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Channel: CosoQueTeCoso
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Agarradores

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No es porque los haya hecho yo, que hoy estoy subidita, pero ¿pueden ser más bonitos?

Ya, lo sé, imposible.


Están hechos con tres telas vaqueras diferentes


Que no es que yo lo diga, es que se nota.


Y una tela de unos visillos de cocina de mi amiga Maytxe


Son bonitos por delante y por detrás


Me encanta acolchar a máquina, sobre todo en piezas tan pequeñas.

Bueno, que sepáis que al operario de la máquina de fotos le voy a nombrar Director artístico porque está que se sale con las fotos.

De momento como no me gusta hablar de banalidades, el sueldo no lo vamos a tocar.

Y sigo coso que te coso...

CAP. 42 . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Andanzas y tropezones de Dikembe Biyombo

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ecuerdo que la última cerraba con la alegría y me regocijaba en ella. ¿Pues por qué no abrir esta de la misma manera? Es una buena forma de empezar una carta, ¿o no? Eh bien, c'est ça, mon ami, que en aquellos momentos de oscuridad, en los que, por hache o por be, te ves inmerso, la amistad y la compañía se elevan como un faro en mitad de la niebla. No es malo dudar de uno mismo, peor es dudar de tus demás, como me ocurriría cuando a punto estuve de contraer matrimonio. Pero bon, esa es una historia ya contada. Vayamos a la salida de Adrar, mientras curaba de nuevo la mano de Adama. Aquella noche nada más parar, me puse a hervir la hoja de llantén gracias a las matas que salpicaban el camino. Y ya puestos, aproveché para hervir unas verduras porque, aparte de provisiones, también habíamos adquirido una pequeña olla. Y fue una idea feliz, mía, pero acertada. La lata no me daba buena espina ni por la mano de Adama ni por la comida que pudiéramos cocinar en ella. Además era pequeña. Para un té valía, pero no para unas verduras. Nos tomamos hasta el caldo en dos cuencos de barro que también habíamos comprado en Adrar, junto con otro mapa y que nos durarían poco. Habíamos tirado la casa por la ventana aquella aciaga tarde. La acampada no empezó muy bien, porque volqué la olla después de haber preparado la cura y tuve que volver a empezar. Pero como te cuento, acabó mejor. Así que con los deberes hechos y la tripa caliente, nos acostamos junto al fuego que moría. Si bien antes, me di un paseo con Hamal para agradecerle su apoyo a solas. Me daba vergüenza hacerlo delante de Adama. No sé porqué. Aunque el camello, en vez de escucharme, se puso a mordisquear los arbustos que aguantaban como nosotros la desgracia de vivir que conlleva la alegría de estar vivo. Ellas, las plantas, acabarían en los estómagos de un camello o como combustible para hacer un té tuareg. Nosotros acabaríamos el día y la semana sin saber para qué habíamos nacido. Hoy siento que éramos daños colaterales de un sistema económico y social que no cuenta con todos. Yo más animado, Hamal como siempre y Adama más parlanchín que nunca, porque me dio las buenas noches, acabamos el día dormidos y en paz, como debe ser. Aunque Adama no sabía leer ni escribir, sí era capaz de localizar en el mapa las palabras que aparecían en los carteles a las entradas de los pueblos y aldeas. Siempre me preguntaba por ellos. Había manchado con un tizón los puntos que representaban los pueblos por donde habíamos pasado. Y te lo cuento porque tras un pequeño discurso busqué Adrar en el papel y pude explicarme su comentario. Si seguíamos hacia el noroeste y dejábamos la carretera no encontraríamos otro pueblo. Bon, había uno, pero muy lejano, Tabalbala. Silabeé el nombre y Adama lo repitió como un papagayo. «Es el pueblo más cercano hacia el oeste», le aclaré. Y como irónico ante mi indicación, él volvió a repetir: «Tabalbala». Evidentemente yo no podía aplicar la escala en el mapa para calcular la distancia entre Adrar y la otra ciudad. Si hubiera estado mejor preparado podríamos haber sabido que las separan 340 kilómetros de puro desierto. Pero, de nuevo como cada día desde que oyéramos el contenido de aquella carta fraternal, en el sentido de aconsejar insistentemente que se viajara hacia el noroeste, nosotros lo habíamos seguido a pies juntillas. Y no podíamos en ese momento volver atrás. Había que seguir hacia Tabalbala, estaba claro. No había otra. Pero también era cierto que no podíamos hacerlo con los alimentos que teníamos en las alforjas. Una opción era volver y hacernos con más provisiones y con más agua, aunque todo ello no sería ningún problema como sabíamos. Al final decidimos que si ya nos consideraban rateros de huerta, lo seríamos de verdad. Entraríamos ya anochecido en Adrar y asaltaríamos higueras sobre todo. Los higos, aunque pringosos, son los frutos más fáciles de hurtar. También pensamos en melones, pero su tamaño no nos permitiría pasarnos. Cogeríamos, a poder ser, más frutos sin madurar que maduros. Ya madurarían en las alforjas. No queríamos que nos ocurriera lo mismo que cuando me pasé al comprar dátiles camino a Tawrirt. Desde que había probado el melón, era mi fruta favorita. La de Adama, los albaricoques, aunque no los habíamos visto en aquellos huertos. Esa misma tarde emprendimos el regreso. Y la tarde siguiente, ya con Adrar a la vista, echamos siesta no fuera a ser que, en mitad del delito, nos quedáramos dormidos. Cuando despertamos quedaba poco para que el sol se ocultara. Y, como ya sabes, en África en cuanto desaparece el sol por el horizonte no tarda mucho en llegar la total oscuridad. Nos ayudaría la luna que apenas era un cuarto de su tamaño y las estrellas que en el desierto brillan más. Pero nos dimos tiempo para la cena. El miedo deforma la realidad, pues, a pesar de la escasez de luz, a mí, por lo menos, me parecía  que  el 
gajo de luna alumbraba más que el sol en su cenit. ¡Qué caprichosa es la percepción! Cuando deseas la oscuridad nunca desaparece la luz, cuando esperas la claridad hasta que no ves toda la circunferencia del sol no te das por satisfecho. Cuando mi amigo creyó oportuno comenzamos la marcha. Como estábamos muy cerca, nos aproximamos despacio por seguridad. El único extrañado era Hamal, aunque por mí hubiéramos andado como los cangrejos. Imaginaba a un Brahim voceador y con un alfanje entre las manos a la espera de dejarme tan manco como a mi amigo. Cuanto más nos acercábamos, más grande se hacía aquella espada curva e imaginada y más alto oía los rezos coránicos y los gritos fanáticos. ¡Vaya un delincuente estaba hecho! Cuando comprendí que mi compañía no parecía la más adecuada para perpetrar una fechoría, ideé un plan B. Siempre podíamos montar a Hamal y salir a toda pastilla de Adrar. Creo que fue la primera vez que pensé en una salida distinta de la pretendida. Empezaba a ser precavido y eso me animó y, además, mitigó el tremor que ya me cogía todo el cuerpo. Lo cierto es que aquella noche era más cerrada que la mente de un fascista. Y así terminé por reconocer que no podían vernos y más si íbamos desnudos, tal cual iba yo. Alguna ventaja había de tener ser negro, ¿no? Eh bien, c'est ça, mon ami. Así que nosotros, que no éramos felinos, tampoco veíamos muy bien por donde caminábamos, aunque las luces de la ciudad, que no eran muchas, nos guiaban como un faro. Antes de pisar sus calles tuvimos que esperar y soportar una tormenta de arena. Seguramente en contra de tu parecer me alegré. Con aquel tiempecito y a aquellas horas nadie se movería de su casa. Y el que no tuviera qué comer se habría resguardo en algún lugar, incluso debajo de la tierra como yo había hecho alguna vez. La tormenta dejó un vientecillo que ponía la piel de gallina. No nos verían, seguro, pero quizás nos oyeran por los quejidos que soltábamos al tropezar. Ya dentro de un huerto grande, después de desestimar el hurto en uno pequeño y tras saltar un par de muretes de medio metro y dejar atrás a Hamal, avancé con las alforjas al hombro y ambos con los brazos extendidos hasta distinguir los árboles frutales, prácticamente, cuando los tocábamos. Había notado a Hamal un tanto incómodo. Lo mismo era consciente de ser un delincuente, como yo. Al verse solo en medio de aquella oscuridad, el animal empezó a llamarme y tuve que silbarle. No habíamos contado con eso. Pero es que él tenía la misma dependencia de nosotros que nosotros de él. Aprendí que el miedo no es privativo de los humanos. Pero Hamal, al escuchar mi silbo se tranquilizó. Al poco oímos voces y nos vimos rodeados de puntos de luz. Nos habían descubierto, cosa que era normal después de lo ocurrido. Entonces, mi amigo me exigió que sacara la cuerda de las alforjas. Antes de darle el rollo ya me empujaba para que me subiera a la higuera. Adama iba más deprisa con la mente que con la única mano que tenía. Al final hube de bajar y atarme la cuerda a la cintura según sus deseos. Después nos atropellamos al subir a la higuera los dos, uno por cada lado de su tronco. El jodío trepaba mejor que yo con una mano sola. Una vez arriba agarró la cuerda, me dio carrete y su ramal lo lío a una gruesa rama. Y con los pies apoyados en el tronco y con la cabeza lo más paralelo posible al suelo, me coloqué como si fuera la rama más gruesa de aquel árbol. En vez de negarme, me eché a reír al imaginar mis partes nobles sometidas al efecto de la gravedad. Pero Adama me urgió y me lanzó las alforjas para que me las colgara del cuello. Las antorchas estaban ya muy cerca. Y no tuve más remedio que confiar otra vez en el arcano plan de mi amigo. Agarrado a otra rama y después a la cuerda me deslicé hasta quedar de cara al suelo a unos dos metros. La cintura me ardía como si llevara puesto un  cinturón de fuego y notaba como la madera se clavaba en mis pies. Cuando mi amigo vio cerca una luz me susurró que moviera los brazos y las manos despacio para no perder el equilibrio. Y yo sumé el meneo lento y acompasado de cuello que hizo oscilar las alforjas. Poco tardaron en llegar. Primero lo hizo un chaval. Con una mano sujetaba un candil y con la otra la traílla de un perro que tiraba hacia mí y que, al descubrirme, empezó a ladrar como un descosido. La lucecilla de la lamparilla titilaba tanto como yo tiritaba. Aquella llama, apenas iluminaba su cara infantil y morena. Eran más las sombras deformes que sacaba de los objetos más cercanos. Al verme, el crío soltó tanto el perro como el candil, gritó como un demonio y le vi malamente alejarse a la carrera y gritando. Pero no tardó mucho en presentarse el grueso del cuerpo de guardia. No pude ni deshacer la incómoda y dolorosa postura. Vi varias luces que se acercaban entre las ramas de los frutales más o menos a mi altura. Eso sí, lo hacían muy despacio. Lo mismo se movían un tanto que se quedaban quietas otro rato, como si su portador saltara y luego, tras una brusca parada, continuara el desplazamiento unos instantes. Paré el movimiento pendular del cuello con todos sus músculos en tensión y lastimados, y lo giré para decirle a Adama que aquellos tíos nos iban a pelar como a dos gallos. Él me dio ánimos también a susurro limpio: «¡Tú aguanta, chaval! Que de esta salimos, ya verás». Y aguanté. ¿Qué otra posibilidad había? ¿Soltarse de la cuerda y caer de bruces al suelo? Eh bien, c'est ça, mon ami. Menos mal que la antorcha que vi acercarse no llegó a mi altura, si no, hubieran visto a un mozo desnudo subido a un árbol en un gesto tonto y ridículo, y con más miedo que vergüenza ardiendo como una tea. Pero aquel fuego,  al  estar unos  momentos debajo 
de unas ramitas las prendió. Y ya sabes, el fuego es tan avaro como los brokers de Walt Street. Las llamas trataban de hacerse con todo ayudadas por el viento. Pronto se olvidaron de nosotros y del fantasma que había visto el crío al grito de: «¡Fuego, fuego!». Aprovechamos la confusión y las llamas para deshacer la postura y bajar del árbol. Nos alejamos del incendio en dirección a Hamal, al que subimos desde el murete de tierra. Me extrañó que Adama se sentara delante de mí y tomara la rienda, pero antes de subirse me advirtió: «Lo guío yo». Así que me subí detrás y me abracé a él, como él hacia conmigo. Al ver que se metía en el huerto de donde habíamos salido, me entró el pánico y pensé que se había vuelto loco. Ante la imposibilidad de hacer otra cosa, me pegué a su espalda como una lapa. Buscaba protección. Cuando llegamos a poca distancia de la gente, que trataba de apaciguar el fuego con ramas mientras llegaba el agua, me ordenó que les preguntara en árabe si necesitaban ayuda. Nos gritaron que no porque llegaban más vecinos y más medios. Y entonces entendí el plan de mi amigo en su totalidad. ¿Cómo era capaz aquella mente de crear en un instante de apuro tal maquinación? La respuesta me daba y me da igual porque yo siempre me he beneficiado de esa capacidad creativa de Adama. Porque, como habrás adivinado, ahí no acabó la cosa, porque con la mitad de los vecinos de Adrar dedicados a contener el fuego, nosotros llenamos las alforjas tranquilamente en otro huerto. Después de todos los miedos y todas las dificultadas pasadas cometimos el hurto y pudimos recolectar a nuestro gusto y criterio los frutos. Por eso te he dicho tantas veces que no soy ningún santo ni tampoco un ejemplo a seguir. Sí reconozco que hasta que fui profesor de universidad luché con uñas y dientes por sobrevivir, pero eso lo hacen muchos todos los días. Pero en este caso acontece que tú conoces a fondo al protagonista. Y ahora más. Espero que no cambies de opinión, que motivos te estoy dando para ello. También cogimos agua, y aunque fue del ramal de los campos era la más clara que jamás habíamos bebido. Y tampoco estorbamos la sofocación del incendio. Siempre he considerado este episodio como un accidente, pero ahora me doy cuenta que si nosotros no hubiéramos sido unos ladrones no hubiéramos perjudicado a nadie. Las conciencias son tan plásticas como las mentes. En eso estaremos de acuerdo, supongo. Y más después de haber leído a Quevedo. Durante la recolección, siempre que miraba a mi amigo a la cara me parecía descubrir en ella una sonrisa de satisfacción. Gesto que terminó por dibujarse también en la mía al desaparecer la angustia acumulada durante nuestra actuación circense. Y tan campantes tomamos el camino que nos sacaba de los huertos y nos alejaba de Adrar. Cuando estuvimos lo suficientemente lejos, mi amigo empezó a convulsionarse. Pero no me dio tiempo a preocuparme porque a la vez me llegaron sus carcajadas que me invitaron a compartir su alegría sin saber de qué reía. No teníamos otra cosa que hacer, por eso dejamos que Hamal marcara la dirección de nuestro caminar, siempre que no nos acercara a Adrar. Nos volvimos y vimos su resplandor reflejado en lo alto. «Habrán apagado el incendio, ¿no?», comenté. Pero aunque era más un deseo que una pregunta, la contestación me llegó como un tren de mercancías a cien kilómetros por hora: «¿Ahora te preocupas?». Tenía razón. Lo hecho, bien o mal, ya estaba hecho. Y evidentemente era malo porque me remordía la conciencia. Levanté la vista hacia Sirio y la estrella polar, corregí el rumbo del camello. Acampábamos cuando la estrella más cercana se asomaba al horizonte y comenzaba a descubrir los tonos de la arena. Por ello montamos un toldo que nos ocultara, comimos y nos echamos a descansar. Cuando nos dormimos, la noche solo continuó en nuestros sueños. No lo sabíamos aunque mirábamos todos los días el mapa, pero según la dirección seguida desde hacía unos días, el siguiente oasis que nos podíamos encontrar estaba a unos cientos de kilómetros. A nuestro paso, tardaríamos unos treinta días en llegar como mínimo. Eso si no nos distraíamos. Te puedes imaginar que, de haberlo sabido, hubiéramos tomado otra dirección. Un odre para una persona llegaba muy, pero que muy justito. Y así fue, aunque yo calculo que tardamos un mes y medio en avistar Tabalbala. Por supuesto llegamos sin comida y con dos gotas de agua en cada pellejo. Se nos hizo interminable y fue un camino lleno de dudas sobre ir en la buena dirección, a pesar de que ni el sol ni el resto de estrellas nos mentían. Cuantas veces me pregunté “¿Dikembe, estás seguro?”. Quizá por ello Adama no lo hiciera ni una sola vez. Yo creo que confiábamos más en el otro que en nosotros mismos. Desde luego yo se lo tenía reconocido a Hamal, pero no así a Adama. Ahora me doy cuenta de ello. No te creas, que al revivir todo aquello yo también aprendo y corrijo, no solo tú conoces. Por eso te detallo tanto, porque no sé donde puede haber un error que corregir,  una idea que retomar o  una historia  que acabar.
Sé que en estas cartas que te escribo hay algo oculto que no se me muestra. No consigo dar con ello. Pero sé que al final lo descubriré. En tanto, sigamos. Vimos unos picos negros que se elevaban al cielo. Fue grato porque rompían la monotonía del paisaje y un poco más tarde, distinguimos unas murallas del mismo color que la tierra que ocupaban. Era la ciudad de Tabalbala. Antes de entrar encontramos entre unos altos de roca un pozo de donde nos servimos agua a nuestro antojo. Si no, no sé si hubiéramos llegado a entrar a la ciudad. Hamal, como siempre, se portó y nos hizo más llevaderos muchos tramos en los que nos llevó a cuestas. También bebió lo suyo a la vez que disfrutábamos nosotros. Simplemente con no tener la espada de Damocles sobre la cabeza, “¿nos dará el agua?, ya era un descanso infinito. Si a eso le sumas sentirla sobre tu piel y no tener miedo a que te falte llegas a disfrutar de la situación y a descansar la mente. Ahora a las presiones de las preocupaciones se las llama estrés y a las marcas que te deja una guerra le añaden el adjetivo postraumático, que queda muy chulo. No sé si recuerdo bien, pero no deja de ser curioso que de la única ciudad que no he huido y a la que he vuelto en paz es esta, Madrid. Ya en Tabalbala supimos que estábamos cerca de otro país sin necesidad de mirar el mapa. También supimos, después de mirarnos y reír, que debíamos mudar la ropa. Y no es que estuviera sucia, es que estaba destrozada. A mi amigo se le veía una nalga y yo parecía recién salido de una pelea con un felino. Te preguntarás, porque te conozco, porqué no llevábamos ropa en las alforjas. Y en esa supuesta pregunta está la diferencia entre el mundo que vivo hoy y aquel otro. Y aun así, hoy no puedo asumir la cultura de consumo que usáis aquí. A mí no me han metido por los ojos o el oído desde crío la necesidad de tener o comprar. A mí, a nosotros los africanos, también nos gusta tener objetos, como a todo el mundo. Pero pregúntate como sonarían entre Adama y yo los mensajes publicitarios a los que dices no hacer caso. Pensar que sin Coca-Cola no hay verano, hubiera sido muy triste. Yo creo que han conseguido implantaros un chip, que pronto llevaremos en los genes, a través del cual manipularán nuestras necesidades. Pero el que esté libre de pecado que tire la primera piedra. Si yo en Gwane o en Karuba hubiera recibido tal bombardeo publicitario y propagandístico en el que se dibuja un prójimo enemigo para mantener el círculo del sistema económico, seguro que también adoraría al dios consumo. Y no es que defienda mi cultura original, porque lo que llega desde mis tierras y su entorno, aunque manipulado, no oculta una verdad indeseable. La vida de cualquier persona no puede estar basada en pisar a los demás para subir un peldaño en el entramado socioeconómico, como tampoco en la exterminación de una tribu rival. La sociedad civilizada y la sociedad primitiva. Aunque ambas se den en todos los continentes. Y hemos llegado, más unos que otros, a un punto en el que para vivir ya no nos importa lo que le pase al otro, salvo que esté muy lejos. Los africanos no hemos dejado de ser salvajes a pesar de vuestros “intentos”, pero sí habéis llevado a vuestras colonias la cultura del consumo y no la cultura pacifista de los Verdes, aunque hay gratas excepciones. Trajisteis todos vuestros valores, pero nos quedamos con lo peor y vosotros tampoco hicisteis mucho por evitarlo. Os interesaba el enfrentamiento. Divide y vencerás. Nos hemos quedado con el maltrato de ríos, la caza furtiva, el deseo de poder, los prejuicios religiosos y étnicos, estigmatizamos al diferente, la esclavitud, etc. O quizá esté equivocado y todo eso estaba ya instaurado antes de que llegarais vosotros. No lo sé. De una cosa no hay duda, para bien o para mal, vuestra intervención modificó nuestro futuro para siempre. No hay que olvidar que el calentamiento global quien más lo sufre es quien menos contamina. Y eso si es que existe tal calentamiento global y no es otra plaga que nos manda vuestro dios por no creer en él. No te extrañe oír esto en breve. Da igual el origen, el caso es que los paganinis somos nosotros, pues la desertización y la eliminación de la vida se producen en nuestra tierra, en nuestros ecosistemas que no aguantan tanto humo como las ciudades y los urbanitas. Y si no, los estados aflojan vuestros bolsillos para comprar más aire que polucionar. Todo lo tenéis enfocado para que seamos desiguales en el sentido de parecer unos mejores que los otros, cuando la sonrisa o el llanto de un niño, sea de donde sea, iguala a todos. No es más feliz quien más produce y más consume. Hay culturas en las que es más importante cantar que fabricar. Y ahí siguen, cantando. Alguno dirá que con una esperanza de vida muy baja, a lo que yo añado que, a lo mejor, es una vida corta, pero plena. No como esas de las que están llenas vuestras residencias para mayores. Este pensamiento no es mío, pero lo comparto. Me lo expresó un personaje vestido muy raro, con melena y barba blancas, que nos encontramos en mitad de una tormenta de arena y en mitad del desierto. Y lo recuerdo porque al llegar junto a él, aunque la tormenta seguía a nuestro alrededor, la arena no impactaba contra nosotros. Fue muy curioso, tanto el hecho como el pensamiento, si tenemos en cuenta el cuando y el donde se produjo. También le recuerdo con unas gafas estrafalarias. ¿Sabes que un niño, según él, sonríe 350 veces al día? ¿Y sabes cuanto sonríe un adulto? Pues cuatro veces. ¿Eso qué te dice? A mí que perdemos mucho al hacernos adultos, ¿no? Eh bien, c'est ça, mon ami. También nos contó que en España el motivo por el que mueren más jóvenes es el suicidio(1). Alucinante, ¿verdad? ¿Cómo sabría aquel tipo que acabaríamos en España? Ah, y añadió que se cambia antes el curso de un río que el carácter de una persona, por eso la infancia también es importante. No sé el motivo pero me recordó a mi abuela Mayifa.
Cuantas veces ocurre que conoces mejor a una persona cuando se ha ido. ¿Será porque se piensa más ella? ¿Porque se recuerdan más sus vivencias? ¿Porque la ausencia agranda lo perdido? Es el caso de Dikembe cuando se refiere a Mayifa. Quizá por ello no es capaz de aclarar en su corazón si ella fue su madre, su abuela o su bisabuela. Y no me refiero a esta carta en particular. Es una conclusión debida a la lectura de todas sus cartas. Sí entiendo que fuera la persona que más le marcara. Aunque, a este respecto, pienso que no hay una única persona, ni tienen que ser familiares aquellos que dictan tu conciencia o condicionan tus decisiones. No veo a Dikembe distinto de mí. Es más, le noto muy cercano en ese asunto. Y, cada vez, al releerle más despacio, más cercano le siento. Y si hablamos de Adama, aunque le juzgo más inteligente y esclarecido que a su amigo, entiendo que una de esas personas que le marcaron fue él, el propio Dikembe. Otro asunto son las circunstancias vividas. Incluso me atrevería a decir que Adama sentía a través de Dikembe, porque, entre líneas, leo que a ese niño que fue Adama le arrancaron el corazón cuando debía sentirse inmortal. Su mente no fue capaz de suturar el tajo que provocó su orfandad y su desarraigo. Por otro lado Dikembe, acaso por la constante alusión a Muerte, pierde gradualmente esa sensación de inmortalidad. Creo que, mientras vivió estas andanzas que cuenta a su amigo José María, no era consciente de su invulnerabilidad. En cambio, cuando las escribe es cuando asume tajantemente la convicción de su inmortalidad. En ese momento, en el que yo le imagino muy mayor, es cuando menos vulnerable es un hombre ante la muerte. Ya no siente miedo. El tiempo y las ausencias son como la noche, mitifican y multiplican todo, en especial los sueños.
No me acuerdo ya a qué venía esto, pero bueno, ya me conoces. Hablemos de Tabalbala. Nos sorprendió su ordenamiento urbano. Las casas, en mayor número que las chozas, se aglutinaban en una zona, sin que se vieran otras dispersas. Los huertos y las zonas verdes se hallaban relativamente lejos del centro urbano. Nada tenía que ver con Adrar. No hace falta que te aclare porqué aquellas gentes también se dedicaban a la agricultura, pero sin olvidar la ganadería. Sobre todo vimos cabras. Ya sabrás que una cabra se come hasta las piedras si no tiene otra cosa a mano. Y, por supuesto, camellos que ya sabes también que sirven para todo y que si les dejas sueltos se buscan la comida como las cabras, aunque son más selectivos. Yo diría que es el equivalente a vuestro cerdo con la mejora evidente del trabajo que te pueden aportar. Vimos a unos extranjeros que bajaban de un coche muy peculiar que parecía militar, pero que no lo era. Al apearse les vimos abanicarse y resoplar, como sorprendidos del calor que les recibía en mitad del desierto. Aunque no sé qué esperaban, ¿las temperaturas del Ártico? Sacaron sus cámaras, fijaron sus recuerdos y siguieron camino. No sé hacia donde, bueno, sí lo sabía porque era evidente, hacía donde nos encaminábamos nosotros también, porque a Adrar no llegarían en una jornada ni con vehículo. Y no te olvides que por aquel entonces el único turismo que se hacía era el de hotel. Ya dentro de la ciudad, no tuvimos dificultad en encontrar un lugar donde descansar. Había muchos árboles que no estaban encerrados en huertas valladas. Tampoco nos costó nada encontrar agua y un zoco. Pero allí, si excluimos los cuatro extranjeros que habíamos visto, no encontramos más que vecinos. Nuestro dinero no había mermado, pero la verdad es que tampoco habíamos tenido la oportunidad de aumentarlo. Y era lógico porque al seguir la ruta del emigrante nos limitaba las posibilidades en ese sentido. Aunque no lo sabíamos, el goteo de personas como nosotros era constante, pero no era ni por asomo la riada que años después llegaría a ser como todos hemos visto. Hasta el extremo de que se ha convertido en una forma de vida más para los que no la eligieron. Si bien no estábamos intoxicados, tampoco éramos conscientes de todo lo que ocurría en el mundo. Era como si nosotros, que teníamos los ojos más abiertos que las ganas de comer, también fuéramos sordos, o mejor dicho, como si viviéramos dentro de una campana de cristal. No sé, pero si los africanos hubiéramos conocido antes nuestro futuro inmediato, este hubiera sido de otra manera. No lo sé te digo, porque África está muy atomizada. Ni siquiera los árabes consiguieron, o no quisieron o no pudieron, bajar más al sur. Prefirieron conquistar hacia el norte que, curiosamente, es otro sur para los europeos. Y por no saber, no sabíamos quien era Martin Luther King, y eso que por aquellos años(2)le premiaron con el Nobel de la Paz. Y todavía tengo la duda: ¿Mejor estar mal informado o mejor ignorar? Bendita es la ignorancia, pero el conocimiento es poder. El comentario es radical, pero en aquella época los grises no se tenían muy en cuenta. Ahí te dejo mi duda, para que pienses en ella y me cuentes cuando vuelvas. Un saludo.

