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Quilt as you go fusion "Lagartera"

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No, no me he vuelto loca.

No más loca de lo habitual.

En el título, os advierto que le falta la bailarina rubia del washap.

A ver, primero enseño:

Perdón, que así no se ve!!

Ahora:


Ya, que lo habéis visto en el video.

Pero en el video lo veis muy rápido y, además, os quería contar que ya lo he regalado, y que la persona que lo tiene me dijo que la técnica se pasaba a llamar: "quilt as you go fusion"

La verdad es que me puse tan contenta.

Pero, ¿donde queda el lagarteranismo? ¿Sustituido por fusion?

Yo no soy de Lagartera, pero los "casi" paisanos de mi padre, seguro que se ofenden.


Como no son bautizos reglamentarios, seguro que seguimos buscando el nombre apropiado.

Y sigo coso que te coso...

CAP. 38 . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Andanzas y tropezones de Dikembe Biyombo

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De cómo con emparentar con un sultán



lía a fragancias desconocidas. Y lo curioso es que fuera no me había avisado mi olfato de ello. Unos olores azuzaban el sosiego y otros hasta el hambre. No los he vuelto a oler, te lo aseguro. Mis carceleros se pararon frente a una gran puerta de doble hoja y de madera preciosamente labrada.  Pero un
siseo nos hizo desviar la mirada hacia otra cancela más humilde pero no menos trabajada. Una mano femenina, que salía del vano oscuro, parecía flotar en el aire como una mariposa. El guardián más lejano a esa puerta, hizo un gesto con los ojos al chófer y este se acercó raudo hasta la mano e intentó meter la oreja por donde había desaparecido la mano. No tocó ni el picaporte. Sabía que aquella puerta y su interior le estaban vedados. Pronto estuvo de nuevo con nosotros el recadero y pronto compartió con su compañero la orden recibida en voz baja. «Quiere verle». «Otro capricho», le contestó el otro. Y tras una pausa, el primero añadió: «Está con su madre». Estas fueron palabras mayores para el sirviente. Si intervenía la preferida del opositor a sultán ya no era un capricho más de la niña, sino una orden directa de quien mandaba. Hicieron que me volviera y me encarara con la otra puerta. Acaso por los nervios, ambos llamaron a la vez. Cuando abrieron y apareció la oscuridad, ambos hombretones dijeron un servil “señora” con reverencia incluida y se colocó cada uno a un lado de la puerta, de espaldas a la pared pero sin tocarla. Yo, que no veía una mierda, no supe qué hacer, a pesar de oír el susurro de una voz: «Venez, venez, s’il vous plaît. Venez, garçon(1)». Y entré, a ciegas, pero entré animado por el golpecito que sentí en mi espalda. Lo primero, después de la penumbra fue sentir bajo los pies la confortabilidad de la alfombra que pisé. Una celosía defendía del jardín y de las miradas curiosas aquella fresca habitación. Poco a poco me hice a la poca luz reinante y llegué a distinguir bultos y siluetas. De estas últimas concretamente dos y femeninas. De los otros una mesa redonda baja y unos almohadones alrededor de ella y otros apoyados en la celosía. A mi derecha, desde la silueta más pequeña, escuché otros susurros: «Me llamo Fátima y quien te ha hecho entrar es mi madre, Yasmine. Preferida de mi padre, al que vas a conocer en un momento». Lógicamente giré la cabeza hacía donde surgían las palabras que confirmaban mi sensación de estar ante dos mujeres. Yo, un tanto azarado balbucí al principio unas palabras de saludo que no entendí ni yo, pero luego, por la cantidad de veces repetidas, salieron inteligibles. Y añadí: «Yo, yo me llamo Dikembe y tengo un amigo, Adama y un camello que se llama Hamal». «Todo eso que me cuentas ya lo sé, no es nada nuevo para mí. Como tampoco lo es la mirada que todas las mañanas me dedicas antes de subir al coche que me lleva a la escuela. Tú vas al colegio, Dikembe?». Pensé que yo no dedicaba miradas, ni a ella ni a nadie, pero contesté su pregunta: «He ido poco. Solo me dio tiempo a aprender a leer un poco, pero no sé escribir». Según ella, por mi vestimenta, debía rezar a Alá el Grande. Como aquella aseveración me sonó a condición excluyente, mentí. Mi falaz y cínica afirmación fue seguida de dos suspiros que te debo traducir como dos “menos mal”. A punto estuve de preguntarle si era tan fea como decían en la tienda, pero no me dieron pie ni yo tuve agallas. «Espero que te portes bien y que podamos vernos todas las tardes, después de mis estudios, un ratito, como hoy. Será más grato que trabajar todo el día en una mina». A pesar de su dulzura y juventud, sus palabras me sonaron amenazantes y prescriptivas. Como si quien las hubiera dicho se supiera más poderosa que seductora. Desde luego yo no era capaz de asimilar aquello que vivía desde el encuentro con la pareja de hombres que esperaban fuera. Me sentía