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Channel: CosoQueTeCoso
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Tutorial funda pañuelos de papel

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Vamos con el segundo vídeo del canal.

Estamos buscando distintas localizaciones, intentamos sincronizar el cámara y yo, y lo hacemos de tirón y sin guión.

No me estoy justificando, las justificaciones no me gustan, sólo para que lo comprendáis mejor.

Tampoco creáis que me he puesto como el muñeco de Michelin, es que, definitivamente, la cámara engorda (bueno y los turrones también ayudan).

Solo deciros que lo he hecho con cariño para pasar un ratito juntos y esbozar una sonrisa.

Yo, al menos, ya me la he echado.



Y sigo coso que te coso...

Tutorial llavero de tela

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No quiero distraeros mucho de vuestros quehaceres en estos días de fiesta, por eso no publico ahora todos los días, para que podáis ir avanzando en vuestras tareas.

¿Tenéis todo a punto?

¿La plancha al día?

Lo más importante, ¿habéis comprado las uvas?

Yo si he comprado las uvas,  de lo demás no pienso hablar si no es delante de mi abogado.

A ver, que vamos a cerrar este año y queremos empezar el siguiente con mucha marcha y mucha energía por supuesto que "de la positiva".

Quiero dedicaros, y pediros, cinco minutos para que los pasemos juntos en esta vuestra casa y vuestro canal.


Que 2017 sea nuestro mejor año.

Y sigo coso que te coso...

Quilt viajero

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Casi se me escapa este año sin enseñaros el último quilt que he acabado (tengo otro "a puntito").

De éste, estoy totalmente enamorada.

¿Puede ser más bonito?


Os diré como empezamos la relación. 


Mi hijo se ha marchado a vivir fuera y quería ir ligero de equipaje. Así que trajo a casa una maleta con un montón de ropa que no pensaba usar.

Camisas, practicamente sin estrenar, y pantalones vaqueros.

Como estaba en racha, lo hice en un visto y no visto.


Se lo pensaba regalar a mi hijo pero se mostró reticente. Mi madre me dijo que lo podía adoptar temporalmente, y le empezaron a salir novios.

Ya está, sería un quilt viajero y lo compartiría. 



Un pequeño intercambio: quien adoptara unos días el quilt, haría una casita y la pondría por detrás a modo de etiqueta. 


Hay 70 casillas disponibles.


Pero antes de empezar la ruta empezaron las incompatibilidades: había fechas en las que no podía estar en dos sitios a la vez.

En las fotos de abajo estoy en el taller de UFO's de Bea, en la primera hablando con su fraile.


Así que las familias adoptantes se han ofrecido a hacer una casita en cualquiera de los casos.

Son malas fechas, de momento solo está mi casita que ya le he dicho al fotógrafo que no le sacara un primer plano porque no me gusta y la voy a repetir.

Ya le he paseado por varias casas, también lo llevé a la última kedada, ahora le tengo en un sofá y me encanta mirarle, lo que os digo, que estoy enamorada.


Pero yo expreso mis sentimientos, no os creáis que me reprimo. 

Lo mismo hay alguien celoso. Si es así, que lo diga.

Hoy es el último día de un año que para mi ha sido muy triste. 

Estoy segura que 2017 solo va a traer cosas estupendas.

Os lo deseo de corazón a todos.

Y sigo coso que te coso...

CAP. 34 . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Andanzas y tropezones de Dikembe Biyombo

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De cómo supe sobre Adama


ienso que ha llegado el momento de hablar de Adama y de las historias que me reveló durante sus delirios, bien durante el viaje, bien en el hospital. No te las puedo ni debo contar en la secuencia que me llegaron a mí porque sería un galimatías tremendo. Así que anoche, mientras me dormía, me fabriqué, más o menos, un guión que intentaré seguir en esta carta para que tengan sentido sus palabras. Aunque ya te advierto que parte son deducciones y no confesiones del protagonista. Si te lo cuento de oídas, además, es porque, para completar tu historia y la mía, y poder  entenderla, necesitas de lo que vivió Adama conmigo y, anteriormente, sin mí. Antes de comenzar, dos cositas. Primero, Adama, que de mayor disimularía su apariencia de garbanzo pedrosillano con cabeza de garbanzo andaluz metido en agua, había nacido en Mali o Malí, que también se dice así. En una aldea agrícola que padecía los efectos del cambio climático, es decir, que se desertizaba. Adama cierta vez me dijo que él solo había sufrido una hambruna que duró cuatro años escasos, pero que sus abuelos llevaban ya sufridas cinco o seis seguidas. Estas cosas son así, igual que vuestros pleitos o crisis económicas, sabes cuando empiezan pero jamás cuando acaban. Y esta es una opinión tuya y no mía. Creo que entenderás a qué me refiero, aunque debes multiplicarlo por diez por ser un multiplicador fácil. En esos lugares el hambre es una constante en la ecuación de la vida, ¿sabes? Yo lo he visto. Raro era, y es, el día que los pequeños portadores de tripas hinchadas, que no llenas, no disminuían en número. Y, la verdad, tampoco se notaba mucho esa mengua, porque otros venían a nacer para mamar aire, ni siquiera cebolla, de los pechos de sus madres. Éstas no son palabras exactas de Adama, pero se parecen mucho a las que dijo. Los padres, mientras, bailaban. Pero no pienses que celebraban nada dentro de ninguna discoteca como hacéis vosotros. No. Lo hacían al aire libre en un inveterado y tradicional ritual para convencer al dios de las lluvias para que no fuera tan tacaño. Y danzaban porque ya no podían hacer un sacrificio más grande a esa deidad, hambrienta también, que les exigía a sus hijos como pago de unas lluvias que no llegaban. En teoría, ese pago no hay dios que lo aguante, según la jerga coloquial, pero esa frase hecha no se usa por mi país de origen, ni los dioses de mi abuela Mayifa la entenderían. Y estas son palabras y deducciones mías. Y la segunda cuestión es decirte que los hechos vividos por Adama, que te voy a contar a continuación, pudieron producirse durante las mismas fechas que el periplo sin retorno de mi familia, pero que las cuento ahora para el buen entendimiento del relato, y porque esta no es una novela de misterio como bien sabes. Aun siendo Adama de buen carácter, nunca me habló de aquellas experiencias infantiles, ni antes, ni después de su enfermedad de una manera consciente. No sé si ya te he dicho que yo sí le conté ciertas vivencias. Nunca me lo preguntó, pero yo sí quise contarle algunos detalles sin importancia. Aunque le advertí que eso no le obligaba a él a nada. En realidad, nadie quería saber la historia de nadie. No nos importaba. Cada uno tenía su historia y era suya, punto. Acaso era lo único que dejamos de compartir. Él nunca supo que mi aldea había desaparecido, igual que ocurriera con la suya. Y como tantas otras por todo el mundo, aunque por motivos diferentes. Según deduje todo ocurrió de improviso como en mi caso, cuando ellos regresaban al poblado después de jugar por los alrededores. Ponían trampas de lazo por allá y por acá por si algún animal despistado y tonto o ciego caía, porque, según él, estaban muy mal hechas y peor disimuladas. «Nunca cogimos nada, pero nos divertíamos» fueron sus palabras exactas al respecto. La escuela que la ONGhabía montado con poco más que una maleta, como dicen los cooperantes, duraría cuatro meses. Hasta que una incursión paramilitar acabara con ella. El error, si es que lo hubo, fue que en dicha maleta, aparte del material escolar y de estudio, alguien había introducido un crucifijo con la mejor de las intenciones, supondremos. Aquel o aquella que incluyera la cruz no contaba con que el símbolo del cristianismo, como otras tantas divisas, sobraba en un lugar tan sensible a los signos religiosos o étnicos. Algo como lo que ocurrió en Euskadi con la bandera española durante la época del terror impuesto por ETA. ¿Recuerdas que lo comentamos y que estuvimos de acuerdo en que nadie está a salvo del terrorismo? El caso fue que acertó a pasar por su aldea una jauría de combatientes cansados y con intenciones neutras. En otras ocasiones ya habían pasado de largo, pero al distinguir aquel crucificado de metal clavado en un poste que presidía el chamizo que constituía la escuela, quien lo viera lo reconoció, y lo entendió como una provocación. Se echó su kalashnikov al hombro y realizó un disparo al grito de «¡Alá es el único Dios!». Sus compinches centraron su atención en el símbolo, y a pesar de ir arrastrando los pies y los cuerpos, hicieron un pequeño esfuerzo y prendieron fuego a los cortavientos y tejado de paja de la escuela con niños y maestro dentro. Los primeros corrieron hacia sus hogares como alma que lleva el diablo y sin entender nada, pero el maestro no tuvo esa opción, y no porque no tuviera choza o no supiera correr, sino porque el que había errado el tiro a Jesús no falló otra vez, alcanzó al joven cooperante francés en pleno pecho y le mató, acaso porque este estaba vivo y porque era más grande que el primero al que apuntó. La ironía fue que Paul, un joven nacido en Lyon y estudiante de Psicología y Ciencias de la Educación como él contara a sus alumnos, entre ellos Adama, era musulmán moderado, y evidentemente tolerante. Y tal cual, los guerrilleros se largaron. En ese momento no les interesaba nada más. «Así que los niños tomamos vacaciones forzosas», lo que no era raro para mi amigo, ni para el resto de críos y crías. «Pero, al menos, conocí las letras y los números». Y también las armas de fuego y, sin saberlo, el odio que nace de la intransigencia propia del fanatismo, y que, en este caso sin pretenderlo, abortó la posibilidad de perfeccionar el ajeno francés y conocer la propia  geografía y la universal aritmética. Por ello los niños y niñas volvieron a llenar su infancia con los juegos, como hacen los escolares mediterráneos cuando nieva a conciencia por aquí. Unos más que otros ayudaban en los trabajos caseros y agrícolas. El ganado ya se lo habían arrebatado otros que pasaron antes sin disparar sus armas. Eso sí, jugaban un poco más temerosos hasta que el incidente pasó a su subconsciente infantil. Al igual que ellos, ningún adulto del poblado pensó que aquel incidente pudiera tener una continuidad, y menos violenta. Sabían que esa gentuza llegaba, cogía lo que quería y se marchaba, pero era la primera vez que habían vertido sangre sin razón aparente. Y al fin y al cabo, no había sido la suya, sino la de un extranjero. La gente, en general, es buena y busca, por interés, un motivo para no ver la maldad en los demás. En aquel caso fue que el muerto no era vecino de la aldea, ni siquiera maliense, y al fin y a la postre sólo habían quemado cuatro palos y unas pajas. No pensaron siquiera en el crucifijo ni en la educación de sus hijos, sino en su seguridad. Como todos. Además, a sus hijos e hijas les habían dejado en paz. Y eso, que ya habían oído en boca de compatriotas cómo se las gastaban aquellos bárbaros, engendros del pueblo nómada Tuareg convertidos en sedentarios islamistas que buscaban una independencia contradictoria. Pero, a veces, las bombas caen dos veces, si no en el mismo sitio, sí muy cerca unas de otras, porque escuela y poblado estaban a quinientos metros con el fin de que los y las escolares no se distrajesen con la actividad diaria de los adultos en la aldea. Todo ello lo balbucía Adama bajo una mosquitera mientras sufría la malaria, otro de nuestros grandes males. Relató más, unas veces me era imposible entenderle y otras parecía como si estuviera dentro de una conversación en la que también participaba yo de oyente. Entre escalofrío y escalofrío, refirió que los rebeldes volvieron a su aldea para hacer su trabajo a conciencia. La siguiente visita no fue una casualidad, sino el objetivo final. «Y, otra cosa no sabrán hacer esos animales, pero a matar, a violar y a quemar no hay quien les gane, Boubakar. Matan hasta el hambre, violan hasta a las bebés y queman hasta las piedras». Tenía razón, esa chusma no tiene parangón, si acaso se pueden comparar a aquellos otros bestias que me habían arrancado de mi hogar.
Pero yo siempre he visto la desgracia ajena más grande que la mía, no sé porqué. Al contrario que vosotros, que veis más grave una gripe propia que una epidemia ajena de ébola(1), salvo que el río se desborde e inunde vuestras ciudades, como Madrid o como en la que tú te hayas ahora, lejos, pero presente. En ese momento se convierte en noticia de primera plana. Mientras la enfermedad esté circunscrita a África, no tiene mayor interés. Las rotativas no pueden hacer las portadas tan grandes como gustaría a los periodistas. Además, no serían manejables ni las unas ni los otros. Debido a la alta fiebre Adama deliraba las más de las veces. Por eso su relato era anárquico y deslavazado, sin secuencia temporal. Volví al día siguiente como le había prometido, yo soy hombre de honor y de palabra. Por mis venas corre sangre hutu y tutsi y quien sabe si twa también. Sabía que, aunque preguntara a la enfermera en qué ayudaba, ella me contestaría que hiciera compañía a los enfermos que se dieran cuenta de ello. Yo lo hacía porque en un hospital de campaña, ¡ojalá no pises uno!, ni los niños tienen ganas de jugar ni los mayores de regañarles. He de aclararte que durante esos días, muchas veces me quedaba absorto y con la mirada perdida, como nuestro futuro y dejaba pa- 
sar las horas muertas hasta que la enfermera me decía que me fuera. Esa tarde llegué justo en el momento en que el pobre Adama parecía revivir alguna de sus vivencias. Y no creas, no todas eran malas. Incluso algunas veces disfrutaba, yo creo que Adama se reía de mí, porque me hablaba como si yo fuera nuevamente su amigo. «Corre —me decía con una sonrisa en la boca—, creo que ha caído en la trampa del pozo un jabalí. Sí, sí, no te rías». Otras lloraba, como el día que me describió su encuentro con el GSPC(2), aunque él no lo supiera: «Mira, Boubakar. No, para, escucha. ¿Te acuerdas cuando mataron a Paul? Suena igual, corre, deja el lazo. Algo pasa en el poblado, vamos corre». Y entre lo que contó y lo que yo imaginé, esto fue lo que debió pasar aquel mal día: Entre trampa y trampa, corrían, imitaban a los animales más fieros y se peleaban como se pelean los amigos. «Incluso, alguna vez jugamos a la guerra. Claro, como la imaginábamos, porque verla no la habíamos visto nunca». Y así se acercaban al poblado, carrera va, carrera viene. Yo te doy, tú me das… Hasta que los ruidos llegaron a sus oídos. No eran los de costumbre, sonaban otros distintos al golpeo para machacar el poco mijo que recogían. Y aunque solo habían oído dos disparos de un arma de fuego, reconocieron las ráfagas. Y, entonces, dejaron el juego y corrieron directos hacia el centro de su aldea. Cuanto más se acercaban menos entendían. Separados por un instante y un metro, quedaron paralizados como estatuas de sal, según me contara mi madre que quedó la mujer de Lot en su viaje, también obligado, cuando salimos de mi aldea. La diferencia era que ellos miraban al frente y veían como su poblado se convertía en una Sodoma calcinada. Varios insurgentes con antorchas prendían los techos de las chozas mientras los cuerpos de los familiares y amigos de Adama les contemplaban inertes, en posturas imposibles. Era lo más horrible que sus ojos verían jamás. Hoy, Adama, no sé si tú te has dado cuenta, todavía me sorprende y se sorprende al romper un silencio consentido con una pregunta en susurros: «¿Por qué no hice nada?» . Él cree que nadie sabe a qué viene esa duda, pero nunca le he dicho que yo sé que su madre fue violada ante sus ojos y luego abatida de un machetazo, ni que presenció como sus dos hermanas menores, con los vestidos desgarrados y llenos de sangre, caían al suelo después de sendos culatazos del mismo guerrillero. Miliciano al que llamó al orden aquel otro con estrellas en la gorra. Y lo hizo a su manera y con sus maneras. Quiso recordar a los demás que «las mujeres jóvenes y las niñas no se matan porque son dinero», y sin más, descerrajó un tiro en la frente del asesino de sus hermanas. Tan impresionado quedó por el cuadro, que no sintió ni miedo cuando se le acercó otro soldado que se echó al cinto un machete ensangrentado y le cogió del cuello. Después le arrastró por todo el poblado a la voz de «¡Mira, mira bien todo!», como si no hubiera visto ya bastante. No sabría decir lo que Adama vio en ese recorrido macabro, pero esas escenas las vería una y otra vez repetidas en sueños, en vigilias y en delirios. Cuantas veces me he despertado en mitad de la noche y he visto a mi amigo en la misma actitud que yo tomaba con la mirada perdida, sentado ahí en la cocina, con la diferencia del gesto de dolor que armonizaba con las lágrimas que mojaban la mesa de formica. Me sentaba frente a él y me transportaba en el tiempo, también al dolor, a las lágrimas de madre. Yo secaba los ojos y el sudor de Adama con una gasa más húmeda ya que nuestros ojos, pero la enfermera sólo me daba una y me decía «Aprovéchala, Dikembe, no tenemos muchas». Pero, aun así no pude entender la magnitud de lo sufrido por aquel niño. Ni siquiera él lo entendía. Boubakar, que debía ser un amigo de su aldea, aparecía entre sus sueños aunque lo primero que me contó fue su muerte y, a partir de ahí, me pareció que, para Adama, Boubakar era yo. Se lo negué hasta la saciedad. Pero  luego me pesó una y otra vez. Pero es que era imposible que la empatía funcionara con todos y a todas horas, porque todos merecían ser entendidos. Pero en lugar de ese sentimiento, mi alma había albergado el miedo. El mismo que Adama sentía ante cualquier adulto de piel oscura, fuera éste armado o con una Biblia en las manos. Poco después, sin contar que les cortaron la mano derecha a él y a todos sus amigos, Adama bromeaba entre fiebres y tiritonas, con que a los otros les habían jorobado más por ser diestros, porque él era zurdo. De ahí y por la falta de su mano derecha, deduje lo que supongo les ocurriera a sus brazos durante la última mañana en su aldea. Sí entendí algo: que les quemaban con un machete, pero no sé a qué se refería porque él no tenía más cicatriz externa que su amputación. 