 









(1VG)[↑][Volver] Dato dado por Javier Urra el 11/07/2016 a las 11:15 h. en el programa Hoy por Hoy de la SER.
(2VG)[↑][Volver] 1964.


Imagen 1. Foto bajada (y retocada) de www.travelblog.org ©David Vincent.
Imagen 2. Foto bajada de www.extremaduramente.com.
Imagen 3. Foto bajada de www.panoramio.com ©Ramón Azorín.

Dear Jane

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Vamos a presentar los bloques de Dear Jane de febrero.

¿Sólo cuatro?

Me han dado guerra como si fueran cuatrocientos.

Uno le he repetido varias veces, otro le he perdido y lo he tenido que volver a hacer, los melones, ay los melones!!!

En fin, que han estado muy accidentados, igual he trabajado más que otros meses pero con unos resultados diferentes, que no peores. Claro que no. Ahora me lo vais a decir.

A-7 Dad's Plaids

No es por nada, pero estoy más que orgullosa de como me ha quedado este bloque.
Los melones no me gustan nada, pero nada de nada, pero fijaos, si "casi" rozan la perfección.
Lo que os digo, de nota.



A8-Florence Nightingale

Sin palabras que os dejo, ¿a que si?
Está fenomenal.
Pues le tuve que repetir porque usé una fiselina que me salió "arrugativa"


F7-Star Struck

Este tampoco está mal.
La estrella del centro, prácticamente perfecta, pero hay una banda lateral que no me convence del todo.


I6-Viewer's Choice

Este no está perfecto, pero respecto a como estaba al principio, ya me siento más que satisfecha.
Hay que tener una paciencia para hacer los melones....
Y no todos los días estamos igual de inspirados.


Ahora vamos a ver los de Lola que seguro que le han quedado divinos como siempre.

Y sigo coso que te coso...

Sujetacables ajustable

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Lo prometido es deuda, el otro día os anticipaba una novedad y hoy quiero que la disfrutemos juntos.



Ya, ya sé que no es un gran invento, ni un mediano invento, ni siquiera un pequeño invento, pero es mío y me gusta.

¿Vemos el vídeo?







El editor cada día se viene más arriba.

Como el operario fotográfico, tampoco quiere cargos.

Yo les entiendo, a mi tampoco me gustan.

Y sigo coso que te coso...

The maker's Quilt "Máquinas de coser"

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Tenía muchas ganas de publicar esta entrada, y las fotos llevan ya muchos días hechas,  no me convencían del todo, pero sé que repetirlas va a ser un problema, así que vamos con ellas.

¿Palomitas?

¿Un buen café?

Lo digo porque vamos para rato...

Os recordaré un poco la historia, a propuesta de Bea cada una de las makers eligió un tema para sus bloques, en mi caso, haciendo honor al logo de mi blog, yo me decanté por máquinas de coser.

Empezamos la ronda en Enero y la finalizamos en Septiembre de 2016, y adquirimos el compromiso de montarlo y exhibirlo en la kedada del Retiro que será en la primavera de este año.

Por mi parte, ya estoy tranquila porque lo tengo montado, acolchado y finalizado. A continuación un detalle de mi acolchado en círculos.


Ahora, uno por uno los bloques de mis queridas amigas.


El primero que os muestro, es el de Beatriz, como podéis apreciar en la firma, un bloque que me gusta mucho porque le identifico totalmente con ella.


En este, ¿no me digáis que no tiene la firma de Charo? Los mini botones cuadrados en los cajones, las telitas, el pájaro, la calabaza...Es total!!!


Lo mismo digo de éste, es de Elena, ¿quién podría decir que no es de ella? El acerico-corazón, el mini quilt.. Elena


Isabel, se lo ha currado mucho, mi logo, con una telita de botones similar a la que repartí el día de nuestra primera kedada en el Retiro, la máquina amarilla con el brazo al revés, el círculo verde.....


Otro bloque que me encanta, Marta F, pensó que como mi hija estaba en ese momento en Reino Unido, una tela de Londres sería muy apropiada para coser.
Una monada!!!


Este bloque me gusta mucho porque Marta P tuvo en cuenta que yo andaba haciendo una muestra de los bordados de mi máquina nueva y ella lo reprodujo. Cada vez que mire el bloque recordaré que mi muestrario está a medias y echaré una sonrisa.

Un bloque muy pitiminí, de Montse, como no podía ser de otra persona. Mezclando el marrón chocolate con azul que me encanta, una puntillita y le etiqueta pirograbada con nuestro nombre.


El bloque de Puri, tendríais que verle en la distancia a corto. Ni es lo podéis imaginar!!! Como puede controlar la máquina de coser de esa manera. Una artista, os lo digo yo.


Y éste, este es el mío.
Pues eso, que necesitaba un bloque más e intenté poner con botones CosoQueTeCoso.
No hay más.

La verdad es que este quilt no tiene precio, porque está hecho con todo el cariño y la ilusión de todas y cada una de las Makers.

A todas muchas, muchísimas gracias por haberme hecho este pedazo de regalo.

No me imaginé, ni por un momento que pudiéramos hacer algo tan precioso.

Y a los que me estáis leyendo muchas gracias por vuestra paciencia de llegar hasta el final.

Y sigo coso que te coso...

Las casitas de mis amigas

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Parece que toca "chulear" de amigas, pues si, no creo que sea delito....

Cuando acabé el quilt viajero, le llamé así porque "pensaba" tenerle de "pendoneo" de casa en casa....

La idea era que en la casa que se quedara un ratito, le pusieran una etiqueta como constancia de su estancia.

Pero eché un par de pensamientos y era un poco complicado, así que con toda mi cara, pedí a mis amigas que aunque no estuviera en sus casas, si que me apetecía que me regalasen una etiqueta con una casita.

Lo sé, tengo mucha cara, y ellas son buenas, muy buenas.

De momento llegó la de Puri, y para que no esté sola yo también he hecho otra


Aquí las dos juntitas, ya cosidas a puntada escondida en el reverso del quilt:


A mi hermana no le importaba acogerle, pero lo de hacer la casita, ya me dijo que no, en todo caso coser un botón y de los fáciles.

Os recuerdo el quilt que me gusta mucho:


Y sigo coso que te coso...

CAP. 43 . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Andanzas y tropezones de Dikembe Biyombo