como si alguien se hubiera apoderado de mi voluntad y me hubiera introducido en una vida que no era la mía. Si hubiera dispuesto de Adama, la cosa hubiera discurrido de otro modo, estoy seguro. Pero no, no estaba a mi lado, estaba “perfectamente atendido”. Él me hubiera fijado a la realidad. Incluso la mano que me cogió por el codo y me guió hasta la puerta me pareció la de un fantasma. El fogonazo de luz me aturdió y los guardaespaldas hubieron de fungir de lazarillos porque no veía ni tres en un burro al salir de aquella habitación penumbrosa y vedada. Cuando mis ojos volvieron a funcionar me vi otra vez ante la puerta de dos hojas. Esta vez alguien abrió desde dentro y una voz profunda me ordenó entrar. Las paredes de la habitación estaban cubiertas de libros. Me hallaba en una biblioteca como después aprendería. Y me impresionó más que las palabras que acababa de oír de boca del chófer en el umbral de la puerta: «Vamos, muchacho. Tienes el honor de ser recibido por un gran señor». Pero la persona que vi no se correspondía con el personaje descrito. La palabra gran señor suena a nobleza, a majestuoso, a poder, pero aquel señor era más bien pequeñajo, vulgar y endeble. Y más al lado de los dos soldados que parecían dos estatuas, uno a su lado y otro en la puerta. El sultán debía de tener los atributos que yo imaginaba en el alma. Si te digo que me costó trabajo localizarle en aquella gran sala, te puedes imaginar al caballero en cuestión. Y más si te digo que estaba de pie. Yo, al menos, me lo esperaba gordo. Al final le ubiqué al otro extremo de la habitación, de espaldas a mí. Miraba hacia el jardín. Un gran escritorio, le ocultaba prácticamente, salvo su gran turbante blanco. Cuando se volvió y seguí su orden de acercarme, me alegré de no haber hecho la pregunta a su hija sobre su fealdad supuesta. Si aquella doncella había recibido los genes de su padre, ya tenía bastante la pobre. Lo único que podría aducir sería aquello de quien hereda no roba, aunque supongo que no la serviría de consuelo. ¡Qué feo era el presunto sultán! ¡Madre mía! Moreno desteñido con manchas, cejijunto, nariz ganchuda y grande, al contrario que los ojos, que se escondían en dos cuencas profundas y ennegrecidas. Parecía que la nariz estorbaba el hablar de unos labios inexistentes que desaparecían en una barba y bigote salpicados de canas y rala. En fin, que el tío era una pintura negra de Goya que hubiera cabido en una teca. Se volvió y me miró con desdén de arriba abajo, como si el pigmeo fuera yo. Físicamente éramos el contrapunto. «Así que tú eres el muchacho» dijo al acercarse. Y sin decir ni mu, me cayó un cogotazo que molestó más a quien lo dio que a quien lo recibió. Y entendí que debía haber hecho una reverencia ante aquel gran hombre, amo y señor de todo aquello que se refería al palacete y más. Y se lo puse más fácil. Agaché la cabeza y dejé desprotegida la nuca por si se le ocurría darme otro pescozón. Pero no fue el caso porque, no sé el motivo, aquel engreído me aclaró que tanto la mesa como el sillón eran un antiguo botín de guerra, de cuando el poder del Islam llegaba hasta los Pirineos. Debió ser porque aquellos dos muebles no tenían nada de árabes. Luego presumió de haber sido siempre listo de manos y de no haber leído un solo libro de todos aquellos que nos rodeaban, pero que esa repulsa no eliminaba la sensación de calor y bienestar que le producían. Me imaginé al personaje sentado a esa mesa, en su sillón, y vi una hormiga subida en un elefante. Pero no dejé que me traicionara ninguna sonrisa. Supuse que se lo tomaría a mal, y más si el gesto venía de alguien que le doblaba en altura, podía ser su nieto y el más pobre de sus lacayos. «Veo que te han vestido para la ocasión». A partir de aquel momento tuve que aguantar un discurso que no sabía a qué venía. Si ya antes estaba desconcertado, al menos los acontecimientos me habían traído ropas, una joya y calzados. Pero, aparte de agrandarme el hambre, aquel monólogo me iba a servir de bien poco. Veo imposible trasladarte palabra por palabra aquella perorata, pero digamos que incluyó la historia de la familia Hachemí desde el Pleistoceno y que se hizo hincapié en las virtudes de cada uno de los antepasados entre los que eché en falta a madres, hermanas e hijas. Por el contrario sobraron camellos, corderos y cabras. Después sobrevino la historia del Islam novelada, porque era imposible que nadie supiera, a nivel de detalle, cómo se desvestía Mahoma para acostarse o las conversaciones privadas con su madre que ninguno de los dos hicieron públicas y nadie presenció. Recuerda que yo del Islam ya sabía un poquito porque me lo había enseñado Abdal-Rahman. En otro momento me hubiera distraído esa verborrea, pero en aquel momento el hambre me ordenaba abrir la boca y no siempre conseguía desobedecerla. Terminaron por dolerme los laterales de