Como habréis notado, Dikembe es la primera y única referencia que hace a la manquedad de su amigo. Incluso se permite la ironía de incluir en el relato el buen humor con el que se toma el zurdo su condición de manco. Tanto uno como otro parecen asumir sin ninguna extrañeza la salvajada y sus consecuencias. Desde nuestro punto de vista, la pena derivada de la crueldad sufrida por un niño que no quiere usar un machete contra un amigo o familiar, no debe quedarse en lástima ni pararse ante la brutal amputación. Que es lo que les ocurre a tantos Adama mutilados. Sino que debemos dar un paso y plantearnos el daño psicológico que una mente infantil puede sufrir por ello. «Si no le cortas la mano a tu amigo, os la corto yo a los dos». Esta justicia también es humana. Me cuesta escribir estas palabras, pero son una realidad. Tan reales como los niños soldados que terminan dependiendo de las drogas que les suministras animales con los que compartimos el cien por cien del genoma, aunque a mí me cueste trabajo admitirlo. No extraña que otras personas se jueguen su vida y la de sus hijos por huir de ese terror. Horror que forma parte del día a día que no solamente en el continente africano se vive. ¿Servirá para algo denunciarlo? ¿Servirá para algo más que para sentir un escalofrío cuando imaginas la situación? Y eso que con su huida del infierno no acaban sus miserias porque aquello que les espera cuando han puesto tierra de por medio es la más cruel de las burocracias que otros animales, menos violentos, han levantado para no compartir con nadie la patria. Y yo me pregunto: ¿Qué patria es esa que convierte en culpables a los inocentes? Argumentos tan peregrinos como que “nos quitan el trabajo”, “violan a nuestras mujeres” o “todos son escoria y ladrones” no esconden, a mis ojos, la necesidad y el derecho que todo hombre tiene, no ya a la felicidad, sino simplemente a la paz.
No quiero dejar sin comentar, que cuando llegué a vuestro mundo, bon, cuando llegué no, sino unos años después, recordé aquella advertencia antes de una ejecución que dijera el estrellado paramilitar y que a mí, en un principio, me pareció humanitaria, aunque de humana tenía poco, si lo hubiera pensado mejor en aquel entonces. Me refiero a las palabras sobre no matar a las mujeres jóvenes y a las niñas. Claro que eran dinero, y mucho, porque aquellas personillas son las que nutren de objetos sexuales vuestros burdeles, y las que no, hacen la calle. Aquellas personas eran vendidas como cualquier otro producto en el mercado negro. Las mafias prefieren traficar con carne tierna mejor que con drogas. Una papelina de heroína se usa una vez, por ende sólo produce una ganancia. Una virgen, independiente de que sea niña, adolescente o mujer, la primera vez que se consume supera con creces el beneficio de una papelina y a su vez es explotada una y otra vez hasta que ya no sirve ni para ser persona(3). Llegará el día, fíjate lo que te digo, que saldrá más rentable vender una negrita de doce años que una cabeza nuclear, aunque quizá, pensándolo mejor, no, porque sin armas los que quieren imponer sus reglas no podrían, y no me refiero sólo a las mafias, sino también a los gobiernos. Estoy seguro de que Adama no supo interpretar aquellas palabras del jefe de la horda, ni siquiera al ver a casi todas las niñas y muchachas de su aldea juntas marchar con los terroristas. Pero yo, hoy, insisto, lo tengo muy claro. Aquellas inocentes criaturas acabaron en las casas de putas que deberon frecuentar los de tu generación, en Madrid, en Marsella, en Roma o en cualquier otra ciudad europea que tan digna se siente. Independientemente de que permiten que muchos de sus ciudadanos consuman el sexo corrompido, placer que estas mafias, tan bien estructuradas y consolidadas, ponen a su disposición tan cómodamente en perjuicio de las mujeres africanas y de cualquier continente, que yo las he visto. No son sólo los secuestradores los únicos carentes de conciencia, también las madames, los intermediarios, los transportistas y los clientes son quienes las extorsionan. Tus conciudadanos, esos hombres de a pie, con decir que la prostitución es el oficio más antiguo del mundo y que no hay quien lo elimine sin exterminar a las mujeres, tienen bastante. ¿Qué te parece?, como si fueran las mujeres las que tienen montado el negocio. Ni la prohibición, ni la legalización, ni la abolición de la prostitución, eso es verdad, podrá contra esas mafias, porque hay zonas en el mundo que se desarrollan gracias a la trata de indígenas. ¿Te parece mentira? Pues no miento, hay pueblos en Sudamérica en los que se construyen carreteras, colegios, bibliotecas y comedores sociales gracias al sacrificio por el bien común de unas jóvenes que se enrolan voluntariamente en las huestes mafiosas de la explotación sexual. A cambio estos cárteles son vistos como salvadores por los parroquianos que ven cómo parte de las ganancias de estos capos se reinvierten en el desarrollo de su pueblo. Llegará un día, si no lo impedimos, que haya granjas de vírgenes para exportar. Y a mí, a este pobre e ignorante negro, ya viejo y cansado, y que curiosamente no sabe ya si en vez de pensar sólo siente, se le ocurre luchar contra ello a través de sus palabras y de una educación que nos enseñe a pensar, que nos enseñe que el respeto es nuestro mejor aliado. Si uno se respeta, respetará al de al lado. Si uno piensa, hará pensar al vecino. Contéstate a una pregunta, ¿qué estado, fallido o no, está interesado en tener votantes que no sean borregos, que se respeten y exijan respeto? Pero ya te digo, este que te cuenta sus cuitas y las de otros, es un inmigrante que durante mucho tiempo ha robado un puesto de trabajo a un compatriota tuyo y antes ha hurtado todo lo que ha podido para subsistir. ¡Qué coño va a saber ese! Siento irme por la tangente y olvidar la historia que te relataba, pero, no te preocupes que volveremos a ella. Perdona otra vez estas digresiones, son propias de mi forma de ser y devienen agrandadas por la edad. Adama aún tuvo que sufrir una tormenta de arena antes de alejarse del todo de su aldea. Obligados por los guerrilleros, salieron del poblado y se encontraron un desierto enfadado. Casi cubiertos de arena y con el muñón vendado con un trapo, tuvieron que esperar, con las camisetas subidas hasta la frente y hechos un ovillo, a que pasara el enfado de Oya, la diosa del viento yoruba que iba a adueñarse del cementerio a cielo abierto en el que se había convertido su aldea. Cuando dejaron de sentir el azote de la arena en su piel desnuda, deshicieron el abrazo a sus piernas y se buscaron con la mirada. Y lo que vieron fue la noche. Adama, según me contó en  delirios, jamás pensó que aquello fuera un sueño, pero cuando consiguió limpiarse de tierra los ojos y ver nítidamente a sus amigos, tuvo un momento de duda. Lo superó porque sabía que siempre que tenía uno de esos sueños se despertaba lloroso, y en aquel momento tenía los ojos más secos que la arena que veía a la luz de la luna. Sí llegó a pensar que habían sido alucinaciones suyas, pero al ver la cara de Boubakar que le miraba como preguntándole ‘¿por qué?’, supo que estaban más solos que la una, aunque fueran dos. Y la soledad le llenó los pulmones y, en esos momentos sí, las lágrimas dibujaron en su polvorienta cara dos cuencas verticales. Se limpió los churretes de la cara, le picaban, y se puso de pie. La inercia hizo que encaminara sus pasos hacia el poblado, pero Boubakar, tan solo con decir su nombre, corrigió su dirección. Lo que te cuento es el resultado final que mi cabeza ha dado a lo balbuceado por mi amigo en diferentes momentos. No creas que es una verdad inventada, ya sé que yo no estaba allí y que parece lo contrario, pero contártelo y decir continuamente este me dijo y aquel me contó, por eso tal y por eso cual…, me sería más difícil, a la vez que engorroso. Es mejor juntar todos mis recuerdos y hacer una especie de cuento, ¿no crees? Eh bien, c'est ça, mon ami. Ahora, si lo prefieres, me lo haces saber y cambio la forma de describírtelo. Ojalá pudiera cambiar los hechos así de fácil. Tu amigo,








(1VG)[↑][Volver]Ebola (río negro en lengua lingala). Este virus recibió su nombre gracias un error debido al cansancio del equipo médico del doctor Piot, allá por 1976. Una noche, en Yambuku (RDC), alrededor de una copa y antes de descansar este equipo se puso a buscar un nombre para el nuevo virus encontrado. Al pensar que estigmatizarían a ese pueblo si le bautizaban como Virus de Yambuku, donde fue aislado, pensaron, al consultar el mapa de la zona, que mejor sería llamarlo ‘Virus del Congo’, por referencia al gran río, pero uno de ellos advirtió que ya existía una enfermedad que contenía esa palabra, así que se pusieron a buscar otro río, y eligieron el Ébola aun no siendo el más cercano a ese pueblo congolés, pero ya era tarde y estaban exhaustos. Fuente: Olga Jęczmyk Nowak.
(2VG)[↑][Volver]GSPC. Grupo Salafista para la Predicación y el Combate fue el origen de AQMI o Al Qaeda en el Magreb Islámico, y se afilió a esta red de Al Qaeda en 2007. Fuente: Instituto español de estudios estratégicos.
(3VG)[↑][Volver] Según informe de Concepción Anguita Olmedo de la UCM (facultad de ciencias políticas y sociales), escrito en 2007, el volumen de negocio de la trata de blancas ascendía a 10.000.000.000$US como máximo. Y estamos hablando del 2007, (leído en Nómada, revista crítica de ciencias sociales y jurídicas, núm. 15). Compárese con el presupuesto de la RDC para 2002, que fue de 5.500.000.000$US (dato extraído del Boletín del FMI, 13/10/2015). Aunque a estas cifras las separan 5 años no ha sido mi intención manipular, son los únicos datos que he conseguido recavar, acaso por torpe o no saber documentarme mejor).

Imagen 1. Foto bajada de elpais.es
Imagen 2. Foto bajada de www.tdg.ch. El pie de foto reza: Foto archivo AP.
Imagen 3. Foto bajada de www.eluniversaltv.com.mx


Manta cojín

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Este cojín manta o manta cojín, tanto da, ya hace tiempo que la hice.

Es de las primeras porque las hacía con el cojín cuadrado, ahora lo hago rectangular.

En esta caso, un diseño sencillo, tres bloques exploding con telas batiks que pedí online a Estados Unidos. 

La verdad es que los Reyes Magos me han encargado muchas mantas, se nota que hace frío. El frío de Madrid es muy seco y muy fácil de combatir, al menos a mí me lo parece.




También como era de las primeras que hacía decoraba la parte interior y la exterior.

Os cuento un secreto: no tenía muy claro cual se iba a ver y tardaba menos en hacer las dos caras iguales que investigarlo. Yo soy así. Un poco extraña, pero todo es conocerme. Tengo mi punto.


Yo y mi punto se marchan a seguir haciendo los encargos de sus majestades.

Y sigo coso que te coso...

Mantel individual

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Ya os conté que me dio mi madre unas servilletas desparejadas, y me apeteció combinar el bordado de Lagartera con el patchwork.

Para mi la combinación es preciosa!!!

La técnica que uso es "quilt as you go" y planteo lo primero el motivo del bordado y sobre él voy construyendo el resto.

Igual me animo y hago un video.

En la trasera podemos apreciar el acolchado a máquina, aunque para la próxima igual pongo la trasera y lo hago de tirón.


Ayer se lo regalé a mi madre y le encantó.

Sabía yo que le iba a gustar.

Y sigo coso que te coso...

Cojín manta

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LLegaron los Reyes Magos y este año el regalo estrella ha sido el cojín manta o la manta cojín, tanto da.

He intentado hacerlos diferentes para divertirme que una también tiene derecho.


Este regalo ha sido para Anastasia y doy fe que le encantó.

Hoy he cambiado de fotógrafo, es que los Reyes me han traído al niño a casa. 

Todavía andamos con la resacafiestas y no estoy muy chisposa, creo que me voy a estrenar las cositas que me han traído.

Y sigo coso que te coso...

Funda para cartilla sanitaria

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A todos nos gusta hacer cositas para bebés, son tan dulces!!

En este caso, ha sido un encargo para un bebé que está a punto de nacer.

Ya hice otra funda para cartilla sanitaria para su hermano Nacho

Cuando a la mamá le han preguntado qué quería, no lo ha dudado. 

Creo que es un complemento muy útil.

Vamos a ver la jirafa entera. Le he puesto los cuernos y el rabo de cuerda. 

La tela de animal print, hay que ver el partido que le estoy sacando, a un trocito que compré.


Para el interior también he elegido jirafas con sus amigos los elefantes.


En el reverso un acolchado círculo con un corazón en el medio.


Y sigo coso que te coso...