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mposible resolver la duda en esas condiciones, ¿verdad? Menos mal que ahora somos capaces de ver los grises. Ya nada es absolutamente blanco o negro, salvo para algunos que padecen de discromatopsia mental. No obstante, ante esa simplona dicotomía entre ignorancia y mala información yo siempre elegiría ser un ignorante. Resuelto a mi antojo la duda, volvamos a Tabalbala. Aquella era una ciudad, ¿cómo te diría…? Agrupada, al contrario que yo, que me disperso más que el humo. Con esquinas muy marcadas y los campos bien delimitados. Desde las dunas más altas que la circundaban se podían ver los tapices agrícolas de diferentes verdes. No dejaba de impresionarme tanto verdor en medio de tanto ocre. La ciudad era tranquila, incluso en el zoco se gastaba flema. No asistimos a ninguna bullanga en todo el tiempo que lo pisamos. Se compraba cómodamente porque los parroquianos también eran parsimoniosos. Se notaba que tanto vendedores como compradores no tenían necesidades imperiosas. Si no era esa mañana, sería a la siguiente. Es otra manera de asumir los buenos tiempos y la bonanza económica. Así no se crean burbujas que te alejan del suelo. ¿No crees? Anoche, por curiosidad y para comparar con antaño, busqué Tabalbala en Internet. Si no fuera porque posee un equipo de fútbol ni siquiera aparecería en la Red. Bendito y maldito fútbol. Rememoro la ciudad anodina, si excluimos los verdes parches que tan poco abundan por la zona. Supongo que también ayuda a tener ese recuerdo un comentario de Adama al respecto: «Dikembe, aquí pintamos poco». Entonces le conté mi experiencia de aguador en Salal cuando surtía de agua a más de una casa. Cuando acabé, me lo dijo todo con la mirada: “¿Y qué?”. Tenía razón, no parecía que allí se encontraran dificultades para meter agua en casa o llevarlas a las huertas. Y sacar provecho de ese trabajo parecía poco más que imposible, como lo hubiera sido en Adrar sin ir más lejos. Y comprar algo que no fueran los productos de la tierra o algún animal era imposible. A aquella ciudad, para nosotros empezaban a serlo a partir de cien habitantes, había llegado el papel gracias al Corán. Para que te hagas una idea. Y por no haber, no había una tienda que no fuera un puesto o una manta en los zocos, porque vimos dos. Eso sí, mezquitas vimos más. Tres, si no recuerdo mal. Y sus minaretes eran lo único que rompía la homogeneidad de la ciudad. Salvo los templos, el resto de edificaciones eran de la misma tierra que pisábamos. Y como ya te he dicho, pocas chozas de ramas había. Otra cosa eran sus alrededores. Y es curioso como musulmanes y cristianos, cuando tomaban una ciudad, obraban de la misma manera. Echaban del templo al dios perdedor y se lo alquilaban al suyo hasta que perdieran la plaza. Menos mal que alguna se salvó como la Mezquita-Catedral de Córdoba. Pero en lo anterior hay un detalle positivo: ambas facciones consideraban dignas construcciones para su dios las habitadas por la competencia. Pero, claro, echar abajo Santa Sofía es mucho destruir, aunque como todo llega, también es tiempo de un grupo que se dedica a echar abajo cualquier trozo de historia y prehistoria que recuerde al enemigo. Barbaridades mayores hay, pero borrar la memoria del ser humano se me antoja un error irreparable. Quizá las tres religiones monoteístas, a las que habría que sumar el bahaísmo, nazcan de un mismo tronco y se unan en la figura de Moisés. Todas reconocen su origen hebreo y su papel entre Dios y los hombres. Por ello pienso que unos y otros deberían llevarse mejor y no mezclar política, economía y fe. Aun siendo muy goloso el poder que conlleva el liderazgo espiritual. Tabalbala, Dikembe. Estás en Tabalbala hace cincuenta años lo menos. Cíñete a ese momento, hombre. Bon, Así pues, posibilitados para llenar las alforjas y los pellejos, no dudamos ni discutimos sobre los siguientes pasos a dar. Aun así, nos dimos unos días para echarnos otra vez al desierto. Uno de esos días, Adama se levantó más dicharachero que de costumbre y me hizo una puntualización: «¿Dikembe, te has dado cuenta de que nos entendemos con la gente allí donde vamos?». Así, en frío, parece estar fuera de lugar la afirmativa pregunta de mi amigo. Y es que en Tabalbala, aparte del francés y el árabe mucha gente hablaba otra lengua distinta. Y, en caliente, le di la razón, porque la tenía. Aunque no tenía claro a qué se refería, si al idioma o la empatía con ciertos semejantes. Pero, al pensarlo un poquito, supe que se refería a la lengua francesa. Y contesté como solía hacerlo, sin pensar y sin conocimiento, y con lo primero que se me ocurrió: «Es que en África se habla francés y luego cada zona tiene su propio idioma». Y, claro, contestar así siempre se vuelve en tu contra: «¿Y el árabe?». Me encogí de hombros esta vez, cosa que tenía que haber hecho antes. Y volvió a darme otra lección que todavía no he olvidado: «Deberías hablar con más respeto a la verdad». De ahí mis silencios que tanto te extrañan cuando me pides opinión sobre asuntos que desconozco. Puedo estar contigo o con él sin hablar. No me pone violento estar callado acompañado en el ascensor. En tu caso me basta con sentir tu compañía y tu amistad que saboreo mientras puedo por las prisas que llevas siempre. Si no puedes estar callado junto a una persona, hable esta o no, durante media hora, plantéate tu relación con ella. Es un consejo. Y mira que doy pocos. Vueltas sí, doy muchas. Lo sé, sufro de incontinencia verbal. Perdone el caballero. Cuando he pensado sobre lo que hablo me explayo como un charlatán que promociona un crecepelo. Era nuestro sino: viajar. Si bien pronto acabaría el desierto y entraríamos en un área donde las aldeas se encontraban más cercanas entre sí. Y todas tenían en común una cosa: el retrato en blanco y negro de una persona sonriente con porte noble y un gorro que veríamos en muchas cabezas de ciudadanos. Luego sabríamos que aquel hombre era el rey Hassan II de Marruecos. No supimos cuando cruzamos la frontera. Pero sí notamos el cambio de paisaje que sin ser verde dejaba de ser totalmente ocre. Hamal fue quien más agradeció el cambio de flora. Se daba verdaderos festines con aquellas matas espinosas de las que Adama y yo rehuíamos. También los pozos de agua y algún riachuelo que otro nos alegraban a los tres. Sabíamos que habíamos dejado atrás muchos infiernos, pero no éramos conscientes de los que aún nos quedaban por pasar. Cuando sales de una mala situación siempre esperas que la siguiente sea mejor. Si no nos engañáramos no habría quien siguiera adelante: ¡Venga, que lo peor ya ha pasado, hombre! El tiempo pasado solo lo reconocíamos en el otro. Ese menudo muchacho que me había encontrado en mitad del desierto se había convertido en un larguirucho joven que, si bien no me discutía quien alcanzaba a ver más lejos, no desentonaba a mi lado. Cómo me hubiera gustado disponer de aquel espejo en el que Sinafasi  Benga  me  posibilitó contemplarme por  primera  vez  de
cuerpo entero. De aquel momento era la imagen clara que de mí tenía. Y, desde que estuviera en casa de los Okoye, no es que hubiera llovido poco, que también, es que yo no lo sabía o no lo había visto. Como verás, y como siempre, tus deseos me obligan y me guían. Me pedías que los acontecimientos vividos no ocultaran mis sentimientos y mis pensamientos de aquellos momentos y, como verás, cumplo al pie de la letra. He cambiado mucho, ni para bien, ni para mal. Sí para darme respuestas a preguntas que se me han presentado a lo largo del tiempo tal como cualquier otro ha hecho, supongo. Nos encontramos con un erg cuyo fondo nos sorprendió. Unas montañas negras como nunca habíamos visto. Y, como estábamos hartos de la tierra suelta, nos agradó ver matorrales que salpicaban el camino. Eran algo molestos, pero en principio no nos incomodaron por lo que te he dicho. Seguimos una trocha que subía levemente mientras dejábamos atrás el pequeño semidesierto lleno de matas. Y le tacho de reducido por venir de donde veníamos. No imaginábamos que tras aquellos montes, el Atlas, se encontraba el verdor  de  las plantas y  azul  del  mar.  Un
mar que deberíamos cruzar para alcanzar el paraíso. Entramos en aquel pequeño pueblo, yo diría que abandonado, y que nada tiene que ver con el actual, debido a la masiva curiosidad que hoy despierta el desierto en los ciudadanos de los países desarrollados, tanto como para desear pasear en camello por entre las dunas. Pienso que si nos hubiéramos quedado allí a vivir con Hamal, actualmente tendríamos la mayor flota de animales para surcar aquel erg perfecto para acercarse al desierto sin sufrirlo, porque ese hubiera sido nuestro trabajo. Pero por entonces no eran muchos aquellos que se podían permitir una cabalgada en mehari, aunque de ellos habíamos sacado bastante nosotros en Argelia. Ves, también se puede soñar en tiempo pasado. Esa zona, para ese tipo de turismo, es muy apropiada y han surgido cantidad de hoteles y establecimientos turísticos que ofrecen la misma hospitalidad que nos ofrecieron a nosotros. Como te digo Ouzina era una aldea muy humilde, nada tenía que ver con ninguna de las que habíamos pisado y en las que habíamos ganado hasta dinero. Dinero que, por otro lado, casi manteníamos intacto. No es como ahora, que te duran 50 euros el tiempo que tardas en cambiarlos. Allí, salvo, comida poca oferta había. Por no haber, no había ni tiendas. El dinero, en definitiva, no servía para mucho, solo para marcharte, pero como no tenían, aquellas gentes se quedaban. Y a todo ello le tienes que sumar que ese pueblo era como si no estuviera en el mapa y los medios de comunicación y las infraestructuras brillaban por su ausencia. Pero todo llegaría con el turismo, y de rebote por el esplendor de otra ciudad un poco más al norte. Te hablo de Merzouga, actual centro turístico internacional por excelencia de Marruecos. Ciudad de la que parten las excursiones que te permiten pisar el desierto sin ningún peligro que no sea el ser atropellado por un cuatro por cuatro. No estuvimos mucho tiempo en Ouzima, pero sí el suficiente para congeniar con alguno de sus habitantes, pues a falta de animales de carga, Hamal fue el primero que veían después de mucho tiempo, tuvimos a bien hacer varios viajes al único pozo del que dependían, y yo creo que suministramos agua a todas las casas. Hamal y yo ya nos manejábamos bien con los cántaros. El plástico todavía no había ni asomado siquiera a aquel remoto lugar. Es increíble el avance social que supone una simple carretera. La riqueza de muchas aldeas africanas se medía por cabezas de ganado, y allí solo vimos la cabezota de nuestro camello y otra pequeña de un perro famélico y triste. Te puedes imaginar el nivel. Nada tenía que ver con la elevada edad de sus habitantes. Bon, ahora que me acuerdo, también vimos un burro con más años que mataduras por el mucho tiempo trabajado y que estaba para sopitas y buen vino. Tal y como estoy yo actualmente. En ese momento, y ahora también, me recordó a mi viejo amigo Toujoursoui del que ya te hablé en su momento, al que le duró la libertad lo mismo que a Adama su niñez. Con quien más intimamos fue con el matrimonio dueño del burro que le cuidaban como a un igual. Huelga decir que era una pareja anciana, mejor dicho un trío de añosos. Eso sí, Ouzima tenía mezquita, pero se mantenía sola y nadie llamaba a la oración, no hacía falta. En casa de Iyad y Rasima, que así se llamaba el matrimonio, vimos de cerca ese retrato del que te he hablado anteriormente y supimos de quien era. También supimos de Merzouga y su secreto por ellos. Comimos dos veces en su casa y cenamos una. Tuvimos que hacerlo como agradecimiento a nuestro servicio de aguadores y por lo que luego te relataré. Ah, y también pasamos la noche en su casa. Nos ofrecieron las camas de sus hijos pero las rechazamos con toda cortesía porque estábamos acostumbrados a dormir en el suelo. Y así lo hicimos en el comedor, junto al fuego sobre una alfombra más pisada que la dignidad de un migrante. Vivían de un pequeño huerto de calabazas que Iyad, después de recolectar y vaciar, secaba al sol. La pulpa se la comían y era su alimento principal. Después él mercadeaba con ellas en Merzouga o se las dejaba al hijo que allí vivía. Pero cada vez menos porque Rasima no quería quedarse sola. Según su marido se quejaba de lo viejos que estaban él y su burro, y que tardaban el doble en volver. El grave problema que tenían las cantimploras de calabaza de este anciano es que no tenían tapón. Pero, no sé si fue a Adama o a mí, se nos ocurrió que aquello tenía remedio, por eso nos quedamos más de un día. Tras una sugerencia, fuimos con Iyad y sus herramientas hasta el pie de un árbol que él conocía. Según nuestro anfitrión era el único en todo el entorno. Adama y yo lo echamos abajo, sin saber el mal que hacíamos por el bien del matrimonio. Hamal se encargó de llevarlo hasta la puerta de la casa. Con aquella madera no solo se calentarían, también harían los tapones de las calabazas. Como curiosidad te contaré que no oímos hablar una palabra a Rasima. Cuando nos fuimos tampoco salió a despedirnos. No se lo tuvimos en cuenta, porque su marido nos contó, durante los varios viajes que hicimos para transportar el árbol, que habían despedido a tres hijos y que solo volvió uno, porque los otros dos murieron gracias a la guerra y al señor de la foto. Igual que los niños, las madres son madres en cualquier parte del mundo, aunque, por supuesto, esta generalización tiene muchas excepciones, como todas. Y así nos marchamos hacia el norte, con el encargo de entregar a su hijo una calabaza con su tapón correspondiente. Enseguida nos encontramos con otra aldea, todavía más pequeña que la dejada atrás, Taouz. Ni nos paramos. En la siguiente, también cercana, sí. Se trataba de Khamlia. En ella nos sorprendió el color de sus habitantes. Ni Adama ni yo desentonábamos, y Hamal tampoco, claro. Curiosamente la piel de aquellas personas era más del tono del café solo que con leche. A saber el motivo. Acaso porque fueran descendientes de esclavos. Es la razón más habitual cuando te encuentras en abundancia gente como nosotros allí donde no debería haber por razones naturales. ¿No crees? Eh bien, c'est ça, mon ami. Otra cuestión que diferencia este pueblo en mi memoria es la música tan particular y distintiva que allí oímos. Y mira que yo tengo el oído duro. Y, por descontado, el baile al que acompañaba. Al cruzar el pueblo la escuchamos desde diferentes puntos. Y con toda naturalidad, la gente se ponía a bailar en la calle, a pesar de la pobreza que no se escondía en ningún sitio, salvo en las tierras de cultivo que rodeaban Khamlia. Pero esto suele ocurrir en los pueblos donde existen los terratenientes. Allí quien trabaja y quien se enriquecen, nada tienen que ver. ¿No has oído nunca el comentario ese de que “estos con cantar, bailar y follar tienen suficiente”? Eh bien, c'est ça, mon ami. Nadie tiene suficiente con ello, aunque sea deseable. Estuvimos el tiempo que tardamos en cruzarla y un poco más que dedicamos a ver bailar a un grupo de jóvenes de nuestra edad. Y seguimos camino. Según Iyad, el siguiente pueblo era ya Merzouga. El viejo tardaba ocho horas en ir y siete en volver, por eso pensamos que nosotros, al salir después de comer, llegaríamos el mismo día. Pero no fue así, nos debimos de entretener más de la cuenta con el espectáculo de danza o Hamal envejecía. La ciudad de Merzouga merece un punto y aparte. Tal como nos comentó el calabacero, después de Taouz, al seguir hacia el norte y a unos cuatro kilómetros, nos dimos con esta ciudad. Nada más vislumbrarla, tanto Adama como yo, sorprendidos, no hicimos más que intentar aguzar la vista para ver
más y mejor.  No dábamos por cierto aquello que surgía poco a poco al final de la pista que nos conducía a tan peculiar población. Los destellos que el sol sacaba en el horizonte la lógica nos los negaba. Los dos reconocimos como agua la superficie donde la luz estallaba y nos hacía guiñar los ojos. ¿Agua, mucha, en mitad de la nada? No podía ser. Ese tenía que ser el secreto que escondía y del que nos había hablado Iyad, pero había otro. Hizo bien en no decírnoslo. La impresión fue mayúscula y maravillosa. Pero no apretamos el paso. Aunque jóvenes, nos teníamos bien aprendidas las normas del desierto. Según nos acercábamos más y más, aparecía ante nuestros ojos una estructura que jamás habíamos visto, una construcción humana tan impresionante y tan homogénea como colosal. Un adarve precioso y trabajado contenía y mantenía la ciudad a salvo de cualquier ataque, incluso de los propios de la naturaleza local. Y su reflejo en el agua aumentaba la impresión de fortaleza. No sabría decirte qué me  impresionó  más,
si las murallas o el lago.En un momento determinado todo me pareció de oro, incluso el espejo donde se difuminaba el perfil de la fortificación. Y en ese momento se levantó un viento travesío que lo emborronó todo. Y entonces sí nos apremiamos. Este recuerdo y otro que tengo de un amanecer de mayo frente a la Alhambra se parecen mucho. Una cosa es ver unos templos en las aldeas y otra ver la antigua mezquita de Santa Sofía. ¿No crees? Nos quedamos sin habla, aunque eso a Adama no le costaba trabajo. Aquellos muros y aquellas torres, cuantos más cercanos más impresionaban. Encaramos la estructura al rodear el agua y sin dejar de mirar la gran fortificación y la puerta que se abría ante nosotros y otros que también entraban. Una caravana de camellos abandonaba en aquel momento la ciudad por esa misma arcada. Si el exterior era imponente, el interior no desmerecía en absoluto. Al entrar fue como si te succionaran el alma, aunque las nuestras tan impresionables como tiernas, no eran difíciles de secuestrar. No es que las calles fueran un hervidero, pero sí había mucha actividad. Eran estrechas en busca de sombra y hacían ver todo lo allí concurrido más voluminoso. Miraba hacia atrás, a Hamal, y le veía tan grande como un  dragón. Nos cruzamos con un camellero y sus camellos, y por no saber nosotros manejarnos en aquellas estrecheces, causamos un pequeño tapón. En ese ínterin, Hamal pareció hacer migas con otro de sus congéneres. No me extrañó porque el pobre llevaba sin ver un semejante muchas jornadas. Como casi todas las vías, la que andábamos moría en una plaza. Y en ella vimos la antigua alcazaba que se había convertido en otro barrio más de la ciudad. Allí preguntamos por las señas que nos había facilitado Iyad para encontrarnos con su hijo. Este nos recibió en una casa humilde y tras los saludos de rigor, tan importantes para los musulmanes, nos preguntó sobre sus padres. Aclarada su buena salud y situación, le contamos la mejora en los productos que su padre manufacturaba. Después de ver la muestra que le llevábamos, nos preguntó sin ambages por nuestro interés en el asunto. Le dejamos claro que no teníamos ninguno y que pretendíamos seguir nuestro camino. «¿Hacia dónde vais?». Le contesté que nuestra idea era llegar a un lugar donde vivir, no ya mejor, sino simplemente con dignidad. Lo entendió a la perfección pues él también se lo había planteado alguna vez. Pero que, casado como estaba y con dos hijos pequeños, no se podía permitir el lujo de largarse a la aventura. También hizo mención al sufrimiento de su madre que, de alguna manera, también le fijaba en Merzouga porque haberse quedado en su aldea natal hubiera significado hambre para todos. Con lo poco que sacaban de las calabazas y de su hacer de pastor subsistían al menos porque sus padres necesitaban muy poco como sabríamos si habíamos convivido con ellos. También nos dijo que de tener nuestra edad y no ataduras, nos acompañaría. Me llamó la atención que tachara de tontería la solución del tapón de la calabaza: «Vaya bobada ¡Cómo no se nos había ocurrido a nosotros antes!». En ese momento no lo entendí porque entonces tenía el encefalograma más plano que Trump, pero después, al comentárselo a Adama, me hizo entender el tono en el que lo había dicho. Me extrañó que mi amigo metiera baza en la conversación hasta que entendí sus pretensiones. Le habló a Said de la carta que oímos todas las noches durante una temporada. Y él, al hilo de este comentario, nos contó que, en su momento, él se había interesado por pasar a territorio español pero que, por unos preciosos ojos morunos, las circunstancias de su vida cambiaron drásticamente. Luego vino el primer chaval «y eso». Así que, después de los años, había perdido los contactos, salvo el de un amigo que vivía en Aoufous que quizá podría ayudarnos todavía, aunque hacía tiempo que no sabía de él: «Todos tenemos ocupaciones y preocupaciones». Nos agradecimos mutuamente las informaciones intercambiadas. Cuando salimos de casa de Said, Adama me dio una conferencia sobre algo que yo entendería en el futuro pero que en aquel momento no supe a qué venía: «La naturaleza, a veces, nos la juega. Nuestra necesidad de perpetuar la especie destroza muchas libertades y sustituye muchos sueños, Dikembe. Recuérdame que no me enamore».
Estoy de acuerdo con Adama. Hay que estar muy loca (enamorada) para creerte que ese hombre te va a durar “encoñado” toda una vida. Y lo digo con la perspectiva del tiempo y también trato de derrumbar el mito de la maternidad frente a la paternidad. Si bien es imposible medirlas, también es cierto que el papel de la madre está sobrevalorado con respecto al rol de padre. Yo lo soy, y aunque no he parido a mis hijos, cuando fui consciente de lo que representaban para mí aquellas carnes con ojos, la química funcionó, y no he dejado de ser padre ni un segundo desde entonces. Cada uno cuenta la feria como le va. Y esto que escribo no es una petulancia porque simplemente es una defensa del papel de un hombre dentro de una familia. Sí, ahora, en el principio del fin, me he propuesto defender mi individualidad. Puede ser que no haya sabido gestionar mi papel de padre respecto al individuo que también soy. Y, como todos solemos hacer, me pregunto: ¿Qué hubiera pasado de haber hecho yo lo que quería? Pero, aunque en principio no va a cambiar nada, si se me permite perdonarme y corregir todos mis errores que pienso he cometido, sueño con una vida a mi medida, mientras recuerdo con cariño todas mis anécdotas como padre. Lo cortés no quita lo valiente, ni ello quiere decir que me arrepienta del camino escogido en su momento. O que ahora, al saber las repercusiones de aquellas decisiones, tomara otras. Por ello no me siento más ni menos que ninguna madre. En este sentido, reto a quien me lo discuta que pregunte a quienes mejor lo saben: mis hijos. ¡Ojo! Y si tuviera que situarme para la foto entre machistas y feministas, posaría con estas últimas, que nadie se equivoque. 

Ahora pienso que Adama podía tener razón. Uno de los motores de cualquier sociedad, humana o no, es el “amor” y todo lo que conlleva: la especie por encima del individuo. Al fin y al cabo es una forma de comunismo. Ni qué decir tiene que Adama no se enamoró nunca. Y de mis amoríos ya estás al corriente. Cuando yo llegué a este país, a ninguna muchacha en edad de merecer se le tenía permitido ennoviarse con un negro salvaje y africano como yo, aunque en nada me pareciera a esa guardia personal que se trajo el Caudillo de Marruecos y de los que se cuentan tantas barbaridades y salvajadas como las que yo viví en mi tierra, más o menos. Soldadesca que ayudó a imponer en España un régimen absolutista y paternalista que yo sufrí como un “negrito” o como muestra del salvajismo comunista o ateo, que no sé qué era peor en aquellos tiempos. Y, aunque yo me aprovechara de la primera percepción, la de pobre negrito, también sufrí tanto como muchos otros perdedores. Aun hoy todavía, hay personas que creen que son más que yo, sin ser yo más que ellos. Es la consecuencia que se podría sacar de una posición de presunta supremacía blanca, si a simple vista descartamos el físico. Aunque yo creo que mi mejor músculo o aquel que más he desarrollado ha sido el cerebro. Mi mente ha sido capaz de entender que cualquier ser humano debe percibirse como tal. Aquello que adjetiva a un hombre o a una mujer son sus actos. No hay que olvidar que cualquier desastre social se basa en un posicionamiento extremo de los individuos que componen esa sociedad. No voy a ponerte ejemplos porque la lista sería interminable. Creerse el ombligo del mundo es una postura incómoda y termina afectando tanto a la salud física y emocional del que se mira y de los que le rodean. No dirás que esta no la he acabado en alto, ¿eh? Yo diría que sobre un cerro de Úbeda, ¿verdad? Dejo para la siguiente la salida de Merzouga. Un saludo,









Imagen 1. Foto bajada de blogs.mediapart.fr
Imagen 2. Foto bajada de www.bmwmotos.com
Imagen 3. Foto bajada de es.wikipedia.org
Imagen 4. Foto bajada de www.jellyfields.com ©Cristina Martos

Mug rug

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El otro día os enseñé unos agarradores de tela vaquera y tela de cortinas aquí.