la mandíbula por mantener la boca cerrada. Y aun hube de aguantar otra andanada de palabras referidas a las tierras que se correspondían con sus propiedades. Cuando terminó tenía la certeza de que aquel hombre era el amo del norte de África. También saqué la conclusión que, una de dos, o el sur no le importaba o era transparente para él porque no lo citó ni una vez. Desde luego, a mi país no se refirió. La curiosidad que había nacido en mí a lo largo de aquel día, había muerto de aburrimiento ante las interminables y sosas historias del narigudo aquel. Podía haberle corregido mil veces en cuanto a la vida y los hechos de su profeta, pero algo me decía que no debía hacerlo. Y creo que acerté porque por fin se desveló el motivo por el que me encontraba frente a él. La causa, como ya te habrás imaginado, no era otro que “su almíbar”, como él la llamó. «Quien endulza mis días y mis sueños, si Alá lo permite en su infinita justicia, me dará un nieto y heredero. No como esas mujeres que tan solo han podido darme la mejor fruta del desierto. Mi Fátima, mi bella gacela. Sí, un nieto que educaré como merece su estirpe que será la mía. Esa virgen doncella solo ha puesto una condición a este humilde servidor de Alá: ser ella quien elija al padre de su hijo. Y, sin saberlo, me ha quitado un problema, porque yo entiendo de ganado, de minas, de tierras, de soldadescas, pero de padres… Un hombre de Alá no puede entender de esos temas. Así que mejor que ella, nadie. Ni siquiera su madre que solo conoce un varón y no es de sangre noble como cualquier Hachemita, ni ha sabido darme un hijo, sino una hija, tan bella como la luna pero que nunca llegará a ser un sol. Esa será su tarea y también la tuya, porque ella te ha elegido a ti. Por eso no me importa de donde vengas, ni como te llames, ni adonde vayas. Así que hoy ayunarás para que nada distraiga tu razón y puedas decidir lo que te conviene. Mañana, cuando hayas aceptado este grande ofrecimiento, conocerás y hablarás con la madre de tus hijos». Y sin más, hizo un gesto con la mano llena de anillos y me vi en la obligación de largarme de la biblioteca camino de no sabía donde. Me acordé de la colleja y le hice una reverencia antes de volverme hacia la puerta. No recuerdo como llegué de nuevo a la pequeña habitación. El sirviente se paró ante una puerta distinta de las otras que había visto, me preguntó si me apretaba la sortija, y, sin esperar respuesta, me chupó el dedo y casi me lo arranca. Al final salió la joya mi anular. Al abrir la puerta me encontré con un cuchitril con un ventanuco en lo alto y una estera en lo bajo. Y allí me encerró el sirviente. Desde luego, no hubiera entrado de saber que iba a echar la llave por fuera. Me engañó con unas amables palabras: «Entra, esta será tu habitación en palacio». Yo me esperaba un dormitorio a la altura del padre de un Hachemita y mira lo que me encontré. Junto a la puerta destacaba una cantarilla que no vacié porque me paré a tiempo y caí en que me quedaba, por lo menos, una noche por delante. Una vez deduje que no probaría bocado, se me pasaron las ganas. El cerebro humano es comparable a la publicidad. Ambos son capaces de crear o cercenar necesidades. Lo mismo generan ganas de probar una bebida que no sabes a qué sabe, que te quitan la apetencia de votar en unas elecciones. Y eso quienes mejor lo saben son los dictadores. A mí, como a ningún adolescente ya crecido, me había preocupado jamás el asunto de la paternidad. Y mira tú por donde, llegaba a mi vida uno de esos déspotas y me la imponía. Tenía unas horas para decidirme entre yacer con una muchacha de la que solo conocía los ojos o pudrirme en aquel cuchitril, limpio pero cuartucho al fin y al cabo. ¿A mí que me importaba la familia Hachemita? ¿Y si la tendera tenía razón sobre la gacela y me recordaba al viejo Abdalla? Pensé de todo y me acordé de las palabras de Adama: “El cerco se cierra, amigo”, y le eché de menos, no al cerco, sino al amigo. Cuando uno se siente solo ama con más intensidad, es otra de las jugarretas de nuestra mente por mucho que nos empeñemos en situar en el corazón los sentimientos.
Yo también prefiero ubicar los sentimientos en órganos distintos al cerebro. Quizás porque el querer ser lógico me aparta de aquello que ha demostrado la ciencia. Pero mi romanticismo me empuja a querer con el corazón y a imaginar con la mente, a odiar con toda mi alma y a pensar con la cabeza y no con los pies o con otra extremidad masculina. De la misma manera prefiero expresar mi malestar con alguien en el sentido que “me revuelve las tripas” que no con la expresión “me encrespa”. Y como las metáforas forman parte del juego del idioma pues aprovecho y me entretengo con él. Hay quien gusta de jugar con el peligro, yo, más anodino, prefiero jugar con las palabras. Con ellas solo corres el riesgo de parecer un ignorante o un enterado.