CAP. 35 . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Andanzas y tropezones de Dikembe Biyombo

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De cómo lo pasamos en el hospital


na vez desvelados los orígenes y las vivencias infantiles de mi amigo Adama tengo la leve sensación de haberle traicionado. No tanto por contártelo a ti como por la forma en que me enteré yo. Pero volvamos al pasado, porque los acontecimientos que de nuevo viviríamos en Tamanrasset, no tienen desperdicio alguno. Desde luego puede que él descargara su alma, pero el peso que se quitó, si es que consiguió despojarse de él, me abatía a mí según oía aquel dolor día tras día. Y si no me cayó encima todo aquel lastre, fue gran parte el que compartimos. Todas las tardes esa angustia se agarraba a mi garganta y, durante el trayecto de vuelta hacia los  arrabales  que  ya  conocia-

mos, conseguía que mis ojos se quejaran en forma de lágrimas. Bon, cuando llegué al hospital, todo fueron problemas hasta que les dije que tenía dinero y les enseñé los dólares que habíamos ganado entre los tre. No todos por supuesto. A partir de ahí todo el personal que me reodeaba e iba vestido con bata blanca se centró en mi amigo. Una vez que le vi atendido hube de preocuparme de Hamal. Le había dejado de cualquier manera en la puerta del hospital. Según salía me dio un aguijonazo al pasárseme por la cabeza que podía quedarme sin mis dos amigos de golpe. Después de quitarle de encima las angarillas y deshacerme de los palos, guardé las cuerdas y las mantas en las alforjas y me puse a buscar un pesebre o una cuadra donde poder dejarle. Se hizo tarde y cuando volví al hospital no me dejaron entrar porque ya eran horas. Entonces tuve la morbosidad de volver al punto en el que Abdelkader muriera, pero no vi ningún rastro de Muerte. Todo seguía igual que cuando habíamos tenido que abandonar el lugar. Ya no me importaba estar de nuevo allí. Nadie nos buscaría en un hospital, aunque sí podría reconocernos cualquiera de aquella cuadrilla de indeseables. Creí más oportuno no dejarme ver por la ciudad, ni comprar la comida en la misma tienda que soliamos. Así que lo hacía en unos puestos que me encontraba camino del alfoz, después de volver del hospital, donde dormía entre paredes pero a la vista de las estrellas y con el pensamiento en Adama, por la congoja que me embargaba. Al día siguiente volví temprano cargado con todo lo que poseímos en las alforjas.  Me  dejaron  en-
trar y vi a Adama en un gran habitáculo donde yacía con otros tantos enfermos en unas camas bajas, algunas con mosquitera. Vi también estacas de las que colgaban unos recipientes unidos a los enfermos por un largo tubito. Adama era uno de ellos. Tenía los ojos cerrados y me acerqué al frasco invertido y me llamó la atención como caía el líquido transparente por el tubo que desaparecía bajo unos esparadrapos pegados en su brazo. Retiré la sábana que le cubría y vi que estaba desnudo y que le habían lavado. Me agradó. Pero enseguida se me fue esa buena sensación ya que mi amigo seguía sudando. Le tapé y percibí que sus párpados hacían unos guiños muy suaves. Al poco, apareció una enfermera sonriente que, salvo por los cuernos que no tenía, parecía una vaca blanca y preñada. Me dijo que pronto pasaría el doctor para ver al paciente y hablar conmigo. Después me ofreció la posibilidad de alquilar un asiento: «Para no estar todo el santo día de pie». Le contesté que si me cansaba, me sentaría en la tierra, que de ahí no me caería y me saldría más barato. Y de hecho me senté en el suelo. La vache qui riese retiró al ver venir por el pasillo y entre las camillas a una pareja de caballeros. Uno con bata blanca y otro vestido a la moda de aquí, con traje, corbata y gafas de pasta. Retirada la enfermera, este último se acercó, yo me levanté, y me preguntó: «¿Usted es…?». «Dikembe, y él es mi hermano Adama». Se presentó como el doctor Marcel Morandé, responsable del hospital y me informó de que las asistencias a mi hermano ya habían provocado una serie de gastos que debían ser cancelados. «Para el bien de todos. Pero antes quisiera que escuchara al doctor Levallois sobre el estado de su hermano. Una cosa no quita la otra». Toda esa palabrería me sonó a chantaje, pero lo que me importaba oír, todavía no se había dicho y me preparé para escuchar lo peor. «A ver, su hermano está muy grave. Sus constantes vitales son muy irregulares y distan mucho de su mejor estado basal. Le he pedido unos análisis y estoy a la espera de los resultados. Aquí disponemos de muy pocos medios. En tanto llegan, estamos tratando de estabilizarle y preveer posibles infecciones con antibiótico de amplio espectro. Yo pienso que sufre de malaria, pero no podremos estar seguros hasta que lo confirmen o no los análisis. Más, no le puedo decir. Y si me perdonan, me retiro, tengo muchos pacientes que atender». Me tendió la mano, eso para mí era nuevo y dudé, pero terminé por cogerle despacio la suya. El otro no perdió el tiempo para advertirme que había una vía de urgencia que podría abrirse con dinero y más si se ofrecía una previsión de fondos al establecimiento, ya que ofrecía la confianza en el paciente y familia. De la misma forma que de las palabras del médico, que me acuerdo perfectamente, aun sin comprenderlas del todo entendí poco, tan solo que estaba grave y que había que esperar, de la cháchara del trajeado entendí que con dinero existía la posibilidad de que fuera mejor cuidado. De modo que le contesté que estaba dispuesto a abrir cualquier puerta para que Adama se recuperara. Entonces me invitó a que le siguiera a su tienda y cumplimentar los papeles necesarios. Aunque lo que estaba claro era que aquel hombre no quería que me largara sin pagar. Si a Adama le pasaba lo peor, no quería cargar ni con el muerto ni con la deuda. Luego pensaría que ser materialista no impide ser educado, y este médico era las dos cosas. Quizás por obligación más que por vocación. Por lo tanto, esos papeles firmados con una cruz por mi parte eran también papel mojado, porque no reflejaban el importe sino mi obligación de hacerlo efectivo. Y que me buscaran, no iban a ser los únicos. Cuando me cuantificó el importe ya adeudado, más la provisión de fondos, me sonó a una cantidad que jamás tendría yo en mi vida, sin saber cuanto era por mi incultura e ignorancia, ya que a mí me daba lo mismo diez mil quinientos que quinientos diez mil. Pero regateé, me refugié en nuestra pobreza y nuestras carencias. Monsieur Morandé no rebajó un franco, pero incluyó servicios que seguramente ya estaban incorporados desde un principio como un asiento para un familiar, el cambio de sábanas semanal, la dedicación plena del doctor Levallois, todos los análisis realizados hasta la fecha y la alimentación intravenosa del paciente. Ah, y una mosquitera. Ante eso mentí como un bellaco o como un administrador de hospital de campaña. Aduje que no llevaba tal cantidad encima y que trataría de reunirla lo antes posible. Y pedí que me escribieran el importe, hoy pediría una factura, y así lo hicieron, en un trozo de papel y a lápiz. Al menos ganaría tiempo para que siguieran con los cuidados a Adama hasta enterarme de si teníamos el suficiente dinero o teníamos que ir a la cárcel por culpa de la enfermad de mi amigo. Cuando me hicieron la última pregunta no mentí, pero no me pilló por sorpresa y solo engañé a medias: «Somos católicos».  El caballero, con corbata y gafas de pasta, sonrió y me dio la enhorabuena porque en aquel hospital apolítico y aconfesional (como todo negocio que se precie) colaboraban unas monjitas católicas que sin costo adicional hacían más llevadera la enfermedad o la muerte de los pacientes. Y no sé qué me asustó más si la ayuda para sanar o para morir, porque me alegró saber que algo era gratis. No sé qué hubiera pasado si me hubiera declarado ateo. «Ya pasaré yo la nota y le buscarán ellas». Toda aquella conversación comercial me sirvió para entender las escenas que ya había visto dentro del hospital y otras que vería: gente durmiendo en el suelo junto al enfermo, enfermos quejándose de dolores, pacientes sobre camas sin vestir, otros sin dientes que roían una fruta… Durante el tiempo que estuve allí, me fue imposible intimar con alguien, y eso que el dolor nos hace más humanos y empáticos. Un hospital siempre facilita la amistad entre los familiares de los enfermos. Pero para eso se necesita un poquito de tiempo, tiempo que no existía entre aquellas personas, porque tanto enfermos como familiares, cambiaban cada dos días. Eso sí, no sé decirte si el índice de altas era espectacular o el de mortandad se ajustaba al de una guerra. El caso es que se llevaban al enfermo de al lado, y volvía la camilla vacía, aunque duraba así dos minutos. Sí, por el contrario, conocí más mi supuesta religión. Un día, cuando llegué, vi a los pies de la cama de Adama a una mujer que parecía esperar. Vestía muy raramente de un blanco inmaculado  con  una  toca  negra.  Se presentó  en  francés  como
soeur Monique de la congregación de Nuestra Señora de África. Y no sé porqué le dije que no teníamos nada que dar. Y ella, dulcemente me explicó que su congregación pedía en Europa y daba en África, que no me preocupara. Sin apenas esfuerzo por ninguna de las dos partes, la monja de cara dulce y hablar suave, se puso al día sobre mi vida. No le extrañó nada de mi narración. Más tarde deduje que habría visto y oído cosas peores. Tampoco es que le contara mucho, pero sí lo suficiente para que no se fiara de mí, aunque su postura era la contraria. «Habrá que cambiar ciertas cuestiones en vuestro caminar, Dikembe. ¿Qué me cuentas de tu hermano?». «Nada que no le haya contado ya de mí, hermana», contesté. «Hijo, es que os parecéis tan poco en lo físico…». Entonces tuve que aclararle un punto en el que no mentí: «Yo no conozco a mi padre, el sí». «Ah, bon, dejémoslo entonces». Estaba claro, y hacía bien, que le importaba más nuestro futuro que nuestro pasado. Con la promesa de rezar por Adama, cosa que yo también debía hacer, y de que siempre estaría a nuestro servicio en la tienda-iglesia junto al hospital: «Ya sabes, la que tiene la cruz de Nuestro Señor», sor Monique se despidió con una sonrisa y una caricia sobre mis manos. Fue la única relación, si se le puede llamar así, que monté en aquel lugar donde, ahora que me doy cuenta, era más fácil que te contagiaran algo que te curaran. Adama seguía con la fiebre y con los delirios, y yo con ellos montaba una historia con los retazos dislocados y corrompidos por la calentura ajena y mis propias vivencias y fantasías. Las que ya te he contado. Todos los días me acercaba a la tienda del señor Morandé y le soltaba algo de pasta para no levantar ninguna sospecha y le prometía más al día siguiente. Como cumplía, se daba por satisfecho. Eso sí, pedía otra vez que me apuntaran en el mismo papel el resto de la deuda. Tampoco quería que explotaran a Hamal, así que de vez en cuando, y también para distraerme, me acercaba a verle. Había llegado a un acuerdo con el dueño de las cuadras para que pudiera usar a mi camello en las excursiones que montaban por el desierto. De esa manera, me salía gratis que estuviera cuidado. Aprovechaba y le contaba las pocas novedades que se nos presentaban, que es tanto como decir que no le hablaba casi, tan solo le acariciaba y abrazaba su gran cabezota. No sé si él tenía ganas de jugar, pero yo no. Y durante aquellos abrazos era cuando sentía más cercanas las lágrimas. Echaba de menos tanto a uno como al otro. Echaba de menos nuestra libertad y nuestros juegos. Igual que lo hago ahora, la verdad sea dicha. Ni hombre ni animal me pedían nada, solo me aportaban y me daban. Ninguno hablaba pero ahí estaban siempre los dos, a mi lado. Mohamed se había disuelto con la enfermedad de Adama, como si no existiera. De hecho no sentiría ningún temor hasta mucho después de llegar al hospital. Después de luchar por mis tías aquella fue la otra vez que me había centrado en otro asunto que no era yo mismo. Al tercer día de estar ingresado, Adama despertó como si no hubiera pasado tiempo alguno. Todavía no teníamos un diagnóstico oficial, pero la vache qui rie y compañía opinaban que si veníamos del sur lo más seguro es que a mi amigo le hubiera picado una mosquita y le hubiera trasmitido el paludismo. Yo no sabía que enfermedad era la malaria, a pesar de que donde yo había nacido mucha gente había muerto por ella. Pero cuando se es niño, no se presta atención a Muerte, ni cuando la ves cara a cara, salvo en los cuentos. Intenté informarme a la vez que contaba a mi amigo la historia de cómo habíamos llegado hasta allí y demás, aunque omití sus delirios y las palabras del doctor Levallois sobre la posible enfermedad. No le mentí, solo le dije que los resultados de los análisis de sangre todavía no habían  llegado. Y lo dije como si supiera en qué consistían esas pruebas. Sí le dije, en cambio, que mientras había estado “atontado” había dicho muchas tonterías que nadie había entendido y que le estaban administrando quinina, también como si supiera yo lo que era. Supongo que él pensaría como yo que era una medicina. Cuando le hablé sobre los gastos, realmente fue él quien me lo preguntó, puso muy mala cara, peor de la que tenía días atrás. Cambié de conversación y le conté qué había hecho con Hamal y que prácticamente vivía en el hospital, con él. Cuando cayó en que estábamos en Tamanrasset le faltó saltar de la camilla y salir corriendo. Esa noche cenamos fruta que yo había comprado al volver de ver al camello. Le sentó tan bien que, azuzado por todo lo contado, me dijo que le ayudara a levantarse, se arrancó aquella goma, se mareó, esperamos a que se le pasara y salimos danzando sin que nadie nos viera por el mismo camino que habíamos llegado la segunda vez. Como realmente era yo quien le daba con una cucharilla la medicina de un frasco que se mantenía en una repisita de madera clavada al poste de su cabecera, arramplamos con ellas. Lo único, que no sabíamos era cuando pasaban ocho horas, porque a mi me avisaba aquella enfermera gorda. «Dikembe, dale la medicina a tu hermano». Pero nos daba igual. Así que recogimos a Hamal como si fuéramos ladrones de camellos, le ayudé a subirse en él y nos alejamos de la ciudad sin más. Nos quedó claro a los dos que las mafias no buscaban clientes en el entorno hospitalario. Al menos el hospital se salvaba de ese germen maligno. Fue más tarde, muchísimo más tarde, cuando Adama consiguió los papeles aquí en España, que se confirmó aquella enfermedad. Los resultados de los análisis tardaron veinte años, ¿qué te parece? No es como ahora, que tardan tres años en hacerte una prueba. El médico se extrañó al saber que su paciente había contraído esa enfermedad en la juventud y todavía siguiera vivo sin ser tratado. Lo achacó a su naturaleza y supinos que yo no había corrido ningún peligro al estar junto a él, porque «si la malaria fuera contagiosa, ya no quedaría ningún africano. La trasmite un mosquito, y en todo caso solo las mosquitas y se contagia únicamente de la madre al feto, ¿entienden?». Entendimos perfectamente: Adama está vivo de milagro. Sabedores de que a dos jornadas podríamos avituallarnos, no nos preocupó dejar atrás la ciudad con las alforjas vacías. Pero una vez en Silet, cambiamos la dirección, no nos dirigimos otra vez a Gao. Sino hacia Abalessa para luego tomar rumbo norte. Me preocupé tanto de que tomara la medicina mientras duró, como de que descansara más tiempo del que viajábamos. También le obligaba a comer más que yo, y bromeaba con su aspecto escuchimizado, que ya no lo era tanto porque había pegado un buen estirón. Estaba muy desmejorado, parecía un africano que anunciara una ONG. Él lo arreglaba todo con un “Dikembe, tú eres tonto”. Y tenía razón. Ninguno de los dos sabíamos en aquel momento que es más fácil combatir a un león que a un mosquito. El enemigo que no ves es el peor. Creíamos que los enemigos de los hutus eran los tutsis y viceversa, pero no. Los enemigos de los africanos son también esos otros países, esas otras economías que no son visibles ni en África ni en otros continentes, mientras esquilman sus recursos sin tener en cuenta a los esquilmados. Sus intereses traen armas y guerras que permiten gobiernos títeres que ellos mueven. Pero de vacunas y de medicinas, ¿qué? ¿Alguna noticia que no sea propiciada por una ONG en este sentido? De los laboratorios farmacéuticos, pertenecientes a los mismos grupos empresariales que explotan nuestra tierra y ayudan a Muerte, no hay noticias. Claro, la investigación hay que amortizarla, sino, ¿para qué se hace?, ¿para curar a los seres humanos? No, hombre, no. Ese tiempo ya ha pasado. Ahora es tiempo del coltan, de los diamantes de sangre y de una larga lista de materias primas, y digo primas no porque sean las básicas, sino porque provienen de primos como nosotros y que sirven para la fabricación de todo tipo de objetos “necesarios” en el primer y único mundo. Así no hay quien pueda ser feliz. Si bien, nosotros, los africanos, tampoco es que lo sepamos hacer muy bien. Acaso si nos dejaran en paz, con la ayuda de algunos colegios, llegaríamos por nosotros mismos a ella. Pero como pensamos todos con el culo, y con otras partes del cuerpo que no son el corazón ni la cabeza, así nos va a todos. Perdóname, pero es que mis luces solo me dan para hacer demagogia de la mala, igual que los políticos de moda que lo achacan todo a la invasión de extranjeros y que aluden al sentimiento nacional para salvar una crisis que es económica y producto del capitalismo salvaje.
El mismo día que releía esta carta y la ensamblaba en la historia que el mismo protagonista cuenta, llegaba el señor Trump a la Casa Blanca para sorpresa y preocupación de muchos. Pero no para mí que ni me sorprendía ni me preocupaba. Estoy convencido de que poco va a cambiar mi vida esa elección por parte de los estadounidenses que tanto revuelo está causando en los medios informativos y en las bolsas. Y no me sorprende al analizar el lenguaje. Creo que el cambio que se está produciendo en los resultados de las elecciones de los países hacia los nacionalismos retrógrados, tiene algo que ver con la palabra “demócrata” en su sentido literal. Me explico. Los votantes al ver que los líderes de los partidos tradicionales no pueden con la crisis que solo les afecta a ellos (a los votantes) y llevar una vida oyendo que los caciques de los partidos se proclaman los más “demócratas” del mundo, en contra de lo que hacen dentro y fuera de sus partidos, han reflexionado: Si “esos” que hacen todo “eso” son “demócratas”, yo ya tengo escusa para no serlo. Está claro que no queremos ser como nuestros políticos (el famoso establishment). Llevamos en los genes el egoísmo, porque la democracia es cuestión de aprendizaje, de educación y de convicción. No hay que mirar más que a nuestros hijos o acordarnos de cuando éramos pequeños: Todo era nuestro. La repudia al sistema que nos abruma, que nos hace más pobres no se explicita más que en las urnas, en el voto secreto contra esos “demócratas de pacotilla”, amen de que en algunos países ser de izquierdas es delito o inconcebible, luego no es una salida. Está muy mal visto decir en voz alta: “No soy demócrata” sin matizar lo antes apuntado, que no somos iguales que los políticos. Nos hemos puesto los primeros en la lista: Primero yo y luego los demás, y en particular todos esos demás que llegan de “dios sabe donde”. Ha triunfado el “nos quitan el trabajo”, el brexity un showman. Y eso sin meternos en la Europa continental donde los partidos xenófobos, homófobos y todófoboscampan a sus anchas y lanzan consignas de nosotros primero que nos lo merecemos por serlo. La globalización se vuelve contra quienes la crearon. Y, según mi criterio, a ello ha ayudado no sentir vergüenza por no ser demócratas al uso. Vaya usted a saber donde acabará esto y si tengo alguna razón. Yo, de momento he llegado a ser racionalmente “demócrata” y visceralmente revolucionario. Y digo más: Me encanta que haya a mi alrededor gente diferente a mí.
El caso es que en Abalessa descansamos y a los dos nos vino muy bien. Allí también pudimos comer caliente porque una mujer, tendera de un puesto de verduras, se ofreció a alimentarnos a cambio de dinero. El que nos pidió me pareció muy bien, así es que aceptamos, aunque fuera yo el que tomó la decisión. A Adama todavía le dolía lo gastado por causa de su hospitalización, pero también era consciente de que no podía con su alma. Mientras él descansaba  en  la cabaña  de la familia Mostefa, Hamal y yo salía-