Pero os tengo que contar un secreto: me gustaron tanto, pero tanto, tanto.. que no he podido "echarles a la mala vida".

Ya sabéis como acaban los agarradores, por lo menos en mi casa: chamuscados, con unas manchas imposibles de quitar....

Francamente, no quería esa vida para ellos, tan monos.

Pues fijaos éstos:


Tan monos, tan educaditos ellos... 

También iban a ser agarradores pero la cosa se ha quedado en el intento.


¿Tú echarías a los leones éste?:



¿O éste?:


No os preocupéis, como soy mucho de "regalar" cargos y títulos, les he nombrado "mug rug", no os digo más...

En la cocina, vergonzosos los tres agarradores: quemados, con manchas que no salen.....

A ver si en un ratito me hago dos juegos y me salen más feos, bueno no, que si me salen feos no los pongo. 

Que problemón tengo!!! 

Y sigo coso que te coso...

Bordados a punto de tallo

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Hay cosas que se nos dan bien.

En los momentos flojos, la receta sería hacer este tipo de cosas para que tu autoestima se equilibre.

No estoy mal, podría estar peor, lo que sí estoy es dispersa, muy dispersa.

Así que he tenido la suerte de que me encargasen tres mochilas y estoy encantada porque me relaja muchísimo bordar los nombres a punto de tallo.

Para Paula:


Para su gemela Clara:


Y para Lucas:



Cualquier día hago un video tutorial por si os sirve de ayuda.

Y sigo coso que te coso...

Sujetacables ajustable

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Quizá hace demasiado poco que hablé del "invento", pero es que me gusta tanto....

Y soy tan, tan "modorra"

Soy como los niños: de pequeños sólo quieren ver una película, porque ya la entienden y se saben los diálogos. 

Pues lo mío, viene a ser algo así. Me lo iré a mirar.


Mientras me lo miro y no me lo miro, la verdad es que disfruto muchísimo regalando a todo el mundo las cosas que hago y que a mi me gustan.

De todos estos que veis, no me queda ni uno, pero ni uno. No os preocupéis que estoy sacando nueva remesa, con nuevos modelis "primavera-verano".


Lo que me encanta es que me empiezan a mandar fotos con ellos ya estrenados.

¿Qué no os lo creéis?

Ahí va el primero, me lo manda Puri.


El segundo, me lo manda Bea


¿A que quedan monísimos?

Si estás cerca, seguro que te regalo uno, pero si no es el caso, te puedo invitar a ver el video y lo puedes hacer conmigo.

Y sigo coso que te coso...

Kedada del 8 de marzo

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El miércoles pasado hicimos una kedada, teníamos que ver los últimos quilts de las makers, otros quilts, hacer un intercambio de amigo invisible, alguna compra, una comida con sobremesa y echarnos unas risas.


De izquierda a derecha: Beatriz, Puri, Marta P (sentada) Marta F (de pie), Elena, Isabel, Montse, Charo y yo.

Faltó Lola, te esperamos a la próxima.

Vamos a ver el amigo invisible, primero el que yo preparé, la temática era Cuentos, y yo elegí Caperucita y el Lobo.

Aquí juntos:


Ahora Caperucita, ¿será un monedero?


Ahora el lobo:


Todavía, supongo, no tendréis muy claro qué es.

Con la siguiente foto, todo aclarado:


Si, una tote bag, o lo que viene a ser en castellano una bolsa para la compra. Creo que es un elemento para llevar en el bolso, que pesa poco y que nos viene muy bien cuando hacemos alguna compra imprevista.

La bolsa le tocó a Beatriz y, fijaos que curioso que la tela de manzanitas es la misma que usé para el interior de una bolsa que le regalé hace tiempo.

A mi me tocó la casita de chocolate, de Isabel, que mona!!!


Con sus moneditas de chocolate, humm que ricas!!


Esas ventanas, nos hacen pensar que hay luz encendida y la casa está habitada...


Muchas gracias Isabel, me ha encantado la casita de chocolate.

Aquí todos los amigos invisibles juntos:


No os podéis imaginar lo original de cada regalo....

Estoy segura que lo veréis en cada blog.

Abajo, en el centro, hay tres casitas. ¿De quién? ¿Para quién? Alguien dijo que la receptora tenía mucho morro porque se iba a hacer con un quilt por la cara. Ahí lo dejo.

Y sigo coso que te coso...

CAP. 44 . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Andanzas y tropezones de Dikembe Biyombo

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De cómo fungir de agricultor y pinche el mismo día



ue allí, en Merzouga, donde compramos nuestro segundo mapa. En una tienda a la que haría florecer la curiosidad de los occidentales y los orientales. Actualmente esta ciudad es el mayor polo de atracción turística de cualquiera que quiera pisar el desierto sin verse inmerso en una aventura con final desgraciado. El desierto, en contra de lo imaginado, es el hogar de muchas personas que han terminado o empezado allí, bien por voluntad propia o porque no tenían otro remedio. Esto último les ocurrió a los pobladores de Khamlia, descendientes de los esclavos negros subsaharianos. No solo se exportaron esclavos a América, otros no salieron del continente y perdieron igual su libertad. En el fondo, todos somos iguales. La naturaleza es creadora y siempre que engendra, acierta. Otro asunto es que su creación se sienta superior a todo, incluida ella misma. Esta idea puede tomarse por la desobediencia de Eva, pero no es más que la demostración de nuestra soberbia y altanería. Espero que estas digresiones te agraden porque te permiten asomarte a mi interior sin riesgo de ser tachado de cotilla. Uno no es tonto, ya te he comentado que mi mejor arma de defensa es mi mente. Supongo que estarás de acuerdo conmigo, ¿no? Eh bien, c'est ça, mon ami. Pero volvamos a aquella ciudad, Merzouga, que se nos quedó grabada en la memoria. Al salir de ella volvió a encogérsenos el alma, pues, al hacerlo, solo pudimos contemplar otra vez los componentes básicos del desierto: sol y tierra. Ambos jugaban al escondite. Las dunas, de más de treinta metros de altura, solo permitían que los rayos de luz iluminaran de naranja una de sus pendientes, salvo a medio día, claro. La otra ladera se ocultaba y creaba un color que no tiene nombre, ni pintor que la pueda plasmar. Ni siquiera las fotografías, que posteriormente he visto, reflejan ese espectáculo. Y te hacen entender que alguien viaje miles de kilómetros para contemplar durante breve tiempo la complicidad entre el astro rey y la arena. El motivo de salir de aquella fortaleza fue tan sencillo como curioso: No encontramos ningún lugar entre sus calles para que Hamal pudiera estirarse tumbado y descansar a gusto sin molestar a nadie. En esa ruta nos encontramos con muchos pueblos contiguos. Nunca lo habíamos visto. Nos dimos cuenta de que algo cambiaba a nuestro alrededor. Ya el desierto no era tan desierto y Hamal se alimentaba a diario  y no tenía que tirar de sus reservas de grasa que acumulaba en la joroba. Y una aclaración a propósito de su giba. Hamal no era propiamente un camello, pues solo tenía una. Por lo tanto era un dromedario, aunque yo siempre le haya llamado camello o mehari por mi francofonía inicial que he ido perdiendo en beneficio de tu idioma y mi persona. Al fin y al cabo aquel animal pertenecía a esa especie de mamíferos artiodáctilos. Esta última palabreja tiene que ver con el número de dedos que poseen y con cuantos plantan al pisar. No te creas que no son curiosas las extravagancias de los científicos. Fíjate tú en qué se fijan ellos para agrupar en subespecies a las bestias y las fieras. Pero yo, de animales sé poco, salvo que hablemos de los de nuestra especie. Y tan próximas eran las aldeas por aquella zona que,a poco más de una caminata,nos encontramos con otro pueblo, Hassilabied. No habíamos hecho ni hambre. Y como quiera que era un tanto anodino, seguimos camino. Pero ya no encontramos gente hasta varios días después. ¿Sabes?, los días son incontables en el desierto. Pero en el sentido de que no eres capaz de saber cuantos han pasado desde que comenzaras a contarlos. Ni aunque hagas muescas en un palo, si es que lo encuentras. ¿La habrás hecho o no? ¿Habré hecho dos marcas hoy? Al final, tiras el trozo de rama porque no te sirve para nada. Respecto a esto recuerdo un chiste que me contaron en la panadería sobre un automovilista que se come el tarro mientras se acerca a un chalé. Se encamina con la duda de si le dejarán llamar por teléfono. Tanto se come la cabeza con esa incertidumbre que al abrirle la puerta, en vez de saludar, le dice a quien le recibe que se meta el teléfono por donde le quepa. Hoy ya no puedes contar ese chiste porque todo el mundo tiene un teléfono móvil, salvo que ubiques el chascarrillo en el siglo pasado que, por otra parte, no hace tanto tiempo que acabó. Aunque con ello corras el riesgo de que te vean como eres: viejo. Es lo mismo que calcular en pesetas delante de algún. Y si no me crees, hazlo delante de tus hijos y verás. Ellos no se cuestionan, y no tienen porqué, que todos hemos sido jóvenes y hemos criticado, en mayor o menor medida, a nuestros mayores. Y soy de la opinión que cuanto más crítica más se perfecciona aquello criticado, salvo que mueva la envidia. Bon, calculo que tardaríamos entre siete y diez días en volver a ver a un semejante. Esta vez también nos encontramos con un cartel que anunciaba el siguiente pueblo y animaba a seguir. Y como habíamos comprado suficientes alimentos en Merzouga, no andábamos intranquilos ni preocupados. Aunque nos alegró sabernos cerca de Aoufous, por lo evidente y porque era el pueblo que buscábamos por indicación de Said. Pocas aldeas y ciudades me había encontrado anunciadas antes de llegar a ellas. De ahí que lo cite cada vez que recuerdo un hecho así. Con ello quiero resaltar el cambio que se había producido al dejar el desierto desnudo, sin que por ello quiera decir que anduviéramos entre vergeles, pero ya, a nuestro alrededor, no faltaba un palmeral o una pradera llena de matojos verdes. Amén de que la tierra que pisábamos no era polvo, sino granulada, dura y llena de piedras. También noté por aquel entonces un cambio en el humor de Adama. Andaba más contento. Igual de suyo que siempre pero con el talante más alegre. El pueblo no nos pareció muy allá, era un simple palmeral. Después de Merzouga iba a ser difícil que una población nos sorprendiera. Tampoco es que Aoufous fuera fea. Entre el blanco y el negro hay muchos grises. Y, además, era nuestro destino voluntario. Cuando entramos en la aldea hicimos lo de siempre. Nos relajamos y buscamos un lugar para descansar. Lo encontramos, comimos algo y nos echamos un rato. El hombre, y no te descubro nada, es un animal de costumbres. Y no sé el motivo. Acaso porque en el fondo es un animal. Nosotros habíamos abrazado esa costumbre. Lo digo porque estoy seguro de que en tus viajes de negocios, lo último que debes hacer es precisamente lo primero que hacíamos nosotros. No creo que suelas llegar a la ciudad de turno, te relajes, te vayas al hotel y tras un refrigerio uses la cama. . ¿O sí? Eh bien, c'est ça, mon ami. Durante un buen trecho de la etapa, habíamos avanzado, sin saberlo, paralelos a un río. Ya hay que ser tontos. Nos dimos cuenta desde lo alto de la aldea. Pero la verdad es que no habíamos necesitado agua para beber, pero los dos nos miramos apesadumbrados por no haber tenido la ocasión de darnos un chapuzón y quitarnos parte del polvo del camino. Eso, sí, un poco más tarde lo haríamos. En particular, recuerdo que aquel río se llamaba Ziz, por eso no se me ha olvidado. Ahora, desde el idioma que hablamos, me suena a nombre de perro, no sé porqué. “¡Ziz, ven aquí!”. “¡Ziz, sienta…!”. Tú me entiendes. Ahora sé que nace en las montañas del Atlas Medio y muere, como casi todo, en el desierto. No todas las corrientes acaban en un mar, en un lago o en un océano a la vista. Otros son asesinados por la sequía y otros se filtran bajo la tierra y sus aguas acaban donde menos te lo esperas. Después del descanso, nos acercamos al centro del pueblo y preguntamos por las señas que nos diera Said. En las aldeas, la mayoría de las calles, por llamarlas de alguna manera, no tienen nombre. Pero eso no dificulta encontrar el domicilio  de cualquiera.

