tener muy claro que no siempre la espera nos va a reportar la felicidad.
La referencia para desviarme era un pequeño oasis que, de no ser por una notoria  y  solitaria  palmera  me  hubiera  pasado desapercibido, 

aunque estuviera avisado por los paisanos que habían cambiado la ruta por la que nosotros habíamos llegado al pueblo. El agua no estaba a la vista, había que arrancarla del interior de la tierra a base de subir una bolsa de cuero. El pozo estaba tan bien cuidado que daba pena usarlo, aunque es un decir. Antes de sacar agua, limpié las facciones de Adama tal y como había visto hacer a aquella buena musulmana con el paño. Usé el agua de los pellejos sin miramientos y dejé a mi amigo a la sombra de la palmera, mientras yo mismo me refrescaba y bebía a placer. Y aproveché para ponerme yo el turbante de Adama. Después de rellenar los pellejos para lo que tuve que sacar tres bolsas, le llegó el turno a Hamal que también lo agradeció. Como el pozo no tenía brocal, era un simple agujero en el suelo, puse sumo cuidado, pero no por el peligro de caerme, sino para no echar tierra dentro. No quise librar a Hamal del peso de Adama por no ser capaz luego de volver a colgar de la silla las angarillas. Lo que hice fue decirle al mehari que comiera, que no importaba que se moviera. Me entendiera o no, no se movió ni un ápice de debajo de la palmera. Vi que la soga del pozo andaba algo deteriorada por el punto donde rozaba más con la tierra. Me vinieron a la cabeza imágenes de cuando fungí de Señor de la Piedra. Y cuando volví en mí, el desperfecto de la cuerda estaba solucionado y Adama estaba al sol tapadito con el fino paño, como si la palmera fuera otro enemigo a tener en cuenta. Y era verdad, en el desierto cualquier aliado puede convertirse en adversario por cualquier circunstancia mínima. Acabada la parada obligada, descansado un poco el animal, yo refrescado y Adama como había llegado o peor, hube de decidirme entre el medicastro, que me recordaba a Makondele, y el peligro de Mohamed, que me recordaba la muerte. Me jodió que Adama estuviera en otra dimensión. No tomé la decisión porque mi valentía me apoyara, sino porque mi amigo se merecía correr el peligro. Aun con todos mis prejuicios tuve claro que eran mejor las medicinas que los rezos. Quizá porque mis oraciones jamás habían servido para nada y Adama se merecía el mejor trato. Como verás tu amigo tiene razón cuando dice que un socio se puede convertir en tu peor rival, porque a partir de ahí todo lo que ocurrió fue culpa de mi único amigo en aquel momento. En vez de tirar hacia Tinzaouten, donde vivía el curandero, tome la carretera que iba hacia el noreste y que me metía de lleno en la boca del lobo. Observé que, a pesar de la presencia del sol, la luna se resistía a reinar solo durante la noche. Como si asomara durante el día por coquetería. Y me pareció más hermosa que cuando paseaba junto a las estrellas. A ella sí se la podía admirar sin cerrar ni guiñar los ojos. Tampoco supe el motivo, pero Selene me llenó de esperanzas y buenos presentimientos al verla enfrentada a su hermano Helios. Este jamás osaría interrumpir la hegemonía de la luna durante la noche, mientras que ella tenía la desfachatez de airearse en pleno dominio solar. No voy a caer en el machismo de acabar este pequeño cuento con la típica frase: “Las mujeres son así”. He aprendido que aunque luches contra ese prejuicio, siempre se te cuela tu actitud de supremacía que te han inculcado contra las mujeres y que tanto daño hace a nuestra sociedad machista y segregacionista. Mandé parar a Hamal y descabalgué sin que se agachara. Efectivamente, mi amigo se movía bajo aquel lienzo negro. Medio incorporé al enfermo y le di de beber. Tenía los ojos abiertos y vidriosos. Hablaba y movía levemente las manos como si quisiera explicar algo, pero no a mí, porque no me hacía ni puto caso. Le refresqué la cara y se la tapé con la tela para que el sol no le hiriera en los ojos. Y me quedé con la mirada fija en aquella silueta negra que seguía habla que te habla. Y en aquel momento empecé a entenderle, hablaba de su propia vida, de la que jamás había mencionado nunca. Contaba a cualquiera que le oyera, las peores vivencias que aquel joven tuviera jamás. No sé yo si la naturaleza aprovechaba la enfermedad de aquel lacayo para que su mente y su espíritu no se pudrieran entre sinrazones vividas en la niñez. Pero esa es otra historia y debe ser contada en otra ocasión. Por hoy ya está bien, amigo. Un saludo,









Imagen 1. Foto bajada de www.viralizalo.com
Imagen 2. Foto bajada de todofondos.com


Dear Jane

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Sin prisa pero sin pausa, así llevamos Lola y yo nuestro Dear Jane.

Tengo que reconocer que hay veces que me da mucha pereza porque me apetece mucho más acometer nuevos proyectos pero tampoco quiero dejarlo y, como casi todo, es cuestión de disciplina. Faltaría más!!!

Comenzamos:

A-10 Which Pints West

No me ha quedado mal, si acaso "el melón central"podría mejorar bastante, ya me ha dicho una amiga que me va a tener que dar unas clases meloniles, yo encantada, ya os contaré...


B-8 Water Lily

Más melones, bueno ni que estuviésemos en verano y en Villaconejos, menuda cosecha tenemos...



F-9 Autumn Aster

Este bloque me ha dado mucha lata, bueno mucha no, muchísima, pero me ha gustado el resultado final, quizá la tela ha contribuído.


F-10 Potholder

Me ha quedado im-pecable. ¿Qué os parece? A mi me requeterechifla.


I-7 Mac and Muff

Que imaginación de bloques!!!

Este me parece muy elegante.


J-11 Twin Sister

Intento seguir los colores del Dear Jane original, hay veces que me cuesta mucho encontrar entre las telas alguna que se le parezca, pero en ello estoy.


Ahora, vamos a ver los de Lola que seguro están preciosos.

Y sigo coso que te coso...
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