No recuerdo el motivo de esta nota. La tomé la primera vez que leí esta carta. Puede ser simplemente consecuencia de un estado de ánimo puntual. No lo sé. El caso es que he decido editarla por respeto a mí mismo y a los sentimientos que los pensamientos de Dikembe despiertan en mí.
La noche fue más larga de lo normal, aunque amaneciera antes. Íbamos hacia el verano. No dudé sobre si lo ocurrido había sido una pesadilla. Aquel habitáculo, encalado y sobrio, era tan real como mi apetito, que de nuevo volvía con mayor fuerza. Eché una mirada a la cantarilla y, aun sabiéndola vacía, me acerqué y volqué su contenido en mi boca. Una gota cayó en mi lengua y me di por satisfecho. Es curioso lo poco que alimenta el agua y lo imprescindible que es para la vida. Y justo cuando me recostaba otra vez contra la pared, se abrió la puerta y un brazo entró en mi dormitorio y dejó otra jarra similar a la que se llevó, junto con una escudilla con cuscús viudo y escaso. No me dio tiempo ni a dar las gracias, aunque no era esa mi intención. Me abalancé sobre la sémola cocida y di cuenta de ella de golpe. Después de un sorbo de agua, me sentí mejor. Aunque la exigua comida estaba tan fresca como el agua, me sentó bien. Al final reconocí que mi situación no era tan mala, estaba vivo y además disponía de agua y había almorzado, cosa que no había ocurrido todos lo días de mi vida. Eso sin contar con lo guapo que me habían vestido. Aunque echara de menos tanto a Adama como a Hamal. Había dado por supuesto que, al oír el roce de la llave en la cerradura, estaba cerrada. Probé a abrirla, pero confirmé lo evidente. Pero, según Adama, no hay que dar nada por cierto hasta que lo compruebas. La lógica y la verdad no tienen que ir por fuerza de la mano, como el hambre y la sed. El sentido común falla muchas veces. Como la puerta no tenía un agujero ni una grieta por donde mirar, salvo la cerradura por donde no se veía nada, no tuve que representar mi mahometismo. Ya tenía bastantes problemas como para que aquella gente descubriera que era un infiel. Aunque, a lo mejor, si a aquel que escudillaba la historia le hubiera confesado mi condición de bautizado, me hubiera descartado como padre de su nieto, a pesar del capricho de aquel almíbar consentido. Bueno, por lo menos aquella habitación estaba limpia y aireada. Oí ruidos tras la puerta y ante mí apareció el sirviente con la daga en la faja. «Ven conmigo  y  no preguntes». Y, a través de otros pasillos y es-
tancias, me llevó a la misma habitación donde había hablado con la bella gacela y con su madre. Nos cruzamos con varios soldados que iban a lo suyo. Uno de ellos me dio un buen golpe con la culata del arma que llevaba. Esta vez había más luz en el cuarto, pero del animalillo no vi ni un cuerno. Estaba la madre sola. Al ver su cara por primera vez dudé de mis malos pensamientos y di una oportunidad a la genética. La muchacha podía ser guapa porque Yasmine también lo era. Pero la opinión de una tendera es siempre una buena opinión y has de tenerla en cuenta. Por boca de la madre me enteré del motivo por el que estaba allí: «Tiene que verte antes de ir al colegio, por eso estás aquí, Dikembe». Pero el caso es que yo no vi a Fátima y no pude aclarar mis dudas. Y por la misma boca me enteré que mi futura esposa tenía prohibido aparecer ante mí hasta que su padre no diera vía libre a nuestra relación. «Así que mejor harás en parecer el mejor hijo. La opción de la mina te advierto que es peor». Y fue recordar la amenaza solapada de su hija y estas palabras el motivo por el que quise saber más. Pero tan solo amplié mis conocimientos en que «mi señor es el hombre más orgulloso que conozco». Y no sé porqué dejé a un lado mi curiosidad. Y me recogí en mi miedo. Desde luego lo último que quería era volver a ser esclavo a la vez que minero. Intenté camelarme a la doña para ver si sacaba algo de provecho como un puñado de dátiles, pero fue imposible. Volví a mi celda tal como había