mos a ver la ciudad y sus alrededores. Y, por supuesto, volvimos a nuestros jugos, en los que mi amigo se hacía con los terrones de azúcar que compraba para él y para Adama. Eran igual de golosos los dos. Y jugábamos sin público que es como nos sentíamos más cómodos. De paso, nos encargábamos también de suministrar agua a la casa y de adquirir los productos que Nassim, el cabeza de familia no recogía en su pequeño huerto. Cuando el herido se empezó a encontrar mejor, acompañaba a la mujer y a dos de sus hijos al mercado. Allí se pasaba la mañana entre sol y sombra, y distraído con la venta de las hortalizas. La familia estaba muy contenta con él porque notó que los ingresos diarios aumentaban. Cuando se trataba de vender, Adama hablaba como solía, poco pero atinado. Así conseguía que los clientes mercaran los productos a mejor precio. Mi amigo, sin leer a Antonio Machado, sabía que de necios es confundir valor y precio. Defendía que el valor de sacar adelante unos frutos en aquellas condiciones era superior al precio que pagaban los clientes por ellos. Con su brevedad y concisión no entraba al trapo del regateo directamente, sino que llevaba la puja a la vida cotidiana, a lo difícil que era mantener una familia que trabajaba la tierra con un escupitajo de saliva. Normalmente solía ganar y era su precio el que se aplicaba. Por eso los Mostefa estaban encantados con los dos. Además de los dineros que recibían por mantenernos y cobijarnos, Adama despachaba mejor que ellos y yo no aparecía por casa salvo para comer, dormir, llevarles el agua y pagar lo estipulado. Los críos más pequeños nos miraban con admiración y nosotros con cariño. Yo les dejaba jugar un rato con Hamal y se divertían de lo lindo. Lo que no sabían es que yo también disfrutaba de sus juegos. Como Adama al sentirse útil. Hacía mucho tiempo que a mí se me habían olvidado los sentimientos hacia mi familia y con aquel clan despertaron. Aunque todos, menos los pequeños, sabíamos que llegaría el día en que nos iríamos, nadie hablaba de ello. Vivíamos el momento, como no puede ser de otra manera para quien no cree tener futuro. Y a los dos también nos vino bien alejarnos uno del otro. El sentimiento de Borges: “Yo era chico, yo no sabía de muerte, yo era inmortal(1)” no era compartido por nosotros. Todos sabíamos y vivíamos tan cerca de Muerte que cuando pasaba la saludamos y cuando nos llamaba ni nos impresiona porque, a veces, ni la hacíamos caso. Yo soy testigo de ello y, a pesar de que siempre ha pasado de largo, alguna vez que otra, nos hemos cruzado, me ha mirado a los ojos con interés e incluso hemos hablado: «Llegas temprano». «Sea. Pero no te olvides: tarde o temprano, siempre llego». Ahora y antes, he vivido como si el hoy fuera el día que Muerte se lleve el gato al agua. Si bien es verdad que por motivos diferentes. Allí, en África, porque la inercia de cualquier ser humano es sobrevivir. Y ahora, aquí, contigo, porque no le puedo pedir más a la vida. Ni siquiera otro día. Todos los que quedan serán un regalo, si bien se me pasa por la cabeza usarlos de otra manera. Pero dejemos que se forme del todo ese pensamiento antes de expresarlo. El asunto es que he llegado hasta aquí y me siento querido por pocos pero mucho. Perdona, me estoy poniendo melodramático y eso no va conmigo, ya lo sabes. Supongo que es el precio por llegar a viejo. Para cerrar esta digresión, te diré que cuando esté muerto, me reiré de todas mis desgracias. Como te decía, llegó el día en el que Adama y yo decidimos seguir camino. Si no fue la primera, fue la segunda vez que dejamos atrás un pueblo sin la necesidad de huir. Acaso por ello, y por estar tan a gusto, dilatamos nuestra salida. Éramos tratados como emires. También influyó el gasto, no estábamos, yo nunca lo he estado, acostumbrados a gastar. Y más en algo que podíamos solucionarnos nosotros mismos. En realidad no era en absoluto caro el precio que pagábamos por la manutención y el alojamiento, pero éramos dos y no ingresábamos nada. Y sobre todo, Adama estaba tan bien de salud como antes, aunque el jarabe ya se había terminado hacia tiempo. El tercero en discordia no había vivido mejor etapa en toda su vida. Lucía una joroba y unas ancas como nunca. Había acumulado tal cantidad de grasa que estoy seguro que hubiera podido cruzar el desierto sin comer. De tal forma que tuve que ajustar la silla para volver a montarle porque durante aquellas vacaciones no nos subimos ni un día encima de él. Solo los niños, pero junto al cuello y sin que Hamal se moviera. Hasta Adama habló de ello, dijo que mi tripa y su joroba no tenían nada que envidiarse. Con ese humor, y con las comidas que nos hizo la cabeza de familia envueltas en hojas de palmera, abandonamos Abalessa. Pero mi satisfacción no era exclusivamente por eso, sino que estaba basada en la mejoría de mi amigo. Se había recuperado estupendamente, aunque el futuro volvería a traernos otra verdad: volvería a sufrir sus fiebres muchas veces. Nos informamos y con el mapa tomamos rumbo norte. Y como efecto de no huir, supimos donde nos dirigíamos. Al menos yo. Nuestro siguiente destino era Im Manguel. Otra aldea que cruzaban siempre las caravanas tuaregs. Pero los miedos ya se habían disipado del todo. El tiempo, la distancia y la auto-exculpación habían hecho su tarea. Otra vez el camello estaba en su elemento. Otra vez dormíamos bajo las estrellas. Aún lo hecho de menos, aunque no te lo creas. Otra vez caminábamos junto a un amigo, sabedores de que sí fallaban las fuerzas siempre podíamos acudir al otro o al animal, según fuera la necesidad del momento. Incluso, a veces, le montábamos por gusto, por volvernos a sentir dueños del mundo desde su joroba, con la brisa contra la cara, la boca tapada y los ojos medio cerrados, retando al desierto, mientras subíamos y bajábamos por las dunas. Pero el mundo es un pañuelo, incluso el africano y a pesar de la inmensidad del desierto. Primero nos cruzamos con una pequeña caravana que viajaba hacia el sur. Compartimos con sus integrantes té y descanso. Se dirigían a Tamanrasset, a visitar a unos parientes. Como nunca habían estado allí antes, nos tiramos, mejor dicho, me tiré el moco y les expliqué esto y lo otro. Adama solo abrió la boca para tomarse el té bien cargado de azúcar al que ellos nos invitaron, después de los obligados saludos entre viajeros del desierto. Porque hablaba poco, pero nunca ha sido un maleducado. Aunque él nunca se alegraba de cruzarse con nadie, por eso me había chocado la afabilidad con la que había admitido a la familia Mostefa. Pero cada uno tiene sus motivos, aunque no los comparta. Y, la verdad, es la primera vez que me lo medio planteo. El te acabó con un dulce que me gustó tanto como a Adama. Y pedí permiso al obsequiador para dar un poco a mi camello. A él también le gustó y tuve que mandarle alejarse porque no se separaba de nosotros por si le caía algo más. Así que también el animal sacó algo del encuentro. Y ahora recuerdo que he comprado esta mañana unas tartitas de manzana alemanas que me están llamando desde el frigorífico. Además mi estómago parece como si atenazara mi mano para no seguir con la escritura, así que firmo esta y me pongo con la cerna, que ya son horas. Un saludo,









(1VG)[↑][Volver] Del poema Isidoro Acevedo, dedicado por Jorge Luis Borges a su abuelo materno. 



Imagen 1. Foto bajada de www.efeverde.com, EFE-Antonio Lacerda©
Imagen 2. Foto bajada de www.juventudrebelde.cu
Imagen 3. Foto bajada de en.wikipedia.org, madre María Salomé.
Imagen 4. Foto bajada de www.odyssei.com

Blog en España más antiguo en patchwork

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Tengo verdadera curiosidad por conocer el bloguero, aunque más bien será bloguera, más antiguo en España dedicado al patchwork.

Son pocos los requisitos:

1) Que, al menos, el 50% de sus trabajos sean de patchwork.
2) Que esté en activo.
3) Que, al menos, haya publicado 12 post el año de menor actividad.

Por mi parte ya tiene una cesta reversible ganada en reconocimiento a su trabajo y aportación al mundo blog.

Me encantaría que me contaseis en los comentarios como conocisteis el patchwork.

Yo, me imagino como muchos, de ver los quilts  en las películas americanas y, sobre todo, en las películas de los amish.

En España a mi me parece que no es tan antiguo, de hecho, en mi entorno, no he conocido a nadie que lo hiciera hasta crear el blog en 2013.

De hecho, en las tiendas de telas que compraba, hasta esa fecha, más o menos, no tenían telas de patchwork.

Repito, me encantaría conocer vuestras historias.

Y sigo coso que te coso...

Video tutorial Mantel patchwork lagartera. Quilt as you go

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Vamos con el cuarto vídeo, la poca vergüenza (que mal suena) que tengo ya la voy dejando atrás.

En éste, como en la vida misma hay luces y sombras pero textual.

Mientras grabábamos, el sol estaba juguetón y salía y se escondía a su antojo.

Esta vez no enseño arrugas, bueno no más de las habituales, ahora os tengo que presentar las manchas de las manos.

No me preocupan, ¿o si? Creo que si, porque voy a intentar darme una crema a ver si se van. Sin obsesiones.


Que tampoco os importe si algo no se nos da especialmente bien (el inglés y yo), aprovechad y os echáis unas risas.

¿Y si sacamos de nuestros armarios esas joyas que están sin estrenar y les damos una segunda oportunidad?

También pueden ser muestras de ganchillo, bloques de patchwork que hicimos de prueba, una puntilla especial....

Lo que la imaginación nos dé y más.



Y sigo coso que te coso...

Restaurando, actualizando, reciclando

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Mientras acabo el primer quilt para mi cama, voy en simultáneo, actualizando los cojines.

He empezado con el de JC porque no me convencía mucho como estaba:




Ahora me lo he currado un poco más, he reutilizado las letras de Vanessa Ouache,  tuneadas y masculinizadas por Jc


Algún block exploding, con unas telas japonesas -sin trama- de algodón preciosísimas.


Y otras partes de quilt as you go, según la técnica que vimos en este vídeo.



Tengo muchos cojines encima de mi cama, pero ya estoy en ello, no os preocupéis, todo poco a poco, sin agobios.

Y sigo coso que te coso...