Todos se conocen y todos tienen referencias de cada domicilio y su dueño. La casa en cuestión, un poco apartada, era humilde, pero resultaría un palacio. Saludamos en voz bien alta antes de entrar en el patio. Oímos una respuesta apagada que nos llegó del interior del edificio de adobe. Entendimos que nos daban paso franco y entramos. La voz cascada nos animaba a seguir y nos guiaba. Tras acostumbrar los ojos a la oscuridad del interior, descubrimos a un anciano que nos recibía con palabras educadas y con gesto sereno y alegre. «Pasad, pasad. Aquí no llegan muchas visitas. Sed bienvenidos a la humilde casa de Kassem». Después se disculpó por no atendernos mejor, pero, según él, sus piernas ya estaban con Alá. Eso sí, nos ofreció un té tibio que, según sus palabras, se lo había dejado preparado su buen hijo antes de irse a la labor. Aceptamos por educación y nos sentamos en el suelo, sobre una estera, junto al colchón sin bastas en el que yacía nuestro anfitrión. Después nos pidió que le ayudáramos a incorporarse para mejor hablar y quedó apoyado con la espalda en la pared y frente a nosotros. Pero Adama, al ver el gesto de incomodidad del viejo, se apresuró a colocar unos almohadones, no muy limpios, entre su espaldar y el adobe. «Gracias, hijo. Que Alá te lo premie. Este inútil ya está disculpado hasta de las oraciones. Pero no creas que he dejado de orar, no. Incluso me oriento como puedo hacia La Meca». Adama, como acostumbraba, le contestó con un gesto. En este caso con una tierna sonrisa. Al notarla, el buen hombre siguió con su cháchara. «Y, ahora, ya cómodos, decidme, ¿en qué os podemos ayudar?». Y, ahí, intervine yo. Le conté que buscábamos a Belkassem con buenas intenciones y que veníamos de parte de Said, un antiguo amigo suyo, que nos había facilitado muy amablemente su dirección. «Pues habéis atinado a la primera. Esta es su casa porque él es mi inestimado hijo». Y, como es lógico, nos contó su desgracia, historia que escuchamos, a pesar de su contenido, con agrado. Resulta que él, como todos los varones de la aldea, se dedicaba a la agricultura. Su familia siempre había trabajado los árboles frutales y él, por la herencia recibida, siguió con los limones y las naranjas. La huerta familiar no era muy grande, por lo que, para llegar al día siguiente, había que recoger hasta el último fruto del último árbol. Mal que bien, había sacado siempre adelante a su mujer y a su prole, incluso pudo mandar a algún hijo a la ciudad para que pudiera estudiar. De la misma manera y por el mismo motivo que todos los hombres trabajaban la tierra, todas las mujeres soportaban los trabajos domésticos que incluían el aprovisionamiento de agua a las casas. «Hace unos años, se invertía mucho más tiempo que ahora en ese cometido, sabéis». Eso quería decir que tenía que ser él solo quien cuidara de los frutales y del huerto del que todos comían. Hecha la introducción, pasó a relatarnos «el día más largo» de su vida que yo te resumo en una caída desde lo alto de un limonero. «Y gracias a Alá que caí de pie sobre aquella piedra que llevaba más tiempo allí que el árbol». Se quebró ambas piernas. Y algo más. Estuvo allí tirado con dolores hasta bien entrada la noche, cuando su mujer, preocupada por su tardanza, salió a buscarle con algunos vecinos y algún hijo. «Desde ese mal llegado día, no he dejado de tener dolores ni he podido servirme por mí mismo». Cuando el hijo estudiante se enteró de lo acaecido, volvió, abandonó los estudios y se hizo cargo de la huerta. Y unos años después también tuvo que ocuparse del resto de ocupaciones porque «su madre murió después de una corta enfermedad. Fue como un relámpago. Al menos ella no sufrió». Por eso la casa no estaba tan limpia y ordenada como debería estar, «pero es que el pobre Belkassem no tiene tiempo para más. Bastante tiene con la huerta y conmigo y con hacer la comida y con traer el agua y con todo. Un día dura lo que dura». Encima de recibirnos y atendernos, era él quien nos pedía disculpas a nosotros. Muchos aquí, en España, con la atención más a menos suficiente de la Seguridad social, nos hubiera echado de su casa con cajas destempladas por invadir su intimidad. Desde aquel aciago día era pues su hijo el único útil de la familia, y como quiera que en el pueblo nacían más varones que hembras, era muy difícil encontrar una esposa para su hijo. Y más si no se dedicaba en buscarla ni un minuto. «Y mira que yo le insisto. Pero qué voy yo a buscarle si me tengo que arrastrar por ahí. ¿Una lombriz? Una mujer por lo menos es imprescindible para la vida de un hombre. ¡Si lo sabré yo!». Por todo lo dicho era muy fácil, hasta para mí, deducir donde se encontraba su hijo en esos momentos. La historia de aquellos dos hombres me entristeció. Y para sentirme un poco mejor me ofrecí a traer agua. Cargué como pude sobre Hamal un cántaro y cogí también el pellejo casi vacío que tenía junto a él, en el suelo, el viejo Kassem. Antes de salir, me dio las indicaciones necesarias para encontrar el pozo y vacié del todo el pellejo en una tetera en la que Adama se puso a calentar agua para hacer té, al son de las pautas que le dictaban. Tardé un tanto, y cuando volví noté que en la casa, o al menos en la habitación en la que estábamos, alguien había empleado su tiempo en limpiar y ordenar las cosas. Me esperaban con el té servido, esta vez caliente. «¿Quién ha ordenado todo esto?», pregunté a mi amigo. Él me miró como quien mira a un tonto y no contestó. Tenía razón, ¿quién, si no él, podía haberlo hecho? Adama, como deberíamos hacer todos, obviaba las preguntas cuya respuesta conoce de antemano quien las formula. No nos dimos cuenta del tiempo pasado con el anciano hasta que nos sorprendió su hijo sin haber acabado el té. Un hombre joven con su turbante y su chilaba, apareció en la puerta de la estancia con un gesto de extrañeza en la cara. Un tanto susceptible, y sin saludar, preguntó: «¿Y ustedes, quienes son?». No contestamos nosotros, sino su progenitor: «Son gente de paz, Belkassem. Y mis invitados. Incluso han limpiado la casa y han atendido a tu padre. Y eso no lo hace cualquiera. De hecho, son los primeros. Así es que, no te preocupes. Y no lo entiendas como una queja. Para ti, hijo, solo puedo tener cariño y agradecimiento». Entonces, el hijo ya puesto al día, cumplió con los saludos de rigor. Y después, de una manera indirecta, pidió disculpas a los invitados de su padre. Yo quité importancia a su conducta anterior porque «Es normal que un hombre, al llegar a casa de su padre tullido, dudara de dos extraños que se habían colado en ella». Como viera que a su padre no le faltaba la razón volvió a preguntar, ya más educadamente, cuales eran nuestros deseos y no nuestras intenciones. «¿En qué podemos ayudarles?». Le relaté la conversación mantenida con su amigo Said en Merzouga, además de trasladarle las salutaciones que para él me diera. Mis primeras palabras hicieron que su cara tomara el mismo rictus de cuando entró a la habitación, pero después de mirar a su padre, le explicó que Said fue un compañero de universidad. Y que al volver a Aoufous había perdido el contacto con él. «No sabía que se había asentado tan cerca y que tuviera tanta progenie. En la primera ocasión que tenga, iré a verle». Y ahí cortó la conversación porque había vuelto para que su padre comiera y, por supuesto él. «Espero que nos acompañéis y sepáis perdonarme». No vi justo que, encima de su buena acogida, nos comiéramos sus provisiones, pero Belkassem insistió y nos ofreció el fruto de sus árboles. «Pocas veces podemos comer caliente, salvó el té». Era una época del año en la que tenía mucho que hacer en el huerto. «No pidas disculpas, hijo. Cuando uno comparte lo poco que tiene honra a sus huéspedes y se honra a sí mismo». Ese comentario jamás se me olvidará. Aquel anciano sabía mucho más de lo que a primera vista pareciera. Con su buen criterio, conseguiría que su hijo cumpliera con su amigo Said yéndole a ver. De lo que más disfrutamos Adama y yo fue de la naranja que compartimos. Aunque el melón amarillo, que también dividimos, estaba exquisito, dulce como el arrope. No sé el motivo, pero el caso es que el sabor de la fruta me recordó las caricias de mi abuela Mayifa. La sinestesia es cotidiana, aunque no lo parezca ni le demos importancia. Y, por asociación de ideas, al acordarme de Mbo, le dije a Belkassem la suerte que tenía al ser hijo de un padre como Kassem. Al comentario contestó quien se sintió aludido y negó la mayor. Explicó que quien había tenido buena ventura había sido él al engendrar un hijo así. «Tonterías, padre. Cualquiera haría lo mismo que yo». Y en esas me llamó la atención que Adama hablara después de que el padre llamará mentiroso al hijo con la boca pequeña. Bueno, hablar, hablar, no. Tan solo contestó con un “no” rotundo a las palabras del joven anfitrión. El tono tan tajante de mi amigo cortó el hilo de esa conversación. Ese momento fue aprovechado por Belkassem para anunciar que debía volver a la labor y nos invitó a acompañarle para hablar del motivo de nuestra grata visita. Y Adama volvió a abrir la boca: «Ve tú, Dikembe». La sugerencia implicaba que él quedaría a cargo del anciano. Apunto lo evidente porque hoy me doy cuenta que era lo normal, pero en aquel momento no pensé que Adama, a su vez, pensara en el viejo tullido.
Nuestros mayores. Su cuidado y bienestar. Gran asunto. Y cada vez más, porque más somos los que aspiramos a despedirnos tarde. Y con “gran tema” no solo me refiero al acto familiar de no dejar de incorporar a los viejos a nuestra vida cotidiana, como se hacía antes por no tener posibles, para ahora mandarlos a cualquier sitio a que “les cuiden”. La evolución, a través de la ciencia, ha conseguido darnos más tiempo, aunque algunos nos cuestionemos para qué, porque el tiempo, en sí mismo, no sirve para nada si no se dan las circunstancias oportunas. Y muchas de esas circunstancias dependen de nosotros y no las aprovechamos. Bien es verdad que muchos de nuestros mayores, y a nosotros nos ocurrirá lo mismo, no llegan en condiciones de disfrutar mucho de esa prorroga citada por los motivos que todos vemos a diario. Yo, particularmente, pienso mucho en este oxímoron: la muerte en vida. Y encima con dolores o con la cabeza llena de pájaros que volaron en tiempos pretéritos. Y no es que sea partidario de poner una edad tope para estar vivo. Y dejar el asunto en manos de dios nunca me ha convencido. Todos deberíamos tener claro qué queremos cuando llegue el momento de esa muerte en vida que nos permite la medicina. Dejar escrito nuestra voluntad. Así, las familias se evitarían dispendios y dolores físicos y espirituales. Ver sufrir a tu madre o a tu padre no es plato de buen gusto, y más si sabes que la situación siempre va a ir a peor. Insisto, gran asunto este que está sin resolver para nuestros mayores porque nosotros lo hemos resuelto al quitárnoslos de encima.
Es curioso, convencido de que Adama no me sorprendería más, según te escribo estas y las anteriores letras, descubro nuevos matices en la personalidad de mi amigo. Al final no va a ser tan inútil contarte mi historia, como tú la llamas. Sí sé que Adama elige a sus amigos escrupulosamente. Y no lo digo por mí, bien lo saben todos los dioses que conozco. Excepción que también te aplico a ti. ¿Cómo te pudiste arrimar a un negrazo con mis pintas y tan ignorante como yo era? Nunca entenderé cómo no te dio miedo siquiera. Porque la amistad entre Adama y yo se entiende por las circunstancias. Aunque, a lo mejor, la respuesta que busco en nuestro caso, sea la misma. Pero contigo, algo más tuvo que haber. Eso lo pusiste tú. Yo solo tenía necesidades. En fin, que cada uno hizo lo que quiso y Adama quedó en la casa y yo me fui al huerto, sin querer decir que alguien me llevara. Aunque los frutales no estaban demasiado lejos, montamos en Hamal, más que nada para presumir de él y aprovechar el tiempo de Belkassem y la luz del día. En el campo sin sol no haces nada. Durante el trayecto se habló poco, tan solo él, para darme las indicaciones oportunas. Tanto la posición como mi propia costumbre al llevar montado detrás a Adama ayudaron. Pero al apearnos, aquel hombre joven me aclaró que su padre no sabía nada de su vida en la ciudad. Los detalles de la forma en que se ganaba la vida durante sus estudios, para no mermar más la economía de su familia, ya no tenían importancia. Y que le gustaría que su padre siguiera en esa ignorancia. No le iba a aportar nada y, en cambio, le podía hacer mucho daño. «Esos tiempos ya pasaron y nunca volverán. Y él no se merece que le hagamos sufrir más. No me explico como, un hombre en sus circunstancias, ha luchado contra la adversidad. Y no hablo ya de su invalidez, sino de que ha perdido tres hijos después de dejarse el alma para sacarlos adelante». «¿Cuatro hijos y tan solo le vives tú?», pregunté. «No, vivimos todos los hermanos, pero son tres los que no quieren saber nada del tullido de su padre. No olvides que no tiene afectado el culo, ¿entiendes?». Claro que lo entendía. Aunque de otro modo. Yo había ostentado el título de señor de la mierda entre los tuaregs, amén de otras señorías. En dos minutos me había puesto al día de una vida sencilla que antes no lo fuera tanto. Y me dio rabia que solo me interesase la vida secreta de Belkassen. La oculta y la abandonada. Y apunto estuve de no contestar su siguiente pregunta: «¿Qué es eso que os ha traído hasta aquí? ¿Qué interés tenéis en mí?». Primero le aclaré que no era él nuestro interés, sino su pasado, o más bien su anterior trabajo y su experiencia. «Vamos, que queréis cruzar a España», resumió. Y yo le confirmé lo evidente. Y él me contestó con otra certidumbre: «Pues tu camello lo va a tener difícil, Dikembe. Tanto llegar como vivir allí», y sonrió. «Muy a mi pesar, ya cuento con ello». Mientras intercambiábamos impresiones, él no había dejado de trabajar la tierra. Repartió el agua de regadío al cerrar y abrir pequeñas exclusas que hicieron que las acequias recibieran su correspondiente ración de alimento. Después me señaló que tenía que recolectar los frutos que ya maduraban en las copas de los árboles,  sino los pájaros  darían buena cuenta de ellos.  «Y  tengo 
que aprovechar hasta el último fruto, ¿sabes?». Cuando vislumbré la fruta a la que había que acceder no creí que se pudiera, salvo que… Y en ese momento vi la forma de echar una mano a Belkassem. «Esas frutas corren por cuenta mía y de Hamal, no te preocupes. ¿Por cuál empezamos?». Me contestó que daba igual porque había que recoger todas las que viéramos más a menos en sazón. Si eran suficientes las llevaría al mercado y si no para consumo propio. Me recomendó partir del centro del huerto y moverme dibujando la forma de un caracol, hacia fuera, así no me dejaría ningún árbol por el camino. Como no estaba seguro de que pudiéramos hacerlo o porque sentía curiosidad, observó nuestras maniobras circenses. Ordené a Hamal que se agachara, me senté a horcajadas en la silla y tiré de la jáquima para que se levantara. Así lo hizo. Y después fui yo quien se alzó sobre él. Cuando lo hacía, mi cabeza topó contra una rama. Aquello arrancó una risa a Belkassem y a mí, a parte del dolor, me trajo a la cabeza la caída que sufrí al reparar el techo de la choza de Thais. Un tanto avergonzado y con más precaución terminé por erguirme y sujetarme a las ramas del frutal. Hamal seguía la inercia de mis movimientos que parecía intuir y pronto lancé el primer fruto a quien nos miraba con sorpresa y admiración. Después desapareció y tuve que esperar para lanzar la segunda pieza. Apareció rápido con unas esteras y unas cestas que colocó en la periferia del árbol mientras me gritaba que intentara encestar. La segunda fruta cayó dentro de una cesta y nuestro espectador aplaudió mi acierto. No todas cayeron dentro, pero todas acabaron en las cestas. En el trayecto hacia el segundo árbol, que hice sentado en la silla, tras recibir el visto bueno de nuestro capataz, este desapareció de nuevo, después de acercarnos las esteras y los cestos. Al poco apareció cargado con una escalera de mano que más parecía un arbolito contrahecho con múltiples añadidos atados con cuerdas de cáñamo. Estaba construida con dos largas ramas y con travesaños tan irregulares como mal colocados. Esta vez quien rió fui yo al señalar el artilugio. «Ya ves, las escaleras no son lo mío». «No, no hace falta que lo jures», le contesté. , «Pero hace su labor, como yo». En menos de lo que yo pensaba acabamos el trabajo. Entre Hamal y yo recolectamos más que Belkassem con la escala y un recogedero, como era normal. Yo no tenía que bajarme para cambiar de sitio ni de árbol, él en cambio, cada vez que acababa con los frutos a su alcance, tenía que bajar a tierra y trabajarse la seguridad del siguiente apoyo en función de los frutos por cosechar. Me sentía tan útil y confiado que, a pesar del dolor que tenía en todos los músculos de la cintura para arriba, hubiera sido capaz de recolectar toda la fruta de la aldea. Acabamos con el último naranjo cuando empezaba a faltar la luz del sol. Y vi tan satisfecho a Belkassem como yo me sentía. Aunque sus motivos eran otros. Él se sabía más que útil, pero había ganado dos días de trabajo según me confesó agradecido y ufano. Tiempo que podría utilizar en otras labores en la huerta. El descanso para los agricultores es menos que efímero. Volvimos a casa a pie porque Hamal era el único que no había acabado su jornada laboral, todavía le quedaba transportar la fruta recogida que sería suficiente para venderla en el zoco. Hecho que nos alegró a los dos. En el camino me propuso que si al día siguiente Hamal ayudaba a llevar la fruta hasta el puesto de su comprador habitual, él me pasaría toda la información que disponía sobre el asunto que nos había llevado hasta allí. Me sonó a petición más que a condición, porque yo sabía que nos iba a dar esos datos de todas maneras. Pero estaba tan contento y agradecido que acepté sin decir más sobre el asunto: «De acuerdo, mañana al zoco». Pero puse una condición que le volvió a hacer gracia: «Si es que nos das de cenar esta noche», con ello mantenía el sesgo de la conversación que él había iniciado. «Cena y techo. En casa sobra sitio, aunque no fruta, y mi padre agradecerá poder hablar con alguien que no sea yo». También me ofreció una especie de pesebre que había en el patio trasero de la casa en el que sesteaba un borrico que me pareció pequeño y que acogió sin problemas a Hamal. «¿Has oído Hamal?, hoy duermes en hotel y acompañado». Y así, los tres conformes y en silencio anduvimos hasta llegar a su hogar. Una vez allí y con Hamal instalado junto al jumento, Belkassem advirtió que íbamos a tardar en cenar un poco porque quería preparar cuscús con verduras. Su padre apoyó sus intenciones y le animó a que echara también carne. Y después, se dirigió a Adama y a mí, y comentó que iba a tratar de que todas las noches hubiera invitados para cenar como Dios manda. Todos sonreímos al menos y su hijo siguió la chanza: «Así será, padre, pero solo cenará caliente aquel que haya trabajado en la huerta». Y tras las risas vino otra ocurrencia de Kassem: «Adama, lo dice por ti, porque yo he trabajado allí cincuenta años». Y sí, sí que hicimos hambre porque apoyado por el padre el hijo salió a cambiar fruta por un poco de carne que coció en agua, aceite y especias que nosotros desconocíamos. Y también fue la primera vez que hice de pinche de cocina: Ayudé a trabajar las verduras y hortalizas del propio huerto. Recuerdo aquella cena, a la que todos llegamos con hambre desatada, convertida en carpanta, como una de las más entrañables y contundentes de mi viuda. Sentados en la estera en torno al plato común no tuvimos ninguna dificultad, ni siquiera Adama, en tomar porciones con la mano derecha, si bien mi amigo estaba exento de esa obligación como es lógico ¡Qué rico estaba aquello! Belkassem explicó con dulzura que si estaba bueno era gracias al hambre y a su madre, que le enseñó a cocinar el cuscús antes de irse a la universidad. «Era lo que más la preocupaba de mi estancia lejos de esta casa. Decía: ¿Qué vas a comer si no tienes una mujer al lado que te cocine?». Como entenderás, cada uno puede interpretar estas palabras como quiera. Bien desde el machismo, bien desde el maternalismo. Pero no se puede dudar del cariño y el sentimiento con las que estaban dichas. La época y el lugar tampoco deben dejarse a un lado en su interpretación. No sé si en Marruecos este comentario se entendería hoy día tal como lo entendemos aquí, espero que sí, pero me cuesta creerlo. África, en muchos aspectos negativos sigue siendo África, ya me entiendes. El caso es que en aquel momento yo solo percibí cariño en los recuerdos de Belkassem y sentí un honor especial al llenar el buche con aquella comida. Y no solo me empeñé yo en no dejar ni un grano en el alcuzcucero.  To-
dos ayudamos a que el plato quedara resplandecientemente vacío. El anciano, siempre con la boca llena, no se cansó durante toda la cena de alabar a su hijo, y con razón: «Te ha salido como a tu madre, Belkassem». No le podía hacer mayor alabanza desde luego. Hasta Adama habló y agradeció el manjar. Aunque fui yo quien más importancia dio a su comentario, naturalmente, ya que sabía de qué pie cojeaba. Y, hablando de cojear, cuando me levanté después de la larga sobremesa, en la que el viejo no nos dejó meter baza, no había un punto de mi cuerpo que no me doliera. Y así me fui a la cama, renqueante, porque esa noche no dormimos en el suelo pelado. Y ahora, déjame cenar, porque entre las horas que son y el recuerdo vívido de aquella comilona, me ha entrado más hambre de lo normal. Así que te dejo, mon ami, un saludo.








Imagen 1. Foto bajada de www.lunasurmarruecos.com (original en color).
Imagen 2. Foto bajada de www.elhuertourbano.net (original en color).
Imagen 3. Foto bajada de www.emaze.com (original en color).

Mochila para Clara

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Hay que ver que tela más bonita!!!

La verdad es que no haría falta más!!!

Bueno el bordado del nombre a punto de tallo, queda que "ni pintao".

Fijaos que "detrás" tiene.


Para el forro, tengo "debilidad" con los vichys, me parece que le dan mucho cuerpo.


Y, aunque ya os adelanté, días atrás el nombre, vamos a acabar con él


Y sigo coso que te coso...

Cómo hacer el punto de tallo. Videotutorial.

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Volvemos con un videotutorial, en este caso, con el punto de tallo.

Como ya conocéis mi ausencia de falsa modestia, os diré que se me da bien, muy bien.

Cuando algo se me da menos bien, también lo digo, pero siempre suelo ser muy considerada conmigo misma.


Esta vez ha habido muchos problemas técnicos con la edición y quiero agradecer enormemente a los dos hombres de mi vida su paciencia y buen hacer.


También quiero deciros que nunca estoy satisfecha cuando acabo de grabar, pero que luego Jc y yo nos echamos unas risas cuando lo vemos, con eso me conformo. Bueno, en este caso, me gustaría que alguien se animara a probar a hacer el punto de tallo.

Y sigo coso que te coso...

Las casitas de mis amigas

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Mis amigas son muy generosas, por si no lo sabíais, ya os lo digo yo.

Y quieren colaborar para llenar de casitas mi quilt viajero.

Aquí van otras tres:


La primera es de Marta P, una monada.

La segunda de Elena, me encanta.

Y la tercera de Marta F, muy acertada con telas de camisas, preciosa.

No me puedo resistir a enseñarlas de nuevo.


Y ahora con sus hermanas, la de Puri y la mía.


He tomado la firme decisión de llenar la trasera, total son sólo 70.

Más moral que el Alcoyano, ya me lo digo yo.

Y sigo coso que te coso...