salido: prácticamente en ayunas y con más temores. Recién encerrado volvió a oírse la cerradura. Esta vez entró el chófer excitado y nervioso. «Ya te estás quitando eso, que llevo prisa». Si no se hubiera tirado de la solapa de la chaqueta cruzada, no hubiera sabido a qué se refería, pero adiviné que aludía a la ropa «¿Y la sortija, qué has hecho con ella?». «Me la arrancó anoche el otro». Al parecer no le gustó nada mi respuesta porque me dio un cachete y me recordó que las sandalias y el turbante también. Lo único que no me pudo quitar fue la cobardía y el canguelo que me cogía todo el cuerpo, porque de haber querido le hubiera podido dar una paliza y largarme porque no llevaba la pistola. Pero ni caí en ello, ni mi disposición era la apropiada. Así que allí me quedé, en paños menores y con más miedo que vergüenza. Pero cual fue mi sorpresa que, cerca del medio día, se abrió la puerta y apareció un anciano, al que seguía un soldado, con las mismas prendas que me habían quitado pero más limpias y sin arrugas. El viejo me ayudó con el turbante y una vez satisfecho desapareció y volvió a cerrarse la puerta. Y pensé que el del arma montaba guardia delante de mi puerta. No recriminé en esta ocasión mi inacción. Aunque el anciano no tenía ni media hostia, el de la puerta no andaba corto de recursos letales. Y al rato abrió este individuo la puerta y me hizo una seña para que le siguiera. Por parecer otra vez un príncipe, aunque sin anillo, intuí que esta vez era el espurio sultán quien me reclamaba. Y acerté. Aquel hombre exigía una contestación a su propuesta antes de que su niña volviera de la escuela. Yo pensé, por el contrario, que estaba claro que tenía que contestar antes de comer. «Bueno, ya has tenido tiempo suficiente como para pensártelo. ¿Qué has decidido?» Contesté que había descartado ser minero. Contestación que le llenó de alegría y a mí me llevó a conocer a toda la familia que vivía en palacio. Por lo que después de conocer a todas sus mujeres, a las hijas de estas, y a las madres de aquellas, ya estaba arrepentido de haber confirmado mi disposición de semental. Y más cuando Yasmine comentó «Pobrecitas, todas estas pequeñas son huérfanas de padre. Menos mal que son nietas de mi señor». De entre todos los familiares del hipotético sultán no había ni uno varón. Aquello encendió una luz roja en mi cabeza que me hizo pensar más en mi vida que en mi hambre. Hubiera dado igual mi decisión, el padre del nieto del sultán acabaría mal. Me sedntí el
macho de una mantis religiosa. Después de la improvisada recepción en mi honor no me devolvieron a la celda como yo esperaba. Me sentaron ante una mesa larga llena de manjares dulces, salados, conocidos y desconocidos, frutos secos, frutos de sartén jarras de zumos, miel y leche. En aquellos momentos no sentí la responsabilidad de estar comprometido con Fátima, ni con nadie, y tampoco noté en el estómago el poco cuscús que había ingerido. Bebí más leche que comí. Ya sabía por aquel entonces que después de tener algún tiempo las tripas vacías hay que comer con prudencia y, si se puede, ingerir los alimentos en estado líquido a temperatura ambiente. Por el contrario no pude resistirme al Kesra(2). Me gustaba demasiado y sabía que llenaba las tripas.  A medio atracón
de leche y pan, pensé en llenarme los bolsillos del caftán de frutos secos, pero aquel otro optimista que anda por mi cabeza me preguntó: “¿Para qué?, si vas a ser el yerno de un sultán. ¿No lo ves?”