Los piropos

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¿Qué tendrá que ver el patchwork con los piropos?

En principio, poco, pero poco poco.

Pero tienen mucho que ver con los gustos de la que suscribe.

¿A favor?

¿En contra?

Para desvelarlo os he grabado un vídeo.



Independiente del tema que nos ha ocupado hoy, me gustaría haberos arrancado una sonrisa.

Ese ha sido mi propósito, si lo he conseguido con alguien me doy por satisfecha.

A mi me ha divertido.

Y sigo coso que te coso...

CAP. 36 . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Andanzas y tropezones de Dikembe Biyombo

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De cómo perder un mapa sin que nadie se entere


quellas gentes con las que nos habíamos encontrado en mitad del desierto venían de Tiaret. Nos aconsejaron que tomáramos rumbo oeste. En esa dirección encontraríamos agua más fácilmente y con más frecuencia. Antes del amanecer me despertó el trajín de los tuaregs que reemprendían camino. Vi que Adama también se revolvía bajo su manta, pero él no se levantó. Yo sabía que estaba despierto y esperaba a que la pequeña caravana se pusiera en marcha para emprender el día. A veces, mi amigo parecía, o lo era, antipático. Las despedidas y los formulismos le gustaban tanto como hablar. Cuando se desperezó y volvió a ser persona, me le quedé mirando a los ojos a modo de reproche. «Los tuaregs no me gustan», fue su disculpa. Hoy puedo asegurarte que, salvo Hamal y yo, todo el mundo le desagradaba. Y poco ha cambiado. Creo que las experiencias con sus semejantes le han llevado a desconfiar de todo el mundo. Y no tengo en cuenta solamente el sufrimiento de aquel niño en África, también incluyo como fue, fuimos, tratados al  llegar a España e inclusive todavía hoy. Aún hay gente que nos repudia por tener la piel de otro color. Y, a veces, nos demuestran ese rechazo hasta violentamente. Adama cuenta en su haber, o en su debe, con dos palizas callejeras que le hicieron pasar por el hospital. Donde también se encontró con problemas, digamos burocráticos. Si bien debo decir, porque soy testigo de ello, que el personal sanitario se portó estupendamente con los dos. Muchos de estos profesionales actúan en contra de las instancias superiores y a favor de su juramento. Asunto que se agradece a todos los niveles, incluido el legal. Una persona que tarda 10 ó 15 años en esforzarse para hacer un juramento, no va a dejar de cumplirlo porque se lo ordene un ministro de tres al cuarto. A mí, al menos, me parece más importante e imprescindible un solo médico que todo un gobierno en pleno, se ponga los demócratas como se pongan. Debemos mejorar muchos aspectos de nuestros estamentos, tanto allí, en África, como aquí. No me duelen prendas, mon ami. No sería solo la xenofobia la culpable de que Adama acabara en un centro sanitario. Su malaria también le obligaría más de una vez. Y si bien está casi curada, le ha dejado huella. Y en su favor debo decir que, siendo un “simpapeles”, le permitieron formar parte de un grupo de cobayas en el que se ensayó una droga contra el paludismo. Otra vez aparece la incongruencia de vuestras leyes. ¿Si no existes civilmente, cómo narices puedes contribuir a la ciencia?”. Todos esos desajustes desaparecerán, no cuando se hagan leyes justas, porque es imposible, sino cuando todos tengamos los mismos derechos en cualquier momento y lugar. Para mí es así de sencillo. Pero si yo fabrico peines, no quiero que haya calvos. Y si esos peines usan balas, la paz no me interesa. Quien no quiera entenderlo y sea partidario de armar hasta a los niños, más le valdría no haber nacido. Un mundo que debe vivir en paz no les necesita. Y digo que no deberían haber nacido, porque me guste o no, una vez paridos tienen el mismo derecho que yo para expresar su opinión.
¿Qué queréis que os diga? Bastante dice Dikembe a su amigo José María. Ante sus palabras poco puedo añadir, aunque alguien las discutirá. Pero quien quiera que lo haga tendrá que explicar porqué llegan armas a manos de tantos niños. Y no le valdrá la escusa del cuchillo que también sirve para cortar el pan porque en un arma no hay nada bueno, nada. Yo me sumo a la reflexión y postura de Dikembe. A los niños hay que amarlos, no armarlos, como hacen por África actualmente. Todos arrimamos el ascua a nuestra sardina, aunque este refrán falla cuando no hay ni una parrocha que arrimar.
Seguimos camino también nosotros hacia el oeste con el regusto dulce de aquel azúcar tostado con almendras, así como de la grata compañía, al menos para mí, porque ya conocemos la postura de Adama ante los tuaregs y no tuaregs. Al cruzar una pista de tierra, mi amigo me planteó seguirla. Iba hacia el norte. Le propuse que cavilara un poco. Después de que se volviera hacia los cuatro puntos cardinales sus pasos me indicaron la dirección que “habíamos” elegido. Y hablo en plural porque aunque las decisiones las tomáramos individualmente siempre eran por consenso. Cuestión de confianza. Igual que la presunción que tú asumes cuando te pones al volante de un coche ante los demás conductores. Si no tuvieras la seguridad de que nadie va a ir contra tu vehículo, no conducirías. Confías ciegamente en que todos vais a cumplir las normas de circulación. Y, en cambio, sabes perfectamente que muchos os las saltáis a la torera. Pues es lo mismo que nos pasaba a nosotros. Atinaría o erraría, pero yo presumía que en ese momento la suya era una decisión acertada. Éramos como una mujer maltratada que siempre consiente, en su caso por lo contrario que nosotros. Supongo que le ayudó a decidir oír junto al murmullo del viento el traqueteo lejano de un motor. Y ello implicaba el encuentro con otro humano. Evidentemente dejamos la pista por la que se caminaba mil veces mejor que por la arena suelta, pero que, precisamente por ello, atraía más caminantes y vehículos motorizados o no. Sin volverme, oí alejarse el monótono ruido mecánico, y volvimos al silencio que se ve inundado por el viento, que esta vez nos daba de cara. Nos subimos las camisetas hasta la nariz, de modo que si nos hubiéramos cruzado con los fantasmas de nuestros familiares no nos hubieran conocido. Hamal no necesitaba ni de turbantes, ni de pañuelos, ni de camisetas para defenderse de la arena que traía el aire. Los camellos son capaces de sellar sus narinas a voluntad para que no se vean afectadas sus fosas nasales. Lo que ya no sé es por donde respiran los “jodíos”. Como tampoco necesitan la vista para caminar en línea recta, al menos Hamal. Lo sé porque en nuestros juegos yo le ponía mi camiseta en la cabeza, me alejaba, le llamaba. Él acudía por el camino más corto. Por ese motivo y porque la tempestad de arena arreciaba, nos pusimos en su lomo y nos dejamos llevar hacia la profundidad del desierto. En nuestros corazones, sin alimentarlo ni saberlo, crecía el sueño de una tierra que nadie nos había prometido pero en la que, en mi caso, buscaba a Kataku. Sí, es cierto que Adama hablaba poco y andaba siempre absorto en sus pensamientos, pero cuando hablaba decía algo, no era como yo. Creo que me repito, pero es fácil caer en la tautología. Te lo digo, porque durante una de esas noches de travesía, bajo las estrellas y nuestras correspondientes mantas, racionalicé mi deseo de llegar allí donde todos los de mi aldea ubicábamos a aquel joven que marchara. No buscaba contestación alguna, porque no había pregunta, tan solo reconocimiento de un anhelo íntimo y profundo que no creía tener . Mi sorpresa fue escuchar una confesión en tan solo tres palabras: «Yo solo huyo». Adama no iba a ningún sitio en particular, solo huía. Quería evaporarse, no estar en ningún sitio. Aunque eso cambiaría. Y sin querer ser protagonista de nada, creo que fui yo el motivo. Bon, moiy supongo que algo tuvo que ver también Hamal. Le entendí perfectamente porque eso creía yo que hacía desde que dejé atrás a Wahid Okoye. Aquella noche, imaginé más que dormí. Mi amigo, sin intención, ya me había contado los motivos de su constante evasión. Y yo confundía mis recuerdos con sus delirios durante su enfermedad. Cada uno vive las situaciones similares como puede y sabe. Ninguno respondemos igual ante lo mismo. Y, aunque sean semejantes esas vivencias, calan y desgarran, en su caso, diferentes partes del alma. Y considerando que no hay dos almas iguales, a pesar de que las hay gemelas, pensé en las diferencias de nuestras heridas ante hechos semejantes. También llegué a una conclusión que desecharía durante el viaje. A la sazón asumí que aquello vivido en nuestras respectivas aldeas, tanto Adama como yo, era consuetudinario. Como decís vosotros, que era el pan nuestro de cada día que debía llegarle a todo el mundo. Bien es verdad, como te he dicho, que antes de llegar a estas tierras que hoy piso, ya había corregido esa sensación. Porque, también, en nuestro largo y ancho peregrinar, vi que en África hay personas que no sufren la amputación de sus seres queridos en el momento que más los necesitan. Sin llegar a pensar que nuestras soledades, la de Adama y la mía, eran raras o particulares. Según nos levantábamos caminábamos hacia nuestras sombras, siluetas que por las tardes nos seguían a nosotros. Recordé con alegría que un anciano de mi aldea, cuando no era yo más que un mocoso, se reía de mí porque siempre andaba corre que te corre para pisar mi sombra. Y me decía que nunca conseguiría adelantarla ni dejarla atrás, que era como el dolor, que siempre le tenemos delante y que siempre está detrás, en la memoria. Y este recuerdo final, me torció el gesto. Así que dejé de recordar y punto. Y mira tú por donde, si cuando sale el sol le das la espalda y sigues en esa dirección a la tarde has conseguido dejar tu sombra atrás. Aquel viejo no tenia razón, cualquier cosa se puede dejar atrás, aunque luego vuelva a estar delante. Basta con seguir tu caminar y echarle paciencia. Adama, al ver las sonrisas que por estos pensamientos se me venían a la cara, me miró con extrañeza. A lo mejor se preguntaba si tenía motivos para sonreír o quizás pensara que su compañero se había vuelto loco. Terminó por esbozar forzadamente otra sonrisa que apenas terminó. Y como me gustaba pincharle me acerqué a él y le pregunté, exagerando: «¿Y tú de que ríes?». Fue la única vez, que recuerde, que me dio la sensación de que Adama hablaba por hablar. «Porque tú lo haces», me dijo, respuesta que en aquel momento juzgué vacía. Pero de banal tenía poco, porque hoy reconozco en ella su amistad, la pura alegría de ver que el otro está alegre. En esa sonrisa había cariño, había admiración. Sí, a veces, las palabras separan, otras muchas expresan más de la idea que representan. Ojala las palabras, incluidos los insultos y las mofas, fueran las únicas armas para luchar entre nosotros. Aunque hay algunos que no las entienden. Poco te cuento, como verás, de la travesía por el desierto, pero es que tan solo pasaban los días y las tormentas de arena. Hoy reconozco que el desierto no fue solo duna tras duna. Si algún día fue verde, debió ser impresionante, acaso un paraíso. A nada que se le hubiera hecho caso a aquel físico, matemático e inventor, Augustin Mouchot, que ya en el siglo XIX pensó en la energía solar, hoy el Sahara y otros desiertos generarían más energía que aquella que obtendremos nunca al quemar todo el carbón y el petróleo que arrancamos a la tierra. Y sin ningún riesgo para nuestra salud. Pero, como siempre, la economía se impuso a la lógica. Después de la Exposición Universal de París de 1889, donde monsieur Mouchot presentó su invento para explotar la energía solar, el hundimiento del precio del carbón


hizo que todos se olvidaran de sus proyectos. Todos menos un multimillonario, gracias a la invención del cristal de seguridad, que, treinta años después, montó en Maadi, Egipto, una planta solar capaz de bombear del Nilo 23.000 litrosde agua por minuto para mantener irrigados varios campos de algodón. Este pionero fue Frank Shuman. Esta vez no fue la economía, o sí, sino la II Guerra Mundial el freno. Y después el bajo coste del petróleo. Las grandes industrias optaron por quemar petróleo y la liaron. Era todavía más barato que extraer carbón. Y así se fue al traste el gran invento que pudo evitar el desastre que hemos provocado por el uso de los combustibles fósiles. Y la energía solar quedó arrinconada hasta que en 1970, por necesidad, se retomó. Es decir, que perdimos medio siglo estropeando, además, nuestra atmósfera. Si algo es notorio en la humanidad es su estupidez. Aunque alguien pueda pensar que a cojón visto, macho seguro, cualquier tonto como yo podría haber pensado que se acabaría antes cualquier mineral que la luz del sol. Y ya, de paso, evitar el cambio climático, aunque en aquella época pocos, por no decir nadie, pensaba en ello. Pero lo que queda claro es que unos pocos arrastraron a la mayoría, no hacia el bien común, sino hacia el bolsillo propio. Como a nosotros nos arrastró nuestro silencioso caminar hasta Im Amguel. La ciudad no nos esperaba, aunque tampoco sentimos que fuéramos un estorbo. Fue como seguir en el desierto porque nadie reparó en nosotros. Todo el mundo iba a lo suyo, como nosotros, que primero nos avituallamos y luego jugamos en el río mientras Hamal comía. Y, de paso, nos quitamos el polvo del camino. Y, aunque no chapoteamos solos, tampoco extrañó a nadie que lo hiciéramos. Tan solo nos quitamos las túnicas, los turbantes a punto estuvieron de desaparecer en la corriente, pero nos lo pasamos en grande al perseguirlos. Adama, como no sabía nadar, me animaba a perseguirlos y cuando los alcanzaba se tiraba hacia atrás para celebrarlo. El camello, sin prisas, bebió lo suyo, que como ya sabes es mucho y nos esperó con la paciencia que le caracterizaba. Nos secamos al sol y al sol dejamos los turbantes extendidos sobre la hierba mientras comíamos a la sombra de un frondoso y recio árbol. Cuando acabamos de comer nos tumbamos a descansar. Ni él ni yo dijimos nada sobre seguir camino. No hicimos noche bajo aquel árbol, junto al río, por los mosquitos. Trasladamos nuestro culo junto a una tapia de barro con unos contrafuertes y allí dormimos resguardados del viento que se levantó cuando bajó la temperatura después de irse el sol. Al despertar, lo primero que vi fueron unos frutos que colgaban de un árbol cuyo tronco ocultaba la valla. Las ramas de  otro  árbol  también  asomaban  por encima del muro, al