CAP. 45 . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Andanzas y tropezones de Dikembe Biyombo

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De cómo conformarse



amás olvidaré aquella estancia en Aoufous y qué me dejé allí. Pero cada cosa a su tiempo. A pesar de estar molido por la poca costumbre de trabajar, no solo con las piernas, y de descansar sobre una cama, dormí perfectamente, aunque no todo el tiempo que hubiera querido, pues Belkassem me despertó a hora temprana, antes de que asomara el sol. Había que aprovechar el día y el fresco de la mañana para desplazarse hasta el almacén de frutas a fin de que estas, y quien las llevara, sufrieran lo menos posible en el trayecto. Así pues, con un té caliente en el estómago («Desayunaremos por el camino») y después de sumergir las cestas con los frutos en agua, nos pusimos en marcha hacia Er-Rachidia. Adama, que se levantó al oírnos, ideó una forma de amarrar con cuerdas los cuatro cestos y cargárselos a Hamal. Y así, fresca, reluciente y tapada, la mercancía llegaría a su destino. «No sabes como os lo agradezco, Dikembe. Esta vez Massoud no podrá decirme que la fruta no llega fresca ni demasiado madura. No tendré que venderla en almoneda». Después de sus palabras de agradecimiento me anunció que antes de dormirse se había acordado de un amigo de antaño con el que podría ponernos en contacto. Él creía que esa amistad todavía seguiría en la brecha porque al amigo le gustaba vivir bien. «Seguro que ha progresado dentro de la organización. Ahora, deberéis tener cuidado porque ya por aquel entonces no tenía muchos escrúpulos». Nos daría una carta para que nos trataran como amigos de un antiguo camarada. También me habló, sin recato alguno, de la mafia que se dedicaba a pasar gente al otro lado del mar. No todos eran marroquíes, solo aquellos que daban la cara, es decir, los últimos monos. Quienes hacían de verdad el agosto eran casi todos extranjeros. La trama funcionaba sin que nadie conociera a nadie fuera de su grupo. Si había alguna baja, el propio equipo se encargaba de cubrirla. Así se conocieron Said y Belkassem. «A mí me reclutó él para la causa». Con aquella estructura, la empresa estaba bien protegida, pues aunque las autoridades se preocuparan de estropearles el negocio, a lo sumo desarticulaban una cuadrilla, ya que sus componentes no podían identificar a más personas. Las órdenes se recibían por escrito y los mensajes los llevaban niños. Todos tenían la obligación de memorizar y quemar las misivas recibidas. Otra de sus defensas era que los propios clientes, al contactar con las siguientes células, eran preguntados por el dinero que habían pagado en la etapa anterior. De esa manera, también controlaban a su personal. Si alguna cuenta no cuadraba, alguien aparecía destripado y punto: Problema resuelto. De esa manera también el flujo de dinero subía hacia los jefes y estos jamás soltaban un dirham. La vacante era fácilmente cubierta, siempre había alguien dispuesto a ocupar el puesto que, por otro lado, era vitalicio. «Aspirantes no faltaban, te lo aseguro, Dikembe». Además, según Belkassem, el trabajo no era nada difícil y las dos empresas que él conocía dedicadas al curioso turismo, hoy de masas, no se interferían. También eran niños quienes transportaban ese efectivo, aunque desconocían que lo hacían. Como te digo, el negocio iba viento en popa y había para todos. Y el empleo tenía otra ventaja: No necesitaba dedicación exclusiva. Así, podías ayudar en los trabajos familiares sin que estorbasen mucho a tu oficio sumergido. Por eso, también era muy difícil saber quien estaba en el ajo y quien no. Aunque el sueldo no era para tirar cohetes, sí lo era para llegar a fin de mes. Tarea que no todos podían cumplir por allí. Lo más sustancioso era para los de arriba, es decir, para quienes menos arriesgaban y menos trabajan. Y fíjate si son listos los crápulas, que obligaban a los clientes a desembolsar a poquitos el coste del viaje. Quien no puede pagarse el siguiente trayecto es abandonado a su suerte, después de ser exprimido hasta la última moneda. Si el estrujado hubiera sabido el importe total al principio, como no lo hubiera tenido, no habría empezado. Aquellos otros que llegan hasta el final, es decir, hasta la orilla africana del mar, y que han dejado muchos poquitos por el camino, o pagan el último trayecto en patera a precio de crucero de lujo o se las tienen que buscar para cruzar a Europa. Aunque te dan otra posibilidad: seguir trabajando o trapicheando para que te pagues esa última travesía. Estos últimos acaban por abandonar porque si llegan a juntar los posibles que les han pedido, les dicen que el precio ha subido y les tienen enganchados hasta que se dan cuenta y, como te digo, abandonan y engrosan el grupo de perseguidos por las policías locales. No me digas que no está bien pensado el asunto, porque el negocio no necesita invertir en materia prima, y ya me dirás qué vale una patera con cincuenta años de servicio o una barca hinchable de juguete que, encima, tienen que inflar los viajeros. Todo eso me contó Belkassem durante el camino. Y como quiera que no podíamos montar a Hamal por ir cargado con la fruta nos fue más fácil charlar, aunque en este caso solo hablara él. Pensé que debíamos ir muy lejos porque Belkassem no cogió provisiones ni me dijo que llenara el pellejo de agua. Pero después de habernos alimentado con el peso que quitamos al camello y empezar a ponerse el sol, me expliqué el motivo por el que la fruta no llegaba al mayorista fresca. Y más, al decirme que su pollino apenas podía con la mercancía y tenía que hacer dos viajes. El caso es que llegamos a Er-Rachidia de noche, y aun así el comerciante recibió a mi compañero. Asistí al tira y afloja entre comprador y vendedor. De lo cual saqué la conclusión de la vulnerabilidad del agricultor. Su posición es de las más débiles del entramado comercial, a pesar de que todos dependemos de ellos. Luego supe que la deducción podía generalizarse sin ninguna excepción. Si no te interesa el precio del kilo de naranjas, te vas por donde has venido y te comes tú tus frutos o haces mermeladas. Bastaba con mandar un aviso de tu “rebeldía” a los otros mayoristas para que te cerraran todas las puertas, sin contar que los frutos se amustiaban. Así funciona el mercado “libre”. La ley de la oferta y la demanda. El mercado no tiene dueños, pero sí manipuladores. Como verás hay múltiples modos de explotación. Unas suenan legales, otras ilegales y otras alegales. Que también las leyes tienen zonas muertas.
Estoy totalmente de acuerdo con Dikembe en su apreciación sobre el mercado libre. Si bien quienes compramos y vendemos en él no funcionamos de la misma manera. Ellos, los africanos, encuentran una lata tirada en la calle y la cogen para venderla o darla un buen o mal uso, que de todo hay. Nosotros, ciudadanos del mundo civilizado, la pisamos con saña, le damos un puntapié, acaso regresando a la niñez, y pensamos que el único guarro de la situación es quien tiró al suelo la lata. A veces, la educación no es sinónimo de progreso. Y eso que el fabricante de la lata se ha preocupado de imprimir en ella un muñeco blanco tirando un bote a una gran papelera. 
Después de que salieran del garito del mayorista en el almacén y dejáramos atrás este, como ya había pasado el momento de la negociación, Belkassem demostró su alegría y me dio un abrazo. Le había ido mejor que las veces anteriores. Y quiso agradecernos muestra ayuda en metálico. Acostumbrado a la compañía de Adama, aquello me pareció un detallazo, hablo del abrazo, naturalmente. En relación a nuestros honorarios, le invité a que se entendiera con Hamal, ya que era él quien llevaba los asuntos monetarios. Se tomó la chanza con una sonrisa y un sincero deseo de que Alá nos bendijera a los tres y a su vez que se cumplieran nuestras esperanzas. «Y, ahora, vamos a comprar las medicinas de mi padre. Hace ya tres meses que se le acabaron y, aunque no se queje, con dolores se levanta y con dolores se acuesta». Después pasamos por el zoco y compró un almohadón que cuando lo apreté me pareció abrazar una nube. «¿Tú crees que le gustará?», me preguntó. «Yo creo que sí, Belkassen, está relleno de tu cariño, no te preocupes». Me agradeció el comentario y a punto estuvo de darme hasta un beso, pero se cortó. A la vuelta tardamos menos porque durante una parte del trayecto el único que anduvo fue Hamal. Belkassem era feliz cada vez que le decía que subiera detrás de mí sobre el camello. Y yo creo que no era por dejar de andar, ni por Hamal. Pero esto es tan solo una impresión sin importancia. Cuando llegamos a Zoula comentó que aquella aldea era ganadera y quería pasar por  la  carnecería.  Yo  quise
adelantarme a los acontecimientos, me puse serio y le advertí que dejara a un lado la hospitalidad. Si volvía a gastar su dinero en sus invitados nos marcharíamos de su casa. Su gesto me desconcertó, pero cuando habló lo entendí perfectamente: «Dikembe, déjame pagar mis deudas al menos. Te prometo que después de esta vez no comeremos carne hasta que hayáis partido». Después de haberme topado con tantos personajes que optaban al cetro de mayor egoísta del año, la generosidad de esta otra gente me sobrepasaba. Me venía grande tanta dadivosidad que, también hay que decirlo, me he encontrado más de una vez. Sabía que me iba a costar mucho dejar atrás el hogar del viejo Kassem. Eso sí, ignoraba que a Adama le iba a doler más. Y eso que todavía, ni él ni yo, sabíamos lo peor o lo mejor, según se mire. Incluso, en contra de su costumbre, mi amigo haría público sus sentimientos, aunque solo le oyera yo: «Si no hubiera sido otra carga para Belkassem, me hubiera quedado de charla con su padre». En broma le espeté que él no charlaba y me contestó en serio: «Quien debe hablar es quien tiene que decir algo y yo poco sé». Me he dejado en el tintero que, cuando Belkassem y yo volvíamos de Er-Rachidia, me puso al tanto sobre todo lo necesario para cumplir nuestro sueño, como él decía. Me aconsejó cómo tratar con los guías intermedios de las mafias y me aleccionó sobre como negociar los precios de los trayectos. Entre otras cosas me exhortó a que jamás enseñáramos ni dijéramos el dinero que teníamos. Si lo hacíamos nos duraría menos que un pastel en la puerta de un colegio africano. También me asesoró sobre la última etapa: el viaje por mar. Insistió en que nos dirigiéramos a Ceuta: «Aunque, a partir de ese momento todos dependéis de la suerte, pero elegir la mejor patera y el trayecto menos peligroso también ayuda, Dikembe. Y una vez en el mar tampoco hagáis ninguna referencia al dinero. No todos los compañeros de viaje están dispuestos a compartir lo suyo, aunque sí los bienes ajenos. Cuanto más pese la barca más posibilidades hay de naufragar. Recuérdalo, Dikembe y ten cuidado». No dejó a un lado que la embarcación hiciera aguas así que me hizo prometer que nos haríamos con un chaleco salvavidas, a pesar de decirle que yo sabía nadar un poco. Y que no esperáramos para comprarlo hasta el último momento o nos sangrarían. «Mejor adquirirlo en un bazar para pescadores». Me dio pautas sobre qué hacer si los guardacostas nos localizaban antes de llegar a la playa peninsular y qué haría él al pisarla. En fin, que me trasmitió todos sus conocimientos como si se tratara de informar a un hermano que marcha a la aventura. Aunque no mencionaré mucho a Belkassem de aquí en adelante, fue una persona decisiva en el devenir de nuestras vidas. Quién nos lo iba a decir en aquel entonces. Y no le citaré por el dolor que siento al recordarle, como cuando te escribo sobre nuestra estancia en casa de su padre, y no por ellos, como verás. También es cierto que su generosidad sería premiada. Pero, como digo, cada cosa a su tiempo. Antes, sobre el mapa, él lo interpretaba perfectamente, organizó el resto de etapas de nuestro recorrido por el continente africano. El anciano estaba encantado con nosotros, sobre todo con Adama que, al sentir la necesidad de agradecer y no ser un peso muerto para la familia, se dedicó a sus labores. Se hizo cargo de todo, desde la limpieza de la casa hasta del uso del fogón. Y ello incluía el cuidado personal de Kassem que amenizaba el trabajo de mi amigo siempre que podía con sus historias. Ambos andaban encantados. Uno por hablar, el otro por escuchar y no tener que abrir la boca nada más que para comer y dar los buenos días. Desde que llegamos con sus medicinas, al viejo se le veía más animado, más vivo, y era capaz de no dejar de hablar durante las veinticuatro horas del día si le hubiéramos dejado su hijo y yo. Pero ambos también éramos de lengua fácil. Incluso, más de una noche, Belkassen reñía a su padre porque este, después de apagar la vela, seguía con su charla. Y ese detalle tenía su importancia porque el hijo se levantaba antes que el sol y dormíamos todos en la única habitación de la casa. Que curiosamente, como tantas otras de su tamaño, parecen estar hechas de chicle por lo que dan de sí, en contra de aquellas otras que debido a la cantidad de habitaciones que albergan no pueden acoger más que a visitas diligentes. Lo importante de una casa, creo yo, es que esté viva, que lata al ritmo del corazón de quienes la habitan. Siempre pondré la tuya como ejemplo de ello. Bien es verdad que no conozco a fondo muchas otras, pero sea por la juventud que desfila por ella, sea por los adultos que tan bien se comunican con ellos y entre hombres y mujeres, el caso es que tu hogar se parece a un tiovivo si me permites la licencia. Y no lo digo por los giros y la música, que también, sino por la imagen que evoca la palabra que he usado para la comparación. También podría hablar de la mía, en la que era muy difícil que, durante los antiguos periodos lectivos, no se produjeran algunas visitas de mis alumnos. Es más, una vez jubilado, todavía vienen por aquí y creo que con más frecuencia que antes, si bien algunos ya se han licenciado. Son ellos quienes me hacen pensar las más de las veces. No permiten que me quede anclado en mis recuerdos, como pretendes tú, todo sea dicho de paso. No, es una broma, y quizá cruel, pardonnez moi. Tacha este último comentario cuando lo leas. Si lo haces, me sentiré mejor. No pretendo engañarte en nada por eso no rompo esta cuartilla y empiezo otra. Estábamos tan a gusto con aquel padre y aquel hijo que se nos pasaban los días como las horas. A los cuatro nos pasaba igual. Me planteé lo difícil que iba a ser, sobre todo para el anciano, asumir nuestra marcha y volver otra vez a su soledad parcial y rutinaria. Pero, aunque no me faltara razón, quien peor lo iba a pasar habría de ser yo mismo. Adama supo el motivo antes que los demás nos diéramos cuenta. O, al menos, se lo imaginó. Lo sé por sus posteriores comentarios. Aunque prudente, como siempre, no quiso compartirlo conmigo hasta después de producirse la situación. De nuevo debí darle la razón: ¿Para qué iba a servir que yo lo supiera antes? O quizá daba la posibilidad a que los hechos se desarrollaran de otra manera a la imaginada. Cuando Belkassem vio las virguerías que éramos capaces de hacer Hamal y yo juntos, se enamoró del camello también y quiso aprender a jugar de la misma manera con él. «Enséñame, Dikembe, enséñame, por favor, te lo ruego». Le contesté que encantado, pero que él no disponía de tiempo para ello. «Se lo quitaré al sueño, pero enséñame». Así pues, a partir de aquella noche, después de cenar y todos los días, salíamos al patio o a la calle, y a la luz de la luna o de un candil, intentaba dar al camello las mismas órdenes que le daba yo. Realmente quien aprendía era el mehari, que se acostumbraba a la voz de Belkassem y a sus silbidos. Le aconsejé que fuera él quien llevara al pesebre al animal y que le hablara un ratito antes de dejarle dormir. «¿Y qué le cuento?». Le contesté que yo le contaba todo aquello que se me pasaba por la cabeza y que no le contaba a nadie. «¿Ni a Adama?». «Ni a Adama siquiera». Y me contestó que, entonces, tenía mucho que contarle. Y se fue tan contento con su nuevo juguete hacia el dornajo, como dicen en las Islas Canarias. El hombre disfrutaba tanto como yo a pesar de la edad. Yo creo que rondaba la treintena, si no más. Aunque su carácter le hacía parecer más joven. Más de una vez le robó tiempo al sueño. Y algunas noches me pedía permiso para llevarse consigo a Hamal al día siguiente. Ponía como excusa que así le ayudaría en el huerto. Apoyo que yo también le presté muchos días. Durante nuestra estancia no dejó una sola jornada de trabajar, aunque Adama y yo le quitábamos las obligaciones caseras y para con su padre quien, por culpa del camello, vio alargadas sus sobremesas nocturnas con Adama. Esos días que Belkassem volvía a mediodía, acompañado del camello, a veces entraba en la casa con una sonrisa de oreja a oreja. Y, entonces, todos sabíamos que algo positivo había sacado de los juegos con el animal, así que le preguntábamos qué tal les había ido. En cambio, cuando llegaba cariacontecido, nadie abría la boca nada más que para saludarle. Pero su padre, en cualquier caso, siempre terminaba por echarle en cara que más le valía dedicar el tiempo a buscar una esposa que a jugar con un camello. Un día de esos funestos, Belkassem pareció hartarse de la cantinela de su padre y le contestó, por primera y única vez, de malas maneras: «Padre, a mí no me gustan las mujeres». En ese momento pensé con ingenuidad que el exabrupto había sido producto del mal humor que traía y solo pretendía que su padre le dejara de dar la matraca con el asunto del matrimonio. Pero tiempo después, cuando fui consciente de las opciones que tiene un hombre, llegué a la conclusión que aquellas palabras no escondían ningún significado y que dichas en un lugar pública le hubieran traído muchos problemas a Belkassem. Y quizá también explicaran lo mucho que lloró aquel hombre cuando llegó el momento de nuestro despedida. Si bien hay que decir que no fue el único. Seríamos tres quienes quedaríamos heridos sin cura posible y con una pérdida irremplazable en nuestros corazones, porque, en un principio, no incluyo a Adama. Y, por supuesto, darían sentido al cariño y al mimo con el que siempre me tratara Belkassem mientras estuvimos allí. Después sí fuimos cuatro los afectados, porque Adama me confesó que había dejado atrás a un maestro que, aunque musulmán, se cuestionaba todo. Kassem tenía una mente abierta en contra de lo que pueda pensar cualquier occidental. Y eso encajaba perfectamente con la forma de ser de mi amigo. Amén de que a uno le gustaba hablar y al otro escuchar. Y así, tiempo mediante, cayó la breva. Llegó el día en que si no partíamos, no nos moverían de allí. Hacía mucho tiempo que Adama y yo no hablábamos ni lo poco que solíamos. Y no lo hacíamos precisamente por eso, por no abordar el tema de nuestra marcha. Pero esa no fue la breve conversación que más temíamos, aunque él ya hubiera puesto el dedo en la llaga. Y la úlcera era por supuesto Hamal. Y yo, aunque no lo quisiera tener presente, también lo sabía. Pero en una charla con Belkassem, este me lo dejó claro: «¿Sabrás que no puedes pasar a España con tu animal, no?». Quien calla otorga. Y fue él quien tuvo que decir las palabras que yo no quería ni oír ni pronunciar: «Lo mejor, y no lo digo por mí, sería que me dejaras el camello. Aunque también puedes venderlo y sacarte un dinero. Pero nunca sabrás si cae en buenas manos. Conmigo estaría cuidado y seguiría con sus juegos». Al final la impotencia me salió por la boca: «O sea, que quieres quedarte con Hamal, ¿no?». Y en esta ocasión fue él quien calló, aunque yo sabía que no otorgaba. Alguien tenía que pagar por mi frustración y él era quien estaba más a mano. En el fondo eran las dos únicas opciones lógicas que cabían: o venderlo o regalarlo. En cualquier caso, me tenía que separar de mi gran compañero de fatigas. ¿Cómo se puede agradecer a un mehari todo el cariño y la ayuda que te ha prestado? La mejor manera, desde luego, sería dejarle en buenas manos, como decía Belkassem. Mi conciencia y mi corazón no me dejaban tratarle como un objeto y venderlo para aprovecharme de él. Lloré mientras Hamal me lamía la oreja y yo me dejaba hacer sin encontrar el consuelo que solía embargarme en esa situación. A decir verdad, es la pérdida que más he sentido en mi vida. Y lo digo para hacerle los honores que se merece, no en otros sentidos. No quise ponerme nunca en contacto con aquella familia por varios motivos, entre ellos, ya puedo contarte que había dado la posibilidad de que Belkassem no solo estuviera enamorado del camello. No quise hacer más daño, solo aquel que ya hubiera hecho con nuestra partida. Cuando salimos de Er-Rachidia, Adama hubo de darme más de un empujón porque me quedaba parado y dudaba entre seguir o volverme. Y como él sabía el motivo, me animaba a su manera siempre silenciosa. A pesar de que él también era consciente de que el dolor silente duele más. Por ello, la última vez que titubeé, grité como un poseso. Era mi despedida definitiva de Hamal. A partir de aquel grito asumí que la amistad entre el camello y yo había pasado a la historia. Seguramente por eso no nos dimos cuenta de que parecía empezar la última etapa de nuestro viaje a la tierra prometida. Cada paso que daba y me alejaba más del mehari, por el contrario, calmaba la rabia que sentía por tener que dejarle. Esa misma zancada me acercaba más a mi destino soñado. Es el tiempo, que todo lo puede, el que pasa, calma y trae de nuevo la ilusión. Suplí la presencia del animal con el sentimiento de añoranza. Siempre que comentaba algo, le incluía, si correspondía, en el sujeto de la observación: «Hamal y yo hubiéramos elegido aquel…», «Ya es hora de que descansemos los tres…». Al fin y a la postre, estamos preparados para asumir las acciones de Muerte contra los viejos, por eso, la pérdida de mi abuela Mayifa, aunque yo fuese un crío, me dolió en su momento menos que la privación de la amistad y compañía de Hamal. Para eso no estaba preparado, es más, no quería estarlo. Todavía le extraño y todavía le hablo, como a mi abuela Mayifa. Deseé, y aun lo hago, que Belkassem disfrutara y se apoyara en él como yo hice. Se me empañan los ojos, así que, dejemos el tema y pasemos página. Es lo mejor. Nunca he sido melodramático y no voy a empezar ahora. La nueva caminata se me hizo más llevadera que a Adama. Primero, habíamos dejado atrás el desierto y la ausencia de semejantes, Hamal me ocupaba continuamente el pensamiento. Y era yo, o mi inconsciente, quien buscaba los detalles de las vivencias pasadas. Y hay que decirlo todo, no solo me dolía, también disfrutaba de los momentos tan gratos que me había hecho vivir. Creo que tú nunca has tenido animales, corrígeme si me equivoco, si fuera así, me entenderás perfectamente. La relación con un animal, te la inventas tú a tu medida según actúe el animal. Haberla la hay, sin duda. A veces depende él de ti y a veces ocurre lo contrario, pero te insisto, cada persona pone los adjetivos y las razones de ese vínculo emocional. Cuando oigo en la radio que todavía hay gente que maltrata a los animales que les sirven o les han servido dudo de quien es más animal, el maltratado o el maltratador. La gratitud ha empezado a ser un bien que escasea. Es de malnacidos no ser agradecidos. Pero actualmente surgen otros sentimientos más útiles y beneficiosos, por lo tanto positivos, para el personal tal como sentirse en deuda por recibir un favor porque eso implica deber una. Deber una contra sentir agradecimiento. Así ha evolucionado una sociedad que hemos hecho tan competitiva. Y no es que la competencia sea negativa, no. Es positiva, pero siempre que entre los competidores no haya desigualdades tan evidentes. La sociedad no es tan solidaria como vemos en los maratones televisivos destinados a recolectar dinero para las ONG. Será un mal pensamiento por mi parte pero creo que esas aportaciones semivoluntarias, porque nos las piden, no son más que la compra de las bulas virtuales, antes llamadas papales: “Como ya he colaborado con equis euros mi conciencia está tranquila. Aunque se sigan muriendo de hambre esos niños ya no es culpa mía, es culpa de los que no dan”. Nuestra caridad es puro egoísmo y flor de un día, porque a la mañana siguiente nos dan asco los niños gitanos sucios y con mocos. Nos pone de los nervios que uno de esos gandules nos limpie el parabrisas del coche en un semáforo. Me quedo más con que la caridad bien entendida empieza por uno mismo. O como se dice en la Lozana Andaluza: Allégate a la peña, mas no te despeña. Y no es que esté en contra de uno mismo, sino de esa filosofía farisea tan barata y tan habitual. Pero lo cierto es que durante mucho tiempo yo sentí pena de mí mismo por haber dejado atrás a Hamal. Aunque en realidad había elegido entre él o yo. Y, claro, ante ese brete siempre gana el mismo. Siempre, en cualquier binomio está ese ganador. Hay quien opondrá a esta deducción el amor. Pero se olvida que este sentimiento, necesario para procrear, es uno de los sentimientos más egoísta que pueda albergar el corazón humano. A cambio de querer, queremos que nos quieran; a cambio de respeto, queremos que nos respeten, a cambio… Prefiero la amistad o la gratitud, contienen menos componentes tóxicos y menos intereses. Ah, y tampoco soy misógino, no me entiendas mal. Solo me faltaba eso. Y ser homosexual no me hubiera importado, pero en ese caso no me hubiera separado de Hamal, sino de Adama aunque 
te extrañe. El caso fue que después de muchos empujones de mi amigo llegamos a lo que con los años sería la presa Al-Hassan Addakhil, tal como nos había indicado Belkassen si seguíamos rumbo norte. Allí, junto a la anárquica agua, decidí sonreír en vez de llorar cada vez que me acordara del animal. Ya te he dicho que el tiempo lo puede todo y la voluntad mueve montañas, como la paciencia. Poco a poco me cambió el humor para bien. Y empecé a comer como siempre. No hay mal que mil años dure. Y tampoco es que se me pasara el dolor. Quizás un clavo con otro sale, pero asumí que convivir con un camello en una ciudad occidental es harto difícil, por no decir imposible. Sé que me pongo pesadito con el tema, pero no te queda otra que aguantarte porque jamás me he podido sacar ese clavo del corazón. Aquel camello no solo fue un juguete para mí. Me hubiera sentido menos culpable si hubiera tenido que elegir entre Adama y él. Pero te prometo que, salvo extrema necesidad, no volveré a nombrarle más en mis cartas. Eso sí, ambos humanos sabíamos que íbamos a recorrer menos kilómetros diarios sin ayuda del animal. Aunque su nuevo dueño nos informó que, más o menos, nos quedaban 650 Kilómetros para ver el mar y que eso no era nada, si lo comparaba con el camino que yo había hecho desde mi país hasta Er-Rachidia. «Ya veréis, todo será coser y cantar». Belkassem no sabía que ninguno de los dos sabíamos hacer ni una cosa ni otra, pero bueno, situaciones peores habíamos afrontado ya. Nuestro siguiente destino intermedio era la ciudad de Fez. Una vez allí deberíamos contactar con su amigo, presentarle su carta y acometer las últimas etapas. Llegar a esa ciudad era sencillo, bastaba con seguir el río ante el que estábamos. Donde hay agua, hay vida, ya sabes. Cuando el río discurriera por las montañas y se hiciera estrecho, deberíamos tomar rumbo oeste, ya pasado el pueblo de Kerrandou hasta llegar a Tahmidante donde, a su vez, cambiaríamos otra vez de dirección, esta vez hacia el norte. Así nos encontraríamos con Fez. Nos animó encontrarnos con un terreno duro, y que no se hundiera al pisar. Ni que hubiéramos de soportar, cada dos por tres, una tormenta de arena. Eso sí, encontraríamos nieve, por ello Belkassem nos obligó a aceptar cuatro mantas, con lo cual tanto su padre como él se quedaron sin abrigo para la noche. «A vosotros os va a hacer más falta. Ya me haré yo con otras». También, a cambio de arena, las tormentas serían de agua, y contra la que nos caería del cielo no teníamos defensa, salvo el cobijo de un techo que no necesitamos, porque lo cierto es que tanto Adama como yo disfrutamos como niños de aquellas lluvias y nevadas. También de los charcos posteriores. Y, curiosamente, mi amigo se convertiría en el más ganso del trío, perdón, de la pareja. Quizás porque era el que menos tiempo había sido niño. Si cuando caían las gotas se empapaba y corría con los brazos abiertos, igual que la boca, gritaba de placer y describía círculos, cuando escampaba, caminaba en zigzag y trataba de meterse en todos los charcos para salpicarme. Y para mi sorpresa, repetía una y otra vez: «Dikembe, nos acercamos, nos acercamos». Daba gusto verle disfrutar así. Después de tantas penas y tropezones que te he contado en las anteriores, en esta quiero dejarte con esta imagen alegre de la que yo también disfruto ahora mismo. Hasta la próxima, un saludo,