. A pesar de su opinión ganó el pesimista y nueces, anacardos, avellanas y demás terminaron en mis bolsillos. Eso sí, actué disimuladamente, como solía hacer cuando robaba, aunque aquello era a prevención de faltas futuras. Este tipo de frutos duran tiempo en cualquier sitio y alimentan mucho, como supongo que sabes por la moda que impera en tu cultura, contraria a nuestros hábitos. No sé qué demostráis con vuestra delgadez, nosotros al menos presumimos de carnosidad porque implica abundancia y riqueza. Y, desde luego, la mayoría de vosotros no lo hace por motivos de salud, igual que nosotros cuando estamos delgados tampoco lo hacemos por ese motivo. Eso lo compartimos. ¿O no? Eh bien, c'est ça, mon ami. El caso es que debí de decir en voz alta la palabra “sultán” porque el camarero que atendía la mesa y me servía la leche me corrigió: «El amo todavía no lo es. Si lo fuera no habría tanto soldado armado por aquí». No me callé. Yo tenía ya más rango social que él y le contesté: «Yo sé lo que me digo». Al ver la facilidad de palabra de aquel sirviente, aproveché para tirarle de la lengua sobre el asunto que me preocupaba al pasar a último lugar el de la comida: «¿Qué sabes de los yernos de tu amo?». Nada, me contestó. «Yo solo piso las cocinas, esta es la primera vez que monto y atiendo una mesa. Por eso estoy tan contento». “Y parlanchín”, pensé yo. «Y de su hija Fátima, ¿qué me cuentas?». Pero por sus palabras no supe más que aquello que ya sabía: antojadiza y lamerona. Pero después, se agachó y se acercó a mí sin mover los pies, bajó la voz, se tapó media boca con la mano hueca y me dijo: «Los sirvientes que la asisten y las viejas cocineras dicen que es muy fea, que es igual que su padre si fuera gordo. Pero yo no la he visto». «Así que no me puedes confirmar nada, ¿no? ¿No será que no quieres? Piensa que en breve seré de la familia Hachemí». «No, se lo juro amo, no. Lo único que sé es que le gusta mucho el dulce. Al menos todo lo que se le prepara de comida lleva miel y azúcar». Bon, algo nuevo me contó el mozo aquel: que Fátima era gorda. Pero eso en mi cultura es un piropo, no una humillación como recién te he contado. Le pregunté su nombre al levantarme de la silla y me contestó que «Ahmed, hijo de Fares». Y en aquel momento me sentí mal. Yo no podía decir de mí lo mismo, y no porque no me llamara Ahmed, sino porque no sabía el nombre de mi jodido y desconocido padre. Tardé mucho tiempo en no sentirme inferior a todo el que tenía enfrente y citaba a su padre, como me ocurrió con este sirviente. Siempre me deslizaba por la pendiente de la inferioridad, al contrario de aquellos que se van arriba por ser blancos ante un negro. Aunque para ellos otra cosa sería verse como un blanco entre negros. Esta seguridad que ves en mí y que, a veces, criticas, la he adquirido durante mi formación y no solo en la universitaria. Es muy diferente pisar el campus con todo tu cabello sano y en flor que hoyarlo con canas. En ese momento, tu futuro se ha convertido en presente y las tonterías han quedo en el pasado. A pesar del ágape pantagruélico simplemente por decir un “sí, quiero”, acabé en la misma celda en la que estaba cuando lo pensaba. Estaba claro que el engreído sultán, del que nunca supe el nombre, no se fiaba de su mantis religioso. Con mi consentimiento no había conseguido mi libertad, pero algo había logrado. ¿No crees? Eh bien, c'est ça, mon ami. Me había hartado a comer y beber y tenía los bolsillos llenos de frutos secos. Era un iluso al pensar que me iban a dejar suelto por el palacete. Y para sus intereses hacían bien, porque de no estar allí encerrado, estaría buscando a Adama y a Hamal para largarnos de allí lo más rápido posible. O, vete tú a saber, si lo hubiera hecho al revés, primero poner tierra de por medio y luego buscar a mis amigos. Porque no sé qué futuro me daba más miedo, si el de los difuntos yernos del sultán o el mío con Fátima. Para alejarme de los temores quise recordar cuantas veces se había abierto aquella maldita y cerrada puerta que veía. Me entretuve un rato, hasta que la conciencia pesimista me dijo “qué más da, Dikembe. Estás encerrado y punto”. Y me contesté en voz alta: «Pero tengo nueces». Y mira tú, me apetecen ahora. Y como compré el sábado en el mercadillo, pues es lo que voy a cenar hoy. Así que te dejo porque no se pueden comer nueces sin pelar y escribir a la vez. Y entenderás que elija las nueces. Supongo. Un saludo,