otro lado de un pilar que hacía el rincón que habíamos aprovechado nosotros para pernoctar. Quien cerró durante la noche el habitáculo así creado, fue Hamal que con su corpachón nos resguardó del aire y del frío. Y el camello también nos sirvió de nuevo como escalera para hacernos con aquellos frutos. Por todo ello fue un despertar agradable. Parecido al que vives tú a diario, que te encuentras, tras dormir, con un desayuno encima de la mesa, nosotros lo encontramos encima de nuestras cabezas. De alguna manera, un frigorífico natural, nos guardaba a nosotros un almuerzo sorpresa. Fue Adama quien se subió a Hamal y arrampló con casi todos los frutos que creyó en sazón. Los apretaba, calibraba su madurez y los arrancaba o los dejaba según le pareciera. Al verle, deduje que no era la primera vez que hacía aquello, pero no le pregunté. No es que fueran un manjar, pero no estaban mal aquellos frutos, y mejor nos supieron por la cercanía y el costo. Eran jugosos y sin hablar aprobamos a mordiscos y con gestos aquella suerte. Me vino a la cabeza mi bisabuela Mayifa que siempre sería mi abuela a pesar de todo. Ella siempre quiso que fuera un guerrero, de la misma forma que tú quieres que uno de tus hijos sea médico. Los sueños están matizados, como nosotros mismos, por nuestro entorno. De hecho, mi abuela Mayifa solo podía soñar con que su biznieto fuera el brujo de la tribu o un guerrero. Y mira tú por donde, las circunstancias me llevaron a ser filólogo de una lengua que, ni ella ni yo, conocíamos. Algo que Adama nunca se planteó. Él optó por la ignorancia, que no por la incultura, y lo hizo totalmente consciente. Y eso normalmente no ocurre porque la ignorancia suele ser impuesta. Él no es infeliz a su modo. Siempre ha querido que no se repitiera su historia, sin saber que solo le podían arrancar una vez de su infancia. Lo sabe, pero no lo quiere reconocer por si acaso. La herida de Adama es tan profunda como la muerte. Y no deja de ser curioso que él sea uno de los cicatrizantes de la mía. A mí me tira más mi tierra. A Adama le da miedo. Y eso que ya han pasado lo menos cincuenta años. Nos tuvimos que lavar en el río porque el jugo de los frutos nos dejó pegajosos. En el trayecto hasta el agua el polvo se pegó en nuestras manos y en nuestras caras. Y cuando llegamos a la ribera Adama parecía un negro esmirriado con barba canosa y espesa. Imagino que a mí me pasaría lo mismo. Yo me reí lo mío. Fue uno de los momentos más hilarantes que recuerdo. No paré de reír ni al lavarme, por lo que me atraganté al tragar agua. Cuantas veces, al recordar aquella cara amiga y sucia, he roto a reír. Hoy tan solo me sonrío al evocarla, pero me alegra tanto como entonces. Bon, el caso es que, después de preguntar a un comerciante, nos dijo que la siguiente ciudad hacia el norte era la lejana In Salah, y como era mañana volvimos a dejar el sol a nuestra derecha. Consultamos nuestro mapa y este confirmó las palabras de aquel. Y ya te puedes imaginar, arena sobre arena. Pero eso ya no es una novedad en estos relatos. Bastante te he escrito ya de tormentas de arena, de caminatas y cabalgadas sobre camello. Solo te diré que, a mitad de camino, es un decir, justo en un cartel de madera que encontramos en un cruce, medio enterrado, Adama cambió de idea y de rumbo. La señal también indicaba que si seguíamos la pista hacia el oeste llegaríamos a Taourirt. Y Adama sacó el mapa y lo estudió. Tuvo que pegarlo al suelo, porque el aire no dejaba de menearlo. Y esa pudo ser la decisión por la que acabamos aquí, aunque esta opinión es una simplificación. De haber seguido hacia In Salah, podríamos haber pisado tierra Libia y de ahí el salto hubiera sido a cualquiera de las otras dos grandes penínsulas europeas y mediterráneas. Pero eso no lo sabremos jamás. Ni importa, porque yo he sido feliz entre muchos de vosotros. Las etnias, las culturas son importantes para el desarrollo del hombre, pero los individuos que te rodean, son, al fin y a la postre, quienes te enriquecen. En realidad, no conocíamos nuestro destino, pero, ¿quién carajo lo sabe? ¿Acaso tú te veías cómo y dónde estás? Y no creas que solo éramos Adama y yo quienes desconocíamos nuestro rumbo. Ni siquiera aquellos que quieren que arribemos a puertos por ellos fijados conocen y manejan las tempestades y las olas del mar. Hay tantas variables en juego que ni un ordenador cuántico podría manejarlas. Y hablo de una sola vida. Pero si el hombre llegara a dominar todos esos factores, dejaríamos de ser humanos. No juzgo el hecho, solo admito la posibilidad de que se materialice. Y no olvidemos que la variable por excelencia siempre ha sido y será nuestra finitud. Quien resuelva la ecuación en la que está involucrada Muerte será tan dios como Imana. ¿Te acuerdas del cuento que te conté de mi abuela Mayifa? Eh bien, c'est ça, mon ami. Como casi siempre, Adama tuvo razón. Su desconfianza ante los tuaregs y los viajeros del desierto se  confirmaron  cuando
fuimos abordados por cuatro ladrones que solo nos dejaron el agua y, extrañamente, a Hamal. O sea, que no se llevaron mucho. El asalto fue visto y no visto. Las alforjas, pasaron de nuestro camello al suyo y los bandidos siguieron camino. Tan solo tuvieron que esgrimir una takuba(1)para convencernos de la transacción. Como dos tontos, parados en medio de la nada, dimos oídos a las risas de los cuatro jóvenes que se alejaban. Con ellos se iban nuestras provisiones, nuestras mantas y nuestro mapa, pero no los dineros porque los llevábamos encima, ya sabes donde. Después Adama me miró con ojos culpables. Me acerqué a él y le puse una mano en el hombro. A veces las palabras no hacen falta para perdonar, aunque las usé para dar ánimos: «Tenías razón». «Sí, pero no en el rumbo», fue su respuesta. No quise contestarle porque no sabía si tenía o no razón. Creo que los dos pensamos en volver a Im Manguel pero no lo discutimos ni lo decidimos. Mi amigo seguía afectado por haber cambiado el rumbo y por tener razón con los tuaregs. Hizo otro comentario sobre lo mucho que nos había costado conseguir el mapa y ya no dijo nada más al respecto. Por eso asumí yo la responsabilidad de las decisiones durante algún tiempo. Y la primera fue seguir hacia Taourirt. No sé el motivo, pero siempre ha decido ir hacia delante. Durante el camino, insistí con mis palabras de ánimo, no nos habían quitado lo más valioso. Taché a los asaltantes de ineptos ladronzuelos que, por suerte para nosotros, tan solo querían divertirse. Y hoy lo pienso en serio porque si no, ni Hamal ni el dinero hubieran seguido con nosotros. Aquello no fue más que una gamberrada. Ante mis palabras de aliento, Adama no se manifestaba. No sabía si hacían efecto en él, pero seguí erre que erre hasta que se cansó de oírlas y me mandó a freír espárragos. Y, aun así, no me callé. Menos mal que veníamos de una vida regalada en la que ambos habíamos cogido peso y la costumbre de hacer, al menos, tres comidas al día. El menos perjudicado por el atraco fue Hamal porque lo único que le quitaron fue un estorbo de encima. Y otra vez sería él quien tiraría de nosotros dos. Volvimos a ver otro cartel en el que se anunciaba la ciudad de Taourirt en árabe porque íbamos paralelos a una pista de tierra. De tanto en tanto veíamos un camión que se presentaba antes con el ruido del motor. Al tercer o cuarto que pasó, y en mis trece, comenté a mi amigo, que no todo el mundo que rodaba por el desierto se dedicaba a robar, como aquellos camioneros. Su respuesta fue lapidaria y me obligó a no decir ya más tonterías para animarle: «Porque no pueden». Y esta opinión poco ha variado hasta hoy, te advierto. Aunque ya contempla algunas excepciones. Por aquella época no descartaba a nadie, ni a mí. Bon, y ahora tampoco. Pero hace bien porque yo ante las mismas circunstancias e información volvería a repetir lo hecho. Y en ello, incluyo mi responsabilidad en el accidente que costó la vida a un indeseable. Peor hubiera sido que la boca del arma me hubiera apuntado a mí en el momento que se disparó durante el forcejeo. ¿No crees? Eh bien, c'est ça, mon ami. En esta ocasión juego con ventaja porque ya hemos hablado de este tema y hemos llegado a una conclusión compartida: Todos tenemos un precio. Y aquellos que se estiman menos o más no son peores o mejores por ello. Me gusta resolver estos asuntos éticos. Sobre todo si he protagonizado alguno. Estaré equivocado, pero tengo mi opinión. Aunque, como bien sabes, no siempre mis conclusiones se ajustan a mis reacciones. Es certera esa frase de origen cristiano que afirma que quien evita la ocasión, evita el pecado (hoy sustituido por “peligro”). Pero también es cierto que la vida sin riesgos solo da vueltas como un tiovivo. Todo aquel que no se pone a prueba, no aprueba. No vive, pasa por aquí de puntillas. Lo peor es que nadie aprenda nada de ti, que no aportes nada a nadie. Formamos parte de un todo y sería triste que ese todo siguiera igual después de darte un garbeo por esta santa tierra que nos acoge. No generar una sola pregunta o duda a nadie se me antoja de seres inútiles. Prefiero ser enemigo a anodino. Prefiero que piensen mal de los africanos a que no piensen en absoluto en ellos. Incluso prefiero al que se valora por el mal que hace. Y ahora me viene a la mente una fábula que mi abuela Mayifa me contaba sin que de crío me enterara del trasfondo. Verás, una mañana de verano despertó una hormiga y vio que estaba sola. No podía creerlo. Ni desayunó. Se puso a buscar a sus amigas. Pero no encontró a ninguna. Tras sortear una raíz se dio de cara con un lagarto de grandes ojos que se alegraron de ver parte del desayuno de su dueño. Reaccionó la hormiga ante esa mirada ávida y desiderativa. Convenció al reptil de que almorzaran juntos, pero en paz, un par de moscas muertas que había visto durante la búsqueda de su familia. Si por algo destacaba la hormiga era por su pico de oro. Satisfizo el desayuno más al grande que a la chica, aunque ella quedó más contenta por no formar parte del menú del ya amigo. Hablaban sobre todo del deseo de ser famosos en el bosque. Él posibilitó que su nueva amistad conociera a un papamoscas monarca que no se la comió por su verborrea y su valedor. Y terminaron amigos también. El sueño hormiguesco de ser notoria y que la conociera más y más gente crecía a cada paso, como el de su primer amigo. Y el pájaro también ayudó en este sentido, pues les presentó a una zorra que criaba a tres cachorros en una zorrera que a nuestra amiga le pareció un palacio de lo apañada que la tenía la raposa y de lo grande que era. La invitada tardó poco en hacerse con la voluntad de su anfitriona por la atención interesada que ponía en sus hijos. Todas las noches les contaba un cuento antes de dormir. Una madre agradece enormemente todo detalle con su prole. Se creció la hormiga y quedaba al cuidado de los cachorros cuando su madre salía a cazar y conoció a otras madres en el parque. Y, así, una tarde ella volvió con un cotilleo del bosque: El rey lobo estaba a punto de morir, y todo el mundo andaba revolucionado por ver quien heredaría el trono. En ello vio la hormiga una posibilidad de cumplir su sueño y alcanzar la fama. Lo más lógico era que eligieran a otro lobo o loba para un nuevo reinado, pero las artes oratorias y el apoyo de todos sus conocidos pesaron tanto en el resto de animales, que salió elegida ella como reina. Y lo primero que hizo fue dar una audiencia a cada uno de sus amigos en palacio. Así les agradecía su apoyo y amistad. Pasaron todos y el último fue el lagarto. Cuando este entró en la sala del trono, cerró con llave por dentro y se acercó a su amiga. Esta se extrañó y pensó que iba a contarle algún chisme. Pero no escuchó ningún cotilleo, sino su sentencia de muerte. Y ante la pregunta del porqué el reptil, también ambicioso le reconoció que comerse una hormiga anónima no era lo mismo que comerse a la reina del bosque. Y colorín colorado, este cuento y esta carta, se han acabado. Un saludo,










(1VG)[↑][Volver] Espada tuareg.


Imagen 1. Foto bajada de www.thestar.com
Imagen 2. Foto bajada de en.wikipedia.org
Imagen 3. Foto bajada de ssl.panoramio.com ©Le mehariste
Imagen 4. Foto bajada de galeria-out-of-africa.com




Cojín manta para Elena

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Estas fiestas, el regalo estrella ha sido el cojín manta.

Como soy de piñón fijo, estaba en momento exploding block y así que hice unos cuantos.

También en modo batik

No es que lo diga, es que os lo demuestro, yo de pensar poco, pero poco, poco, que luego igual profundizas y no te gustas.

Pero el regalo si que ha gustado, ha sido para Elena, mi sobrina favorita, no tiene mucho mérito, porque haga lo que haga a ella le gusta. Es muy agradecida. 

Que mona eres Elena y cuanto te quiere tu tía.


Como su habitación está en moradosberenjena, intenté que el asunto fuera de esos tonos.

Estoy convencida que arroparé tus sueños y, en algún momento, estaré contigo.

Y sigo coso que te coso...

Mi recién estrenado marido de finales de los 70 del siglo pasado

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El título ya va diciendo algo...

Pero si queréis pasar un rato conmigo, invitados estáis.


Hay que tomarse la vida con filosofía.

Ya me veis a mi.

Y sigo coso que te coso...

Un par de cestas

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Hay algunas cestas en casa que ya me están cansando un poco.

Son de las primeras y me piden a gritos la renovación/sustitución.

Como me encanta probar nuevos materiales, en esta ocasión he usado una tela de tapicería de sofá de los 80.

Con un niño pequeño se me ocurrió tapizar los sillones de este salmóncasicrudo.

Creo que duró poco, igual menos que poco.

Pero mira, después de más de 30 años con un retalito se da vida a un par de cestas para el baño.


Hoy mismo las estreno.

Cada vez que las mire, recordaré a Raúl intentando subirse gateando al sofá.

Que recuerdos!!

Calculo que ya he hecho más de 100, si todavía no te has decidido, aquí te dejo el tutorial.

Y sigo coso que te coso...