Imagen 1. Foto bajada de www.disfrutandoelmundo.com. Original en color.
Imagen 2. Foto bajada de culturaesvidadotcom1.wordpress.com

Videotutorial cestas reversibles

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Parece mentira, pero hace ya tres años y medio que hice el tutorial de las cestas reversibles, ha sido el post más visitado con mucha diferencia del resto, más de 20.000 visitas.

La verdad es que si me das a elegir, no sé qué prefiero: si un tutorial en un blog o en Youtube.

He pensado que para los que prefieren verlo en el canal, ya lo tenemos. 

Las cestas desarrolladas en las dos versiones. que nadie se quede con las ganas de hacerlas por falta de información.

Tampoco os digo que vayáis a hacer más de 100 como es mi caso, pero alguna para quitaros el gusanillo...

Ah!! y, por favor, si hacéis una cesta, me encantará verla.


Aquí os pongo el vídeo:


Quería dar las gracias a todos los nuevos suscriptores de aquí y de allá, en especial a los argentinos y mejicanos que están visitando mi canal y que le están haciendo crecer. Muchísimas gracias a todos.

Espero no defraudaros y poder ofreceros material que os resulte interesante.

Gracias de nuevo por acompañarme en esta aventura.

Y sigo coso que te coso...

Otra casita

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Que contenta estoy!!!

Ayer recibí otra casita!!!

De mi amiga Isabel, fijaos que mona:



Ha tenido en cuenta los colores del quilt.

Un recuerdo para toda la vida.

Muchas gracias Isabel, la incluiré con todo mi cariño, en la trasera de este quilt:


Ya tengo 26 casitas, van faltando menos para las 70.

Añadido más tarde y por petición popular:

El patrón en centímetros, por si alguien está interesado, es éste:


El tamaño a aplicar es de 10,70 x 10,70 cm. más un borde de 1,5 cm. todo alrededor.

Y sigo coso que te coso...

CAP. 46 . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Andanzas y tropezones de Dikembe Biyombo

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De cómo caer preso sin cometer delito