(1VG)[↑][Volver] Entra, entra, por favor. Entra, muchacho (francés).
(2VG)[↑][Volver] Pan argelino, posiblemente el más antiguo del mundo, hecho a base de sémola.

Imagen 1. Foto bajada de www.doordesigns.us
Imagen 2. Foto bajada de lizyes12.blogspot.com.es
Imagen 3. Foto bajada de www.dimensionvegana.com
Imagen 4. Foto bajada de karabanchel.com

Dear Jane

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Hoy estamos de suerte, empezamos con un bloque de mis favoritos, mucha pieza, mucha precisión pero nada de curvas.

A-9 Cabin Fever




Si en la foto sale bien, ya os digo yo que pasa el control con nota, porque ya sabéis que la fotografía saca todos, toditos los defectos, hasta donde no los hay.



B-7 World Series



A ver, he mejorado y mucho que es lo que cuenta. 
Los melones bastante decentes, ese centro "casi" espectacular.
¿Que os fijáis en los rombos? eso es tener mala uva. 
Vaaale, pondré más interés... O tomaré unas clases. Creo que hay alguien que se ha ofrecido. Ahí lo dejo.

C-12 Family Reunion



Este bloque se llama algo así como reunión familiar. 


La mía debe estar algo locuela, no hay manera que se queden quietos para la foto.

Como os podéis imaginar no es mía la culpa.

F-8 Church Window


Ya...
Sin palabras que os he dejado.
Yo también lo estoy.
No sigo escribiendo que me emociono.


J-12 Rebecca's Basket



El basket de Rebeca, no está muy allá.
Ha quedado algún piquito en la cesta, creo que porque es de bambú y se sale un palito.
Algo de eso debe ser.

Bueno, como podéis observar sufro y disfruto a partes iguales.

¿A partes iguales? Noooo

Disfruto mucho más que sufro, que la vida no está para sufrir.

Ahora vamos a ver los de Lola que, seguro, están fenomenal, claro que si.

Y sigo coso que te coso...

Burocracia y papeleos

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Generalmente no nos gusta andar de papeleos, pero siempre se puede hacer más llevadero.

Hay técnicas, ni mejores ni peores, yo os sugiero las que yo utilizo.



Espero que no me reconozcan.

Y, sobre todo, quiero dejar claro que no tengo nada en contra de los funcionarios, mis hermanos lo son y les adoro.

Quizá en el vídeo me ha faltado decir que siempre hay que ir con actitud positiva, con ganas de resolver y con el firme propósito de conseguirlo (eso si que lo dejo claro).

Pues eso, que nadie se sienta ofendido que no está en mi ánimo.

Y sigo coso que te coso...

No molestar estoy cosiendo

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¿Os gusta?

A mi me encanta!!!

Se lo vi el otro día a Paloma y no me pude resistir.

El diseño es de Manualidades el Dintel 

Lo podemos ver por partes:


Ahora que lo veo, hay que retocar esas letras

















El cesto con las telas:



Hay que ver la guerra que me dieron las telas de la derecha, las puse y les quité el cordel, lo dejé en reposo, ....



Bueno, no estará perfecto pero está acabado.

En conjunto me gusta, que es lo importante.

Por cierto, a mi no me suelen molestar si estoy cosiendo, jeje

Y sigo coso que te coso...

Mi sentido de la orientación

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Este vídeo le he grabado, como los anteriores, con todo mi cariño, sólo para pasar un rato juntos y echarnos unas risas.


Me encantaría que lo paséis tan bien como yo.


Mi respeto más absoluto a las autoridades.

Y sigo coso que te coso...