CAP. 37 . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Andanzas y tropezones de Dikembe Biyombo

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De cómo encontré otros ojos



l trayecto hasta Tawrirt o Taourit iba a ser largo. Tanto como esa carretera a la que había dejado paso la pista de arena que bordeábamos desde encontrarla. Ni a Hamal, ni a nosotros, cuando le dábamos descanso, nos gustaba pisar esa superficie negra y rugosa que se nos pegaba a los pies. Preferíamos la arena, suelta o apisonada. Aunque valorábamos la información que gracias a ella nos llegaba. Sabíamos por los carteles que la carretera acabaría dentro de una ciudad. Yo creo que fue nuestra etapa más aburrida, a pesar de no tener qué comer, salvo alguna que otra raíz que encontraba aquí o allá. Harto ya de pasar hambre y contra la voluntad de Adama, al oír acercarse un motor, metí a Hamal en la carretera, me planté en medio con las piernas abiertas y empecé a cruzar y descruzar los brazos extendidos por encima de mi cabeza. La bronca del camionero me la llevé, pero después de que parara. Sin quitar a Hamal del medio como pretendía el gritón, y por encima de sus palabrotas, le conté que nos habían robado y que solo nos habían dejado el agua. La cara que puso no fue de credulidad. Y menos cuando, después de preguntar con retintín si nos habían dejado algo de valor, a parte del camello, le contesté que algo de dinero teníamos. Por una vez que decía la verdad, no me creían. Pero aquel hombre era un negociante y olió ganancias. Cambió de gesto y me explicó que habíamos tenido suerte porque se dirigía al zoco de Tamanrasset a vender los mejores dátiles de la región. Y con eso me dio pie para iniciar la compra que él ya había vislumbrado de antemano y que coincidía con mis intenciones al pararle. Puse por las nubes la fama de los dátiles de Tawrirt por su dulzor, su pequeña semilla y su carne apretada y esta vez, aunque le mentí, sí me creyó. Sin darme cuenta había subido el precio de su fruta. Pero mientras que él conocía mis pretensiones, yo no sabía nada de las suyas. «¿Entonces, cuántas canastas quieres, muchacho? Son solo de medio cántaro(1) cada una». En ese instante, se acercó Adama y me dijo: «Ni se te ocurra, no puede faltar mucho». Pero yo tenía más hambre que ganas de razonar, y contesté al negociante que solo una. Cuando vi la cantidad de dátiles que componían un cántaro pensé en la advertencia de Adama, me retracté y le pedí que nos vendiera menos. Pero él se hizo fuerte y se refugió en que su labor era de mayorista, que no vendía al detall. Y para convencerme de su postura llegó a ofrecerme toda la carga por un buen precio porque se ahorraba el porte. Fue Adama quien contestó muy poco educadamente: «¿Y por dónde nos los metemos, por el culo?». Adama sabía que si ese hombre salía de Tamanrasset para vender sus dátiles, no nos darían mucho por los 
que nos sobraran allí mismo. Y me ajusté a la menor cantidad posible. De diferente humor y ganas cargamos el saco en Hamal, pagamos los frutos a precio de oro y el satisfecho camionero siguió camino. Lo primero que oí después de que el motor se amortiguara por la lejanía fue un “eres tonto, Dikembe”. Me llené la boca de dátiles y le contesté con ella llena, por eso no sé si me entendió, ya que tampoco contestó: «Tonto es aquel que se muere de hambre por ser consecuente». Ya sabes el dicho aquel de que el junco nunca se quiebra, su resiliencia se basa en la flexibilidad. Lo que yo no estaba dispuesto era ni a buscar, ni a comer más raíces duras y ahogadizas. Pero estaba de acuerdo con mi amigo en una cosa: la compra daba para llegar a cualquier parte de África andando. No, no íbamos a pasar necesidad, salvo que el cabezón de Adama se negara a comer dátiles, cosa que no hizo. Pero no se los comió con las ganas y la alegría con que me los zampé yo. Ser cada lunes y cada martes consecuente te acerca, si no corriges el miércoles, a la rigidez. La virtud está en un término medio, aunque yo no tengo claro esa medida. No le faltaba razón al trujamán de dátiles en defender la calidad de su fruta, dulce y jugosa, por eso no me explicaba la cara de amargado que tenía mi compañero aun después de probar el primer fruto. Le pregunté, para hacerle hablar y encocorarle, si no le había gustado. «Lo que no me gusta es meterme la lengua en el culo, listo». Y bastante me dijo. Los dos sabíamos que por hambre se es capaz de hacer cualquier cosa, si es que puedes y, si no, te mueres que también es hacer algo. El día a día de aquellos a los que se niega el pan y la sal así lo atestigua. Cuando el mundo conoció, ya hace tiempo, la cantidad de niños, y no tan niños, que morían de inanición a diario en África, a poco se queda sin resuello. Hoy, que ya lo sabemos todos, no exigimos a quienes debiéramos que pongan freno a esa barbarie. Y eso que, normalmente, los elegimos nosotros. Será porque nuestras conciencias están construidas con la variable primordial de valoración por cercanía o por identidad nacional. Vaya usted a saber. Al menos ese es el cariz que se observa desde esta mi atalaya a la que solo te dejo subir a ti y a Adama. Pero él acertaba en aquel momento en el que me tildó de tonto, porque se confirmó y así lo reconocí. Eran demasiados frutos para que no se estropearan bajo el sol de justicia que nos caía. Estaba claro que el camionero no iba a entregar un pedido, sino a venderlos si podía. Otra vez me habían engañado como a lostontos de Carabaña, aunque no hubiera cañas ni cañerías de por medio(2). Siempre engañamos mejor a quienes se fían de nosotros, lo difícil es engañar a los otros. ¡Qué razón tenía Adama, qué tonto y confiado era yo! Y fue entonces cuando decidí que solamente iba a confiar en él. Y la verdad, mi círculo en este sentido se ha ampliado muy poquito desde entonces. Recién tomada la decisión me costó más mantenerla, pero en cuanto recordaba que por fiarme de Moussa había perdido mi libertad, aumentaban mis recelos. En la vida te encuentras con todo tipo de gente, eso lo sabemos todos. Y por costumbre y simplicidad las adjetivamos de buenas o malas. A mí me ha costado mucho desestimar esa simpleza, este maniqueísmo que de otra forma me hubiera podido llevar a la radical idea de eliminar a los malos. Y no creas que esa convicción es tan rara. ¿o no? Eh bien, c'est ça, mon ami. Que hay mucho “salvador” por ahí suelto elegido con votos “Trump-a” (léase trampa), si me permites el chiste dejándome llevar por la actualidad. Llegamos a Tawrirt, hartos de  dátiles, con más  de  los
que habíamos comido y con la mitad de ellos echados a perder por la temperatura. Y que encima rezumaban del saco. Y como en mi juventud nunca quise dar mi brazo a torcer, por eso muchas veces me lo han torcido, me dediqué a separar los dátiles malos de los menos malos y de los podridos, que también los había. Los primeros y los últimos se los di a Hamal que no puso ni un pero. Y así se lo dije a Adama que me dejó por imposible. Como ya te habré dicho, él era eminentemente práctico, la antítesis de otros, que como yo, sueñan que el mundo se puede mejorar. La inteligencia puede definirse como la capacidad de entender nuestro entorno, todo aquello que nos rodea, tal como hace la propia naturaleza. Y, a veces, nuestros sueños ocultan la realidad.
Los sueños ocultan la realidad. Menuda sentencia se marca aquí Dikembe. A mí me ha dado qué pensar y he llegado a la conclusión de que tiene muchos números para dibujar una verdad que a muchos nos afecta. Por ahí anda una frase de Oscar Wilde que asocio con esta otra de nuestro protagonista: “Cuidado con lo que deseas porque se puede convertir en realidad”, aunque la primera es más rotunda y no deja salida. Recupero todo mi tiempo de brega y lo traslado al papel junto a los sueños que me movían mientras luchaba. Y, efectivamente, la realidad que leo desde donde estoy ahora, nada tiene que ver con la que veía en aquellos momentos. Ni siquiera los motivos de aquella lucha se salvan. No, no es cierto que lo hiciera por mis hijos. No. Lo hacía porque yo quería. Y ni siquiera por darles lo mejor. Te puedes tirar a un torrente a salvar a tu hija de ahogarse, pero nadie se tira a la calle todos los días de su vida laboral para conseguir lo mejor para ella. No. Y quien lo afirme miente. Y creo que es a eso a lo que se refiere Dikembe. Pero no tiene nada que ver con la satisfacción de haber salido a flote, hasta ahora. Así que a ello me agarro para no reconocerme un hipócrita. Pero a mi favor he de reconocerme que jamás les he pasado una factura. Y si fue así, lo siento, les pido disculpas.
Como es natural, una vez solucionado, aunque no del todo, el expediente dátiles, nos dedicamos a echar un vistazo a las calles de aquel pueblo para ponernos en situación. Notamos a la gente nerviosa y reticente, como si esperaran que algo pasara. Posteriormente buscaríamos el mejor escenario para nuestras representaciones. la khasba de aquella ciudad me impresionó sobremanera. Indagaríamos por separado. Si bien no estábamos de morros, tampoco se podía decir que estuviéramos a partir un dátil, como los vecinos que andaban como huidizos unos de otros. Por supuesto, Adama se fue solo y yo con Hamal. La primera tarde, mientras yo valoraba los motivos de nuestra pequeña rencilla al pie de un árbol, él se dedicó a buscar un lugar donde asegurar una buena noche. Encontró una pared al fondo de un pequeño callejón oscuro y sin salida. Por la parte superior el lugar estaba defendido por una tupida red de ramas a diferentes alturas que pertenecían a más de un árbol, todos hojecidos y frondosos. Al hojear de continuo los árboles, la hojarasca se acumulaba sobre la tierra, ante todo, en los dos rincones por acción del viento. Pues bien, aquella no sería habitación para una sola noche. Fue nuestro hogar en Tawrirt. Y lo fue por barata y umbría, no por limpia. Si bien, la tarde del segundo día la dedicamos a adecentarla un poco y, con ayuda de Hamal, vaciamos el almacén orgánico. De allí saldríamos todas las mañanas temprano para volver cuando el sol calentaba más, y también algunas tardes, en cuyo caso volvíamos antes de ponerse el sol por la lección aprendida en Tamanrasset y porque, cuando se cerraba la noche, no veíamos ni tres en un burro. Y como no queríamos llamar la atención nos aguantamos sin una vela siquiera. Tampoco nos hacía falta, porque cenábamos temprano, y nos dormíamos a la vez que el sol. Adama, en cuestión alimentaria, confiaba en mí, a pesar del incidente de los dátiles. Como te digo, salíamos temprano del rincón, él subía por la calle y yo bajaba por otra estrecha que desembocaba, en mi dirección, en otra más ancha, con farolas de luz y todo, que pocas veces veía lucir. Por la avenida discurría cierto tráfico de vehículos de todo tipo y también incluyo a los militares que eran muchos. Todos los días, me topaba con una escena que, al poco tiempo, tendría repercusiones en nuestras vidas. Se trataba, a mi entender, de un rito en el que una joven era acompañada por otras mujeres mayores, todas con el rostro cubierto, hasta que la acompañada se introducía en un automóvil negro y grande. Además de  un  sirvien