abía dejado a  Adama, si no recuerdo mal, salta que salta sobre los charcos, cual niño travieso al grito de «¡Nos acercamos, nos acercamos!». Pero nunca dijo donde, aunque yo interpreté que rondábamos ya una tierra fértil que daba frutos para todos y donde íbamos a ser felices. Solo acerté en lo segundo, que ya está bien. En lo primero, por desgracia, erraba porque, si bien es verdad que hay para todos, no llega a todos. Este hecho es una constante en muchos de los países desarrollados. Tengo oído que algunas naciones europeas disfrutan de una justicia social que podría servir de ejemplo al resto del mundo, pero no he vivido en ellos, así que no puedo más que transmitirte una suposición. En este caso no sigo la norma de Adama: «Si no sabes, calla». Callo pues, aunque mi verborrea me lleva a escribir más de la cuenta. Eso te viene bien a ti, si es que lees mis cartas. Vale, es otra broma. Ya sé que te tomas muy en serio mis palabras, sean las habladas o las escritas. Teníamos claro que más el clima que la orografía nos facilitaba la marcha. También la cercanía entre los pueblos y las aldeas. Y sobre todo, la abundancia de agua. Recuerda que seguíamos la cuenca del río Ziz en la que se asentaban pequeñas aldeas, pueblos e incluso ciudades como Fez. Las gentes que encontramos eran afables y hospitalarias. Compartían con nosotros su té, su comida, su charla y su tiempo sin esperar nada a cambio. Al ver a los niños, que me recordaban a mí mismo, me di cuenta de que ya no lo era, ni yo, ni Adama que había crecido más que yo, pero sin superarme en complexión. Las miradas se nos iban hacia los ojos femeninos. Y la manera en la que esos ojos nos miraban también nos confirmaba que ya nunca volveríamos a ser críos. Habíamos dejado nuestra infancia en el desierto y tengo el deseo de que alguien se las encontrara y disfrutara de ellas. Con el paso del tiempo esa sensación se convirtió en certeza. Nunca racionalicé la necesidad que me empujaba a mi peregrinaje. Sé que he hecho referencia a Katuku, aquel joven que salió de mi aldea en busca de algo mejor, pero, en realidad, para mí todo lo oído de mis mayores no dejaba de formar parte de las leyendas populares, igual o parecidas a las historias que me contaba mi abuela Mayifa. De todas formas, nunca sabré la verdad sobre aquel muchacho. Quizá porque ni me preocupa ni me ocupa. He llegado a una conclusión respecto a aquella necesidad de salir de África: el mismo instinto que acompañó a aquellos pueblos primitivos que la abandonaron me motivaba a mí. Sin olvidar mi soledad y la influencia de mi amigo. Aun sabedores de que ya andábamos muy cerca de nuestro destino final no teníamos prisa. Ambos aprendimos que las premuras no son buenas nada más que para equivocarte. Y fíjate, tú que me conoces sabes que no soy impaciente, pues Adama no se apresuraba ni por una necesidad. Así que se juntaban el hambre con las ganas de comer. Mientras que yo corría cuando en el desierto encontrábamos agua, él no variaba, no ya el paso, ni siquiera el gesto. Se acercaba al agua como aquel que se acerca al estanco a por tabaco mientras fuma. Eso sí, nunca cejaba en su empeño si se proponía algo. Aparte de la vida, mi mayor maestro fue él. He de reconocerlo, pero cuando se lo he comentado siempre me ha contestado lo mismo: «Al revés, Dikembe». Y puede que ambos tengamos razón, porque cada uno aprendió del otro porque no teníamos otras referencias. En el fondo creo que ese es el éxito de nuestra especie. De ahí que sea partidario de estas corrientes que se evidencian en Internet. Esa voluntad que lleva a la gente a publicar sus logros para que otros los usen y mejoren, con la única obligación de compartirlos a su vez. Algo así como lo deseado por Nikola Tesla. Si este hombre hubiera cumplido sus sueños, en contra de los intereses de Thomas Alva Edison, todos dispondríamos de una electricidad, sino gratis, mucho más asequible. Y esto explica también mi sentimiento sobre la propiedad de mis actos hacia terceros. No los siento míos porque me veo como el eslabón de una cadena de transmisión en la que el anterior es tan importante como el posterior, sin entrar en valoraciones. ¿Acaso no he aprendido yo de todo lo leído en la biblioteca y que otros han compartido? Por ello me parece fuera de lugar lo acaecido en el negocio de las obras de arte. Es más, me parece una vergüenza. El hombre llega al arte por su imaginación y cuando fue capaz de crear tiempo para el ocio. Y se lo debemos a quienes lo consiguieron, igual que cualquier escultura se la debemos a su autor, no a su poseedor. Nadie debería ser dueño de una obra de Alonso Berruguete. El arte pertenece a todos. Se que en este caso soy un extremista porque, por ejemplo, los pintores tienen las mismas necesidades que los albañiles, pero sirvan mis palabras para que tires del hilo y saques tus propias conclusiones. Las artes implican técnicas, y esos métodos siempre se los debemos a alguien. Y por ello aprender debería ser una opción que cualquiera pudiera elegir. Todo lo nuevo tiene su valor pero está basado en un conocimiento y esfuerzo anteriores. Nuestro saber no es nuestro en su totalidad. Y si alguien debe pagar por lo nuestro, también deberíamos de pagar por lo suyo. Siempre le debemos parte a otros que crearon antes que nosotros. De ahí la diferencia entre las pinturas rupestres y las de Goya. Bon, creo haberte dejado mi punto de vista y mi postura. Ahora bien, para que encajen en una sociedad, alguien debería inventar otra forma de convivir. Mientras el sistema esté basado en quien más tiene más puede, o viceversa, la igualdad entre nosotros no será posible. El hombre, como individuo, tiende a querer ser más que el vecino y a demostrarlo. Y los motivos son muchos. Otra cosa es la postura y la forma de vivir de Adama, sencilla y práctica por cierto: «Vive y deja vivir», fórmula muy antigua y poco seguida, aunque mucha gente presuma de llevarla por bandera. Pero si a esto le sumamos el altruismo interesado que te propongo, iríamos más deprisa y más directos hacia la estabilidad, tanto individual como familiar o  internacional. ¿Cómo es posible que con todas las campañas contra la violencia de género, por ejemplo, con todas las denuncias públicas de todo tipo y la mala o buena intervención de los jueces, las víctimas aumenten día tras día? Este es un agravio tan directo y rotundo contra la igualdad de derechos de las personas que solo es comparable al racismo dentro de nuestra sociedad. Y sobre este asunto, ¿es que no hemos aprendido nada de lo que se fraguó antes y durante el Tercer Reich, por ejemplo? No será por falta de información, porque novelas, películas y reportajes los hay a miles. Si hay cadenas de televisión que, prácticamente, solo emiten documentales al respecto. Pues aun así, los votos a los partidos xenófobos suman más en cada plebiscito que se efectúa. Y ni esto ni aquello es una cuestión penal, sino educativa. Pero para que sea efectiva esta formación los estados deben tomarse más en serio estas desviaciones anormales para la convivencia. Es decir, acomodar sus prioridades en otro orden en el que importe más la vida de un diferente que un diputado vaya con o sin corbata al trabajo. Y los primeros que deberían hacer un cursillo técnico y de concienciación serían los jueces y los policías, aunque sean a cargo de los presupuestos generales, porque se oye cada noticia que da miedo. Sí, me he quedado a gusto. ¡Qué quieres que te diga! Si no recuerdo mal, hay una canción cuya letra dice: “Sí, saldremos de esta”, pero es que se nos están acumulando tantas “estas” que no sé yo. Porque el speach que te he soltado no conoce nacionalidad ni ubicación geográfica alguna. Bon, dejémoslo, porque desde mi cocina es difícil arreglar el mundo. A ver si no, quién es el guapo de abandonar esta travesía que los poderosos nos han preparado. Si exterminar el machismo violento fuera negocio ya existirían empresas del ramo, te lo aseguro. Venga, Dikembe, a lo que te ocupa, no a lo que te preocupa. El agua, sí. Aquella travesía la recuerdo como la que más disfruté del básico elemento. Supongo que a Adama le pasaría igual por lo que te he contado al respecto. Además, no pasaba día sin que intentáramos que aprendiera a nadar. Pero fue imposible, jamás aprendería. Su cuerpo era como una piedra cuando se metía en el río. Después del esfuerzo baldío y estéril, cada uno por su cuenta y a su manera, disfrutaba, hiciera calor, frío o cayeran chuzos de punta. Siento envidia al ver a los críos como nadan en las piscinas, porque mucho hablar de la incapacidad de mi amigo, pero yo para mantenerme a flote quemaba más energía que el parque automovilístico en un día laboral. Eso sí, nunca habíamos estado tan limpios y aseados, aunque la roña se mantenía inmutable en zonas de nuestro cuerpo tales como codos y talones. Mucho tiempo tendría que pasar para que esa piel respirara y viera la luz. Si ya de por sí los jóvenes pasan una etapa en la que huyen del agua como gatos escaldados, imagínate si les facilitas la abstinencia de jabón. Pero el aseo personal, dentro de las circunstancias que vivíamos nosotros, era una cuestión insignificante. Además, nadie nos había educado para lavarnos los dientes después de cada comida. Bon, miento, porque me viene a la cabeza que el padre Pierre insistía en que a la iglesia debíamos ir limpios y bien vestidos porque no se conformaba con que asistiéramos a los oficios simplemente vestidos y sin mocos debajo de la nariz. Más de un capón me he llevado antes de la misa por llevar las uñas de las manos y de los pies largas y sucias. Hay que pensar que la diferencia entre vivir o morir muchas veces la marca la disponibilidad de agua. Y no estoy hablando de abrir un grifo y que salga agua caliente. O llenar un vaso para beber. Dejemos el agua. Tal y como nos avisó Belkassem, llegamos donde el río Ziz se estrechaba. Íbamos contra la corriente que bajaba de las montañas. Según el mapa y nuestro informador teníamos dos caminos para llegar a Fez. Una era mantenernos paralelos al río y hacer camino por la montaña, mientras que la otra nos alejaba de la corriente al tener que bordear la montaña y avanzar por las laderas del Atlas Medio. «Aunque es más costoso, yo os recomiendo que atraveséis la montaña. El camino es mucho más bonito y si nunca habéis pisado la nieve, con más motivo. Además es más corto». Esas fueron las palabras de Belkassem. Las mismas que nos convencieron para hacer montañismo. La nieve, como entenderás, nos intrigaba y no la asociábamos al frío. Desde que habíamos entrado en Marruecos sin saberlo, nos parecía que la vida nos sonreía, que ya no nos ponía zancadillas. Pero eso no dejaba de ser un trampantojo porque nos esperaba lo más difícil. Quizá fuimos nosotros quienes nos relajamos por el buen trato de la gente y del entorno. Un apunte: Me hace gracia oír por la radio como hablan de gente de origen subsahariano, porque es como hablar de gente de la cuenca amazónica. ¿Sabrán de la cantidad de gente que incluyen como un grupo aparentemente homogéneo? ¿Cuántas culturas y etnias están obviando? En fin, creo que esa indefinición demuestra lo poco que os interesa el origen de los que llegamos al mismo suelo que sin costo vital pisáis, pero que por ello no es vuestro. La tierra no puede ser de nadie, ni siquiera del que la trabaja. La tierra, en cuanto al mínimo minifundio y al máximo latifundio, no tiene dueño, aunque se vendan y compren islas. Si así fuera, si existiera la propiedad de la Tierra, cualquier potencia, la de turno, podría vender el planeta azul a cualquier marciano, como hizo con Alaska el imperio ruso en 1867. Y no es que el marciano no tenga derecho a su trocito de planeta, es que tampoco tiene derecho a poseerla. Sí, no te rías, porque sé que me entiendes perfectamente. Dikembe y sus metáforas: parece que te estoy escuchando. La Tierra hay que respetarla, cuidarla, no explotarla ni forzarla a que nos de aquellos frutos que ella sola no quiere. Los inventores de la agricultura y de la ganadería no podían medir la repercusión que iban a tener en el devenir del planeta. Pero nosotros, hoy, sí sabemos las consecuencias de ambas. Y no me olvido de que hay que comer, pero mercadear no es imprescindible, y menos con usura contra el productor. Seguimos violando a Gea. Nos da igual porque ella jamás nos denunciará. Eso sí, cuando se harte, dirá: “Hasta aquí hemos llegado” y nos tendremos que mudar a Marte. Ella seguirá de cualquier forma o tamaño y nosotros nos fundiremos con las estrellas. Después de todo no es un mal final para todo aquel que se vea atrapado en ese momento. Y, aun así, no entenderemos que hay algo superior a nuestros intereses particulares: El Pato Trump morirá como un héroe, si le pilla, cantando The Star-Spangled Banner a la vez que insulta por Twitter a los culpables del desastre: los mexicanos.  Lo siento de nuevo, esto no tiene nada que ver con mi historia pasada, solo con la presente y esa no importa. Vimos pasar a un camellero con sus camellos y Adama y yo nos miramos y sonreímos. Ese fue el último guiño en común a Hamal. Ya no haríamos más alusión al buen camello, aunque tengo por cierto que mi amigo pensó en él más de una vez. Simplemente porque Adama piensa más que yo, sobre todo antes de expresarse. Pasó el camellero y vimos que las nubes quedaban atrapadas entre el litoral y el Atlas. Algunos jirones conseguían encumbrar los picos y cambiar de color el cielo. No conocíamos esas nubes blancas y alargadas que no dejaban agua a su paso. Las otras quedaban enganchadas en las montañas en forma de nieve.  El  cielo  y  el horizonte  participaban  del  nuevo  escenario  que se abría ante
nuestros ojos. Y seguimos con nuestro caminar y aprendizaje. Adama estudiaba el mapa sin olvidar la información que Belkassem nos había dado. Encontró el paso del que nos hablara. Discurría entre los dos macizos montañosos. Era un valle estrecho por el que discurría el Ziz y que era perfectamente transitable a pie sin tener que acudir a técnicas de escalada que, por supuesto, no teníamos. Esa impresión la confirmamos en Kerrandou que se erigía a la vera del río. Hasta esos momentos no habíamos estado tan rodeados de verde. Aquello sí nos pareció el Paraíso, pero tan solo en cuanto a imagen. Sí, en todos los sitios cuecen habas y en algunos ni eso. Pero allí eran tangibles. Nos extrañó que rodeados de tanta riqueza vegetal, de tanto fruto, aquella gente viviera tan miserablemente. Menos mal que disponía de todo el agua que el Ziz podía suministrar. Nunca supimos el motivo de esa pobreza. Esas personas, nobles y acogedoras, jamás soltaron prenda sobre como vivían y trabajan de sol a sol, tanto hombres como mujeres como infantes. Llegamos a la conclusión de que allí no nos gustaría afincarnos. En aquel lugar había trampa, aunque no fuéramos capaces de verla. Si bien, tampoco nos preocupó mucho, la verdad. Y si a esa mala sensación añadimos la dificultad que tuvimos para comprar alimentos nuestra desorientación llegó a su clímax. Al final, encontramos a una mujer que, después de rogarle mucho, nos dijo que volviéramos allí, al huerto, a la puesta de sol. Así lo hicimos y, con desconfianza y parquedad, aquella hortelana recogió algunos frutos, pero no todos los que nosotros hubiéramos querido. Al ir a pagarle, se sorprendió al ver los dólares, y nos miró extrañada. Para ella, aquellos billetes no eran dinero. El problema surgió en medio de la nada y de la oscuridad, mitigada por la luz de la luna. Y no tenía solución. Vimos que teníamos que abortar la secreta compra. Aunque tampoco era solución para Mahraz. Según ella, no podía quedarse con los frutos arrancados. Y, como siempre, la solución hubo de plantearla Adama, aunque dejara en manos de la vendedora la decisión final. El asunto era que nos llevábamos la mercancía y volvíamos, una vez cambiados los dólares por dírhams. Claro, que todo pasaba porque se fiara de nosotros. La pobre llegó a decir que le habíamos buscado la ruina. A mí se me cayó el alma a los pies y me ofrecí de rehén. Así conseguí que el trato fuera más fiable. En ese momento el punto a solucionar era donde me quedaba yo con la fruta recolectada. En ese punto hizo hincapié Mahraz porque no quería que la pillaran a ella con toda esa fruta a esas horas. Fue de nuevo Adama quien marcó los pasos a seguir. En la primera visita a la luz del sol, habíamos visto, en la esquina del huerto un chamizo de piedras. Ella nos  explicó  que
allí, atados con una cadena cerrada con un candado, dejaba los aperos pesados que no se llevaba a casa. Adama le explicó lo pensado y, aunque no le gustó, vio que era la única salida. Me rogó que no me dejara ver por nadie hasta que ella diera su consentimiento. La situación me recordó a aquella otra en la que tuve que dormir maniatado, en el comienzo de mi esclavitud, aunque las circunstancias no eran las mismas. Mahraz no podía compararse a Moussa. También me vino a la cabeza la noche que Abu Dharr me hospedó en un corral. Por eso recordé al viejo tuerto y mudo. Era inevitable. Pero no eran recuerdos tristes. Al fin y al cabo, aquel hombre fue la llave de mi liberación de aquellos terroristas. Todavía me recorrió un escalofrío por la espalda al visualizar a su jefe tumbado dentro de su tienda con el arma agarrada. Tras encadenarme la mujer  a un pequeño arado, quedé solo. Pasé la noche intranquilo e incómodo. Nadie se relaja atado a una cadena y junto a la reja de un arado. Estuve más tiempo despierto que dormido. Además, no podía estirarme del todo dentro de aquel cuchitril y no me pareció oportuno sacar las piernas a la intemperie. Eso sí, entre cabezada y cabezada me comía una fruta. Los nervios, el aburrimiento, la falta de sueño… No sé. Pero no me sentaron nada bien. Y, aparte de no poder dormir, me dio por arrojar por la boca lo que había comido. Y claro, como no debía ni podía salir, regurgité la fruta a medio digerir bajo aquella techumbre. Ya sin nada en el estómago me sentí mejor y bebí un sorbo de agua. Pero el olor acre que se levantó, a pesar de no tener puerta aquella choza, no se iba del todo. Así que con un azadón hice un agujero en la tierra y traté de asear mi dormitorio. Vaya noche que pasé. Las veces que me arrepentí de haberme presentado voluntario de rehén. Rezaba porque Adama se presentara temprano para liberarme de aquel maloliente cautiverio. ¡Qué iluso! ¿Dónde iba a encontrar un banco y encima abierto por la noche? Las tarjetas de crédito son un gran invento para estos casos, pero como entenderás nosotros no habíamos oído hablar del dinero de plástico y Mahraz menos. Pero el deseo y la impaciencia nublan la razón. Descubrirte que mi refugio ha sido siempre la amistad, dice mucho de mi orfandad y mis miedos. No obstante, la amistad puede ser circunstancial o eterna y no por ello tiene menos o más valor.
Ahora se dice mucho eso de que algo está muy sobrevalorado, pero yo jamás he oído esa afirmación sobre la amistad. Dikembe la compara con un refugio. Y no le voy a quitar la razón. Ni voy a descubrir nada nuevo sobre ella. Quizá sea de los sentimientos que no ocultan doblez alguna. Se parece al amor si a este le quites el deseo y las obligaciones que conlleva. No creo que haya nadie sin un amigo. Aunque este sea una mascota o un desconocido. Si bien hay de todo en esta viña, pero será una excepción o un cartujo que ni siquiera acude a su corto recreo diario ni al gran paseo, como ellos lo llaman. Y también estoy de acuerdo que una amistad no se debe valorar por su duración, sino por su intensidad. Y añado que un amigo nunca defrauda, somos nosotros quienes malogramos la amistad por no cuidarla. Es esto sí se parece a las cosas del querer.
Aquella mujer volvió temprano. Actuó como una actriz consumada al obviar mi presencia sin distracción alguna. Pero a mí sí me sirvió de distracción su presencia. Viéndola trabajar me pareció que el tiempo pasaba más deprisa que durante la noche. Y cuanto más pasara más cerca estaba la vuelta de mi amigo y mi liberación. Después de la vomitona no volví a comer. Pero a la luz del sol supe el motivo de mi malestar. Aparte de la gran cantidad de frutos ingerida en tan poco tiempo, los frutos estaban verdes, sobre todo los tomates. Y ya sabes el dicho: Un tomate verde, te pierde. Pero de noche todos los tomates son rojos. Si hubiera hecho caso a los consejos de mi abuela Mayifa, no hubiera pasado tan mala noche. Ella decía que los tomates en agraz podían hacer más daño que un león. Había empezado mal mi confinamiento y los nervios se me agarraron al estómago y tiempo tuvieron de medrar por él porque Mahraz se fue a comer sin que Adama asomara por el huerto. Yo miraba la fruta y me venía a la boca una arcada. Desde donde estaba no podía mirar muy lejos. Mis ojos solo alcanzaban a ver parte del huerto y los árboles frutales me impedían la visión de un horizonte más lejano. Si al menos hubiera podido andar hubiera descargado mi impotencia, pero el poco espacio y la cadena me lo impedían. Me dolían la espalda y las piernas de estar encogido y doblado. Entretanto volvió mi secuestradora y esta vez venía acompañada de un niño. Eso hizo que me recogiera más dentro del chamizo. Aquel crío no paró de trabajar durante toda la tarde. Deduje muchas cosas durante aquel día pero ninguna de importancia y, al atardecer, me llegó a la cabeza la peor duda que me podía llegar: ¿Y si le había sucedido algo a Adama? Los nervios se convirtieron en desasosiego. No podía estarme quieto y, a su vez, tampoco podía moverme mucho. Y cuando los dos trabajadores abandonaron la faena, tuve que estirarme y sacar a la intemperie parte del cuerpo. No sé si fue suerte o fue lógico que nadie viera mis piernas subir y bajar para desentumecerlas. También hice flexiones de brazos. Pero de la misma manera que no podía moverme del sitio, tampoco podía quitarme de la cabeza la funesta pregunta. Y lo peor fue que me di cuenta que Adama no me importaba en lo más mínimo, pero me consolé al decirme que, al menos, no dudaba de él. Nunca me planteé que Adama se hubiera marchado con todo el dinero. Como ves me dio tiempo a pensar muchas tonterías. Pero el abandono nunca formó parte de ellas. No solo mata moscas con el rabo el diablo cuando no sabe qué hacer. También cuando no puede hacer nada. Como yo en aquellos momentos que se alargaban a un día y dos noches. Aún después de ese tiempo no sentía gana de comer. El ácido olor del vómito, que todavía permanecía en mi boca, junto con los retortijones de tripas y el recuerdo de los frutos inmaduros me disuadieron del yantar. Solo bebía pequeños sorbos de agua como me había acostumbrado a hacer durante las caminatas por el desierto. Unas veces por sed y otras por hacer algo. Por más que luchaba contra mis suposiciones y por más que racionalizaba mi confianza en Adama, aquella espera golpeaba mi seguridad como una espada de Damocles. Al estirar los brazos sin medida mis manos toparon con la chamiza del techo y lo rompieron. Por el agujero de la techumbre vi las estrellas. Y al moverme, un trozo de luna apareció contra la oscuridad. Y en esa blancura se dibujaron las siluetas de unos frutos. Resultaron ser manzanas. Y no sé si por diversión o por hacer algo, me estiré más y llegué hasta una que arranqué. La observé de cerca y me pareció roja. Así que le arranqué un pequeño mordisco y su sonido me llegó amplificado por la boca. Dulce. Estaba dulce y harinosa. Me la comí y noté que me sentaba el estómago. Hice otro esfuerzo y conseguí otra pieza que fue a parar al mismo sitio que la primera y con el mismo resultado. Al final, cayeron tres. Y no comí más porque mis manos no alcanzaron la cuarta. Por primera vez disfruté de aquel huerto. La soledad, la tranquilidad, el estiramiento de músculos y sentir en la boca el dulzor de la fruta en sazón me hicieron ser menos pesimista. Y mi pequeña alegría salió por mi boca en forma de grito. Enseguida me la tapé. Al recordar las palabras de Mahraz, me puse en su pellejo y me acurruqué de nuevo sin dejar de mirar el trozo de cielo con estrellas. La luna ya se había ido del marco de la forzada ventana. Me dio por pensar que las manzanas no me habían sentado mal, pero me habían abierto el apetito. La fruta de la que disponía ni la toqué. Recordé entonces aquella otra noche que pasé en cuclillas después de comer los desechos de un zoco, uno de los primeros tropezones de mis andanzas. ¿Qué le estaría ocurriendo a Adama? Como pensé en todo, hasta me arrepentí de habernos parado en Kerrandou. Habíamos divisado al otro lado del río otra aldea más grande. Pero ya no había remedio. Estaba preso hasta que mi amigo llegara. Me maldije por haber dudado de él, pero me di cuenta de que no lo había hecho. Egoístamente, solo me preocupaba que le hubiera pasado algo, pero nada más. Era normal. El preso era yo. Además, ¿qué le iba a haber pasado? Adama estaba mejor dotado que yo para sobrevivir. Y con estas divagaciones me puse a mirar por el hueco del tejadillo. Era mi segunda noche allí dentro. ¿Qué pensaría Mahraz de la situación? ¿Sería viuda? Supuse que estaba en un sin vivir, salvo que nos hubiera engañado. Que todo era posible, aunque mi intuición no era esa. No, a aquella mujer le habíamos creado un problema. Había que corresponder como se merecía. ¿Cuál sería el motivo para que no nos pudiera vender la fruta abiertamente? ¿Tanto riesgo corría si lo hacía? Lo dejé por imposible. Cuanto más lo pensaba menos lo entendía. Todavía no tenía tanta maldad como para recrearlo. Como no estaba cansado, sino harto, no me entraba sueño. No sabía qué hacer. Hasta que se me ocurrió fantasear sobre la vida que nos espera. Mi subconsciente ya había asimilado salir de África, idea que yo no tenía en un principio. No pienso contarte qué concebí en mi mente porque, obviando su insignificancia, te reirías de mí. Si te digo que no tiene nada que ver con las experiencias que vinieron después, ni con lo bueno, ni con lo malo, que de todo ha habido, seguro que me crees. Y eso es suficiente. A mí, a ti, a todos nos ha pasado. Si crees que va a ser así, será asá. Esa segunda noche sí dormí de un tirón. Tarde en conciliar el sueño, pero caí. Los analfabetos no tenemos el recurso de contar ovejas, porque llegar a diez no da sueño. Me despertaron los gritos de un niño que avisaba a su madre sobre algo infrecuente. Y acaeció aquello que ninguno queríamos que ocurriera. «¡Mamá, mamá¡ ¡Hay un hombre en el cobertizo!», vociferó el crío según corría hacia su madre y me señalaba a mí. La luz que entraba por el agujero del techo nos traicionó. No obstante, era difícil verme, pero me vio. Su madre dejó a un lado la azada con la que trabajaba la tierra, corrió hacía él y le tapó la boca porque la sorpresa del niño le hacía repetir el descubrimiento:¡Hay un hombre en el cobertizo! ¡Mira!». No sé qué palabras le susurró porque lo hizo a su oído y abrazando la cabeza de su hijo, pero después de deshacer el abrazo, el chico se calmó y disimuló como todos. Todo el tiempo que anduvo por allí uno de sus ojos no se despegó de la entrada de mi celda. Desde luego, si alguien hubiera entrado en el huerto hubiera sabido que dentro de aquel cuchitril se escondía algo. En principio me sentí culpable, pero me dio tiempo a convencerme de que no había sido culpa mía. La mente humana tiene esa capacidad: “¿Quién, yo? No, qué va. Yo no”. A veces la culpa es de todos y otras de nadie. Como en este caso, ni tú ni yo tenemos la culpa de que se haya hecho tan tarde y tenga que acabar esta carta. Entre párrafo y párrafo he cenado y ahora me estiro un poco, me pongo el pijama, me lavo los dientes y a la piltra. En la próxima te contaré cómo salí de la "cárcel". Un saludo.  









Imagen 1. Foto bajada de elrincondelmakandel.blogspot.com.es (en color).
Imagen 2. Foto bajada de commons.wikimedia.org (en color).


Videotutorial caramelo de tela

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¿Qué sería de las cestitas de arpillera sin su caramelo?

La semana pasada, ya subimos el videotutorial de las cestas, y ahora tocaba el del caramelo.

Como siempre, espero y deseo que os contagie las ganas de hacerlo.

Muchísimas gracias porque ya me están empezando a llegar, en privado, vuestras primeras cosas.

No os imagináis lo contenta que me pongo.



Ya publiqué hace tiempo el tutorial de los caramelos en el blog.

Como ahora está en las dos versiones, os recuerdo la anterior, por si alguien prefiere "versión blog 1.0

Espero que os guste y que me sigáis acompañando.

No me gusta hacer la pelota, para nada, pero no tengo más remedio que daros las gracias por los comentarios tan generosos que nos llegan (si, alguno también es para el cámara-editor). Muchísimas gracias en mi nombre y en el suyo.

Y sigo coso que te coso...
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