te que era quien habría la comitiva. En la escena que se repetía a diario, solo actuaba un hombre, porque el otro, el chófer con gorra y pistola al cinto, se la vería después, esperaba sentado ante el volante, mientras el otro abría y sujetaba la puerta para que la joven subiera. Después de cerrar muy despacio la puerta, el sirviente daba un golpe en lo alto del vehículo y este arrancaba, sin hacer ruido, y se alejaba. Y allí nos dejaba a todos, mujeres, sirviente y yo, envueltos en una nube de humo y polvo ante la puerta abierta por donde volvía a desaparecer el séquito. Yo, siempre curioso, echaba un ojo dentro de aquella propiedad con la excusa de apañar algo en la silla de Hamal. La inspección duraba poco porque el sirviente cerraba las dos hojas de la puerta enseguida. Pero me daba tiempo a admirar el cuidado jardín y la fachada del resplandeciente palacete donde destacaban los arabescos y lacerías. Y algún día también vi soldados con sus correspondientes armas que paseaban por entre los setos. No le hubiera dado a estos episodios más que la importancia que le damos a un hecho fortuito y casual, salvo porque, justo antes de subirse al coche, la joven se asomaba por encima de su velo, y de la puerta negra con cristal tintado, y me miraba fugazmente para luego desaparecer tragada por aquella ballena negra y reluciente. Ni los ojos ni la mirada se parecían a aquellos otros que me turbaran durante una eternidad, según la medida del tiempo que yo aplicaba entonces. Las nuevas miradas me resultaron anodinas y caprichosas, o así juzgué a la joven, a pesar de todo el boato. Y me duraba en la cabeza menos tiempo que utilizaba para fisgonear, y así hasta el día siguiente en el que se repetía el episodio. No se lo comenté a Adama porque no consideré que fuera digno de comentario. Él, por su lado, cuando volvía de sus pesquisas, tampoco me contaba nada, por lo que deducía que no había encontrado el lugar adecuado para nuestras representaciones. Por ello seguimos con la búsqueda todas las mañanas. Sí le comenté que no veía en aquella ciudad tanto trasiego de extranjeros como en Tamanrasset. Me pareció ver conformidad en su cara y me reafirmé en la idea de que allí iba a ser difícil trabajar con Hamal. Poco más hablamos ese día y los anteriores. Por las tardes seguía con mi costumbre de jugar con Hamal. De todas formas, hacía demasiado calor para andar por las calles. Pero para jugar nunca hay impedimentos, salvo si hay mayores. Durante esos días observé que el camello estaba menos motivado, le tenía que repetir las cosas para que me hiciera caso, aunque yo notaba que me entendía. No me lo explicaba, pero hoy sí. Hamal, como todos, se hacía mayor, no viejo, no me entiendas mal. Pero ya las ganas de jugar no eran como las de antes. Él maduraba el doble de rápido que yo. Los camellos suelen vivir entorno a los cuarenta años más o menos. Y ya sabes, con la edad se suelen perder las ganas de jugar, que no es otra cosa que probar a vivir sin riesgos. Por ello, el juego debería ser objeto de más respeto, tanto o más que la educación reglada y callejera. Yo jugué poco para lo que me hubiera gustado. Pero lo suficiente como para aprender a encontrar bajo tierra esas raíces y tubérculos que en más de una ocasión me curaron las puñaladas del hambre y me dieron fuerza para dar un paso más. Y cualquier camino se anda así, no te olvides, paso a paso. Para mí el hoy ha sido siempre más importante que el mañana. Aunque eso ya lo sabes tú, ¿no? El tiempo parecía pasar despacio, pero nos dimos cuenta de que llevábamos en Tawrirt cerca de un mes, según Adama. Un día, que al salir de la callejuela, miré hacia arriba, me pareció ver a la joven del coche en una de las ventanas superiores de un torreón del palacete que daba a nuestro callejón. Me llevó a pensar que si no la veía fuera de su casa, la veía dentro y sonreí. El azar hace que, a veces, los hechos parezcan premeditados. Hoy creo que así era, al menos el momento elegido para subir al automóvil. Cuando rodeé el muro que resguardaba el edificio, comprobé, por la vestimenta y las joyas que la muchacha de la ventana era la misma que salía envelada por la puerta principal. Tanto la mirada como su huida al yo verla, se volvieron a repetir una vez más. Después de unos días en los que no cabe destacar nada, salvo que al salir del callejón cogí la costumbre de mirar hacia esa ventana en la que veía fugazmente una figura que suponía era de la joven de marras que a continuación aparecía en la calle, me miraba y desaparecía dentro del coche. Y, claro, terminé por comentárselo a mi amigo. «Ándate con ojo, Dikembe, alguien que no debiera se ha fijado en ti. Y huelo algo raro en el ambiente». En este caso no di valor alguno al comentario de Adama porque para mí todo aquello era una casualidad. ¿Quién se iba a fijar en mí? En todo caso en Hamal. Lo que tengo claro es que jamás he conocido el enfoque femenino de la vida. Y en aquellos momentos menos. ¿Menos? No. Igual que ahora. Y eso no quiere decir que no lo acepte. Y esto no debes confundirlo con un juicio de valor encubierto. La única persona que me hubiera convencido de que una mujer me podía hacer caso hubiera sido mi abuela Mayifa. Pero ella ya no me podía dedicar piropos enigmáticos del tipo: «Si tu abuelo hubiera tenido tu cuerpo, hubiéramos tenido más nietos». Pero claro, cuando me requebraba así la pobre yo no me enteraba. Pero si ella hubiera querido que lo entendiera, seguro que así hubiera sido. Muchas veces pienso en ella y me planteo, si cuando se manifestaba de esta guisa no lo hacía para que yo me enterara, sino que hablaba a algún otro u otra.  Bon, el caso fue que una tarde, cuando Hamal y yo jugábamos en las afueras de la ciudad, se me acercaron dos hombres muy correctos y limpiamente vestidos. Al llegar a la altura de la sombra del árbol que me cobijaba, reconocí a uno de ellos como el sirviente que abría la puerta del coche y cerraba las de la mansión. Al otro le ubiqué dentro del vehículo por la gorra que usaba así como un traje y unas botas de caña alta que yo nunca había visto antes. Me llamó la atención que ambos iban armados, uno con una daga dentro de la faja y el otro con una cartuchera al cinto. Me saludaron en francés, aludiendo a Alá, y me preguntaron quien era yo. Podía haber dicho: “¿Y a ustedes qué les importa?”, pero como parecían venir en son de paz, aunque armados, y se habían expresado con tanta educación, me salió el Dikembe mentiroso y sagaz, y tuve la idea de bautizarme otra vez, pero esta con un nombre elegido por mí y sin agua bendita: «Mi nombre es Mobutu Mudinga y no soy de esta tierra». El suave, pero largo interrogatorio, terminó por cansarme, aunque a mi amigo le vino de perlas porque le vi resguardarse del sol bajo otro árbol y, allí sentado, esperaba que yo terminara de hablar con aquellos humanos a los que contestaba con una mentira detrás de otra. Y es que no sabía cómo acabar la conversación. Eran tan educados y amables que no veía el momento de cortar. Me preguntaron sobre todo, y todo referido a mí, a mis creencias y a mi intimidad. Inclusive cosas que no entendí y así se lo hice saber. Así que acabé siendo musulmán, hijo de un mercader, huérfano y dueño de un camello que me esperaba para volver a casa. Esto fue lo único cierto que dije. «Así que me tengo que ir». Y me despedí cordialmente, monté a Hamal y me largué de allí tan rápido como pude. Al entrar por el callejón ya le contaba con gritos a Adama aquel encuentro vespertino. Me obligó a volver al principio porque no sabía de lo que hablaba al no oír mis primeras palabras. Cuando acabé dijo: «El cerco se cierra, amigo». No es que pensara que se había vuelto loco al oír su resumida opinión sobre todo lo contado, pero como entendí qué me quería decir pensé lo más fácil y a mano: que él vivía en su mundo y yo en el mío. Y aunque esto último sea cierto hoy todavía, lo primero era y es erróneo porque Adama vivía y vive en  todos los mundos que le interesan. Él sabe más de mí que yo mismo, pero se lo calla. Una tarde con él te hubiera valido por todos los ratos que tú y yo hemos pasado juntos. Aunque incluyamos todas las cartas que yo fuera capaz de escribirte. Claro que otra cosa es que en esa tarde Adama abriera la boca para decir algo. Y la ironía que uso no es una broma. Lo cierto es que, a raíz del comentario tan arcano de mi amigo, empecé a fijarme más. Eso sí, me di cuenta de que desde cualquier punto de la ciudad se distinguían los dos minaretes que se elevaban hacia el cielo dentro de aquellos jardines que, entre otras personas, debía disfrutar aquella joven. De eso me enteré en la frutería porque pregunté por la casa. Me contaron más chismes de la caprichosa niña y del orgulloso padre que algo tenía que ver con minas y yacimientos. Pero aquellos encuentros siguieron, aunque siempre ocurría lo mismo. No, miento, porque el sirviente de las puertas al verme me saludaba con una inclinación de cabeza y la mano puesta en la daga. El chófer no podía ver, salvo que mirara por el retrovisor, pero eso lo sé hoy. Podría haber variado el camino de salida del rincón y girar hacia el otro lado, pero no tengo ni idea del motivo por el que no lo hacía. No era consciente de aquello que alimentaba. Y no es que me gustara la escena o no pudiera vivir sin que ocurriera, pero ahora creo que me atraía por el morbo de poder ver la cara de aquella joven en un descuido. Adama y yo nos habíamos repartido la ciudad a conquistar y eso que no sabíamos que estaba en disputa. Él se ocupaba del norte y yo de la zona pobre. Ya me había acostumbrado a girar a la izquierda, como siempre, al salir del callejón. Interés no tenía, era rutina. Ah, también me contó el tendero que la tal Fátima era más fea que Picio, para que me entiendas, pero eso sí, era la niña de los ojos del padre con ínfulas de emir. Convertí también en costumbre repetir a Adama, cuando volvía a casa, el nuevo cotilleo que me habían contado el tendero. Los más largos venían generalmente de la frutera a la que reñía el marido por cómo y que contaba, pero ella decía que no eran palabras suyas, sino de las clientas a las que despachaba y que a los soldados esas tonterías les resbalaban. No hace falta decir que mis cotilleos con Adama no encontraban respuesta alguna y que, aparentemente, le importaban poco, si bien yo intuía que algo le preocupaba. Pensaba que era, como en otras ocasiones, por la falta de trabajo, es decir, de ingresos. Nunca pensé que el objeto de su preocupación fuera yo, y menos por los motivos que él ya adivinaba, aparte de que el ambiente belicoso tampoco se le escapaba. Total, que una tarde, cuando volvíamos de jugar relativamente temprano, me abordaron otra vez aquellos dos hombres justo en la esquina del callejón, entre las dos casas. Es decir, entre el palacete y nuestro rincón. De nuevo los saludos corteses y galanos. Esta vez fueron directamente al grano y me preguntaron si tenía ropa adecuada para asistir a una cena de gala. No tuve que contestarles. Mi gesto de sorpresa y desconcierto hablaron por mí. Entonces el sirviente tomó las riendas de la situación mientras el otro se hacía con las de Hamal y le metía en el callejón. «Tu a migo se hará cargo del camello. Acompáñanos», sugirió agarrándome suavemente del brazo. Me pillaron con la guardia baja, pero me dejé de preocupar al decirme: «Bien, pues lo primero es elegir un buen vestuario. ¿No querrá aparecer por palacio vestido de tal guisa? A la princesa Fátima no le gustaría». Esa fue la primera referencia al origen del asunto, pero un adolescente tan atolondrado como yo, no caería ni siquiera cuando Adama trató de explicarme todo el asunto que, en realidad, se resumía en: Niña antojadiza y rica, conoce a chico pobre y de buen ver, se encapricha de él y trata de hacerse con un marido. Aunque el asunto no acabaría así, ni sería tan sencillo porque, evidentemente, y como mínimo, las emociones del posible consorte también contaban. Llegamos los tres a una tienda atiborrada de ropas colgadas y con un olor particular. Allí, mis dos acompañantes me entregaron a un viejo que se empeñaba en que levantara los hombros y la barbilla. Se ponía detrás de mi con una cinta en la mano y me apretaba primero un hombro y luego otro: «Buen cuerpo tienes, hijo. Vaya anchuras». Después estiraba la cinta entre la axila y la muñeca mientras me decía: «Quieto, quieto. No te muevas muchacho». Hoy sé que fue el único día que me tomaron medidas. Toda la ropa que me han regalado, que he robado o he comprado ha sido de prêt-à-porter. Abandoné el comercio disfrazado de príncipe consorte de los pies, con babuchas, hasta la cabeza, con turbante. Más bonito que un San Luis, como decís aquí. Al menos es lo que me devolvía aquel espejo de cuerpo entero ante el que me preguntó el sastre aquel si era de mi gusto. Como sabía que me iba a dar igual decir sí que no, afirmé. Aquel que vi ante mí era más grandote que la imagen que recordaba cuando fui el Señor de la Piedra gracias a Sinafasi Benga. Pero los ojos y la mirada eran los mismos. Me duró poco el disfraz porque lo siguiente fue visitar unos baños públicos donde mis acompañantes eligieron para mí el aseo más completo, que incluía servicio de peluquería y todo. Y eso fue lo primero que me quitaron allí, el pelo. Después el polvo y la mugre que se había fusionado con mi piel. Descubrí que tenía rojas las rodillas después de que aquel servicial lavador se empeñara en darles forma con una piedra arenosa. Me quitaron también parte de las uñas, tanto de las manos como de los pies. Eso fue lo que más me gusto. No mientras cortaban, sino después. Me sentí liberado de un peso. Sentí una agradable sensación que recuerdo perfectamente. Cuando salimos a la calle el sol y mis tripas me dijeron que era hora de cenar. Les dije a mis acompañantes que ya llegaba tarde a comprar la cena para mi amigo porque nosotros cenábamos muy temprano. Ante mi sorpresa me informaron que Adama estaba perfectamente atendido. Que no me preocupara. Y me despreocupé. El buen trato y el sentimiento de inferioridad permiten que caigas en manos que usan la superioridad para su provecho. Aunque este no fuera el caso, porque aquel día Adama cenaría caliente para su sorpresa y su recelo, como luego me contaría. Para él siempre había un motivo para todo. Era newtoniano, causa-efecto. Al ejercer una fuerza A se produce una reacción B, por lo general dañina. Desde luego, aquella gente lo tenía todo pensado y estaba más que informada. Conocía nuestras costumbres al dedillo. Y yo pensando que quien conocía las de aquella joven era yo. Es curiosa la insuficiencia de nuestra percepción de la realidad. No solo nos engaña nuestra mente, sino nosotros mismos. Cuando nos acontece una adversidad nos preguntamos el motivo por el que nos ocurre a nosotros. Pero cuando el acontecimiento es grato a nadie se le ocurre pensar porqué le ha tocado a él. A lo más que llega es a imaginar que tras esa dicha se encadenarán varios infortunios porque tanta suerte no puedes tener. A nosotros mi hora de cenar nos debió pillar en otro comercio especializado en oro y plata donde tenían un gran surtido de joyas y otros trabajos de orfebrería.


Allí, mientras esperaba sentado que eligieran mis ya casi amigos, me sirvieron un té y me ofrecieron unos dulces que no rechacé. Después del cuarto pastel, no sabía qué hacer con los dedos pringosos hasta que un niño me acercó un lavamanos y un lienzo de tela para secarme. Tras volver para retirar el cuenco y la toallita, también se llevó el plato de golosinas que yo me hubiera acabado, si me hubieran dejado, claro. Primero eligieron para mí unas sandalias con adornos de plata. Sustituyeron las babuchas y me  las calzaron. Me hicieron levantar y andar con ellas. Ni me preguntaron. Hubiera expresado mi alegría por otros zapatos nuevos, pero estaba claro que mi opinión no contaba para nada.
«Estas son para pisar palacio, así que cámbiatelas». Después vistieron mi dedo anular derecho con un anillo de oro que al joyero le costó meter en mi dedo. Y del que me quejé de camino al palacio. Me apretaba. «Pues haber elegido mejor». Ante tal respuesta me quedé mudo y parado y ellos apretaron el paso. Imagino que por jorobar, porque prisa no me había parecido que tuviéramos. Llegamos al palacete por la callejuela paralela a nuestro rincón. Tras abrir una negra y pequeña puerta y decir el sirviente una frase que no venía a cuento, penetramos en un silencio y frescor que no reinaban fuera. Si bien, la puerta de hierro tropezó con un soldado que al punto se retiró para dejarnos pasar. No sería el único que veríamos antes de entrar en palacio. Los setos, perfectamente arreglados, delimitaban un camino recto de graba que seguimos en fila india. Por supuesto yo iba en segundo lugar. Noté que el porte de ambos había cambiado al pisar aquel jardín. Me parecieron más serviciales. Yo no hacía más que mirarme el anillo que me molestaba y veía los destellos que el oro emitía contra la luz de la luna. Y tropecé. «¿Te has lastimado?», escuché. Y me extrañó. Si hubiéramos estado en la calle me hubieran llamado tonto por trastabillarme. Giramos noventa grados a la derecha y pasamos bajo un arco de ladrillos. Allí el ruido del agua al caer hizo que mi curiosidad cambiara de objetivo. Así pude apreciar unas cuantas fuentes y acequias que adornaban aquel oasis en el centro de la ciudad. Nos paramos frente a un venero y allí cumplimos con las abluciones de nuestros pies, como si fuéramos a pisar una mezquita. A mí me dieron las sandalias y me sugirieron calzármelas. Así lo hice mientras un soldado cruzaba por delante y me miraba con curiosidad. Les entregué las babuchas. Allí sentado en un pollo de piedra, con el roce de la piel fina en los pies y el canto de las fuentes en mis oídos me sentí como en el paraíso. Eso sí, duró poco. «Señor, deberíamos entrar ya». Y entramos. Si fuera se permitían los murmullos del agua, dentro del palacete debía estar prohibido hacer cualquier ruido porque el silencio era total. Avanzamos por habitaciones abiertas al jardín y con muy pocos muebles y grandes alfombras. Noté que en ellas reinaba el aroma de las flores que había visto fuera. Aquel ambiente no era el que se respiraba en nuestro callejón, y eso que éramos vecinos. Y como es tan largo y curioso el recuerdo de aquellos momentos, te lo relataré en la siguiente. No esperes nada especial, como las aventuras de un buscón llamado don Pablos, pero el lance tiene miga, te lo aseguro. Un saludo,








(1VG)[↑][Volver] Cántaro. Medida de peso argelina que equivale aproximadamente a 46 kilos. Fuente: Tesoro del Comercio, tomo VII, publicado bajo los auspicios de La Real Junta de Comercio de Cataluña. Imprenta de Juan Aliveres y Gabarró, 1837. Consultada en books.google.es.
(2VG)[↑][Volver] Dikembe se refiere aquí al dicho: ‘A los tontos de Carabaña se les engaña con una caña’ y que se usa en muchos lugares de España, siendo Carabaña un pueblo de la Comunidad de Madrid, que yo sepa. Es una expresión que se usó mucho entre los chavales y chavalas, allá por los 60 del siglo pasado. Si te interesa saber el origen, entra aquí


Imagen 1. Foto bajada de www.gssfind.com
Imagen 2. Foto bajada worldraider.com
Imagen 3. Foto bajada de www.skyscrapercity.com
Imagen 4. Foto bajada de eBay.com

El primer quilt para mi cama

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Hace más de tres años que Papá Patchwork, me trajo una regalo en forma de Layer cake, el primero y único a esta fecha.

La colección era Vin du Jour, y la verdad es que no puede ser más bonito.

Quince días más tarde ya estaba metiendo mano a la telas, según podemos ver en este post.


Pero así ha permanecido en reposo hasta junio del año pasado que empecé a añadir otras telas y os lo enseñé aquí.


Estoy más que satisfecha con la combinación, sólo la mitad son las causantes de haber empezado este quilt y, francamente, las nuevas quedan perfectamente incorporadas.


Bueno, vamos a acercarnos un poco.


Es enorme, ya lo he estrenado y me encanta.

Para la trasera, me trajo mi amiga Concha una colcha india, al final tuve que añadir un poquito, pero no queda mal, esa es una de las grandezas del patchwork.



Estoy encantadísima con mi nuevo quilt.

Que suerte tenemos, podemos estrenar quilt muy a menudo, casi cuando queramos.

El año pasado acabé 6 quilts, este año espero tener, más o menos, la misma cosecha.

O más!!!

Y sigo coso que te coso...

Cesta impermeabilizada

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Hoy la entrada va de cestas, pero no de una cesta cualquiera, no os vayáis a creer...

Es especial por tres razones:

1) Porque está hecha con tela plastificada
2) Porque me encanta el equilibrio que le dan las medidas
3) Porque era para una persona especial y ya la tiene



Ocupa poco espacio pero tiene mucha capacidad, os lo garantizo, yo son las que tengo en las estanterías del cuarto de baño y me encantan.

La tela del exterior, plastificada, lleva lunares blancos.

El forro en azul con lunares blancos más chiquititos.

Las dimensiones son:

Ancho: 21 cm.
Alto:    15 cm.
Cuadraditos para el culete: 3,5 cm.

El tutorial, para que no tengáis que buscarlo, ya lo hago yo, no os preocupéis. Aquí está.

Y sigo coso que te coso...
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