CAP. 39 . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Andanzas y tropezones de Dikembe Biyombo

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uedamos en que estaba encerrado en aquella limpia y pequeña habitación, ¿verdad? Por cierto, las nueces del otro día, estupendas. Te acordarás también que te comenté que dentro de aquel palacete no se oía ruido alguno, como si estuviera prohibido, ¿no? Pues bien, anunciada la noche por el ventano aquel, empecé a oír, tras la puerta, ruidos que iban en aumento. Me acerqué y puse la oreja sobre la conjunción de hoja y marco. Pero no escuché nada, solo ruido y más ruido. Carreras, muebles que caían, gritos. Y al final disparos y explosiones que hicieron temblar mi oreja y donde la tenía apoyada. Mi reacción inmediata fue retirarme hasta el final de la habitación, como si ese metro y medio me fuera a salvar de un bombazo. Me pegué a la pared enfrentada con la puerta y esperé encogido de miedo. Recordé en esos momentos, tu vois(1), que el viejo me había ordenado, a petición de la planchadora, que no me acostara ni con el caftán ni con el turbante, sin saber que yo con quien no quería acostarme era con Fátima. A veces la mente funciona a su aire y se aleja de la realidad o de las circunstancias que nos rodean. Será para protegernos, digo yo. Si no, no entiendo a qué vinieron esos pensamientos ante los tiros y los estallidos que empecí a oír. Me habían dejado una percha colgada de una alcayata clavada en la puerta que en un principio no estaba. Ya me había quitado la chilaba y el turbante. Esperaba pegado a la pared, como una cría de lagartija, pero más inmóvil que un mimo muerto. Y así me encontró aquel que echó la puerta abajo después de intentar abrirla por las buenas. De tal manera que mis vestidos quedaron ocultos a los ojos de cualquiera. «¿Y tú quién eres, por qué estás aquí encerrado?», me gritó mientras me apuntaba al pe-
cho con su fúsil. En esas circunstancias no se miente, aunque a mí me faltó el habla. Al final conseguí articular palabra: palabra: «Dikembe. Y estoy preso». «Pues, hala, lárgate y no cojas nada de ahí fuera. Venga, rápido». al ver que bajaba el arma, vi el cielo abierto y salí por piernas. Antes, entorné la puerta, agarré la lujosa túnica y la hice un gurruño. El soldado se había referido a no coger nada de fuera, no de dentro. Y le seguí porque no había otra manera de salir de aquel cuchitril, pero en cuanto pude me separé de él y traté de buscar una salida del palacete que parecía más un campo de batalla que la mansión de un sultán. Me costó salir a la calle, y no solo por los cascotes y los muebles destrozados, sino porque cada vez que veía a alguien, le evitaba. Entre eso y mi desorientación debí recorrerme toda la planta baja antes de salir de aquel infierno. Ya en el jardín, intenté acercarme a la tapia que me separaba de mi último hogar. Era la única que no había sufrido desperfectos. Salí a la calle por un agujero cercano a ella y me encontré con un vehículo militar con cañón y todo. Me pegué al muro y así llegué a nuestro rincón. Mis ojos notaron el cambio de luz y tuve que esperar a que se acostumbraran a la penumbra. Pero allí  no  había  nada  nadie,  solo
 una pared de hormigón al fondo que la recordaba de ladrillo, pero que no me extrañó. No estaba yo como para cuestionarme si mis percepciones eran acertadas o no. Me sentí abandonado, la verdad. Y con el puño cerrado golpeé con el canto de la mano aquella pared. El impacto no me provocó dolor porque parte del muro se movió hacia dentro. En mi frustración no me sorprendió que aquel calambuco se moviera. Ya te digo que no estaba para tonterías. Entonces me pareció oír mi nombre. No podía ser. Las piedras no hablan, ¿o sí? Alucinaba, porque mi nombre seguía sonando y venía de aquella pared. Me quedé de piedra. Sí, alguien susurraba mi nombre. No había duda. Ya nervioso, con la adrenalina a tope y dejando a un lado toda precaución grité: «¿Quién anda ahí?». «Dikembe, soy yo, Adama», escuché al acercar mi oreja a la grieta abierta por mi puñetazo. «¿Y dónde narices estás?», fue mi aliviada respuesta. «Estamos detrás del muro, tonto. Quita los lodrillos, no pesan mucho. No quiero empujar yo por si te las echo encima. Y tú ten cuidado». No había acabado de hablar mi amigo, y ya tiraba sin miramientos los calambucos que se partían a mi espalda. Estaban perfectamente colocados, contrapeados, pero sin argamasa entre ellos. A mitad de trabajo, apareció la cabeza de mi amigo. «¿Estás bien?», preguntamos los dos a la vez. Y nos echamos a reír, por lo que no necesitamos contestación. Otro asunto era nuestra situación, pero en ese momento de alegría no nos importaba. Antes me vino otra preocupación que se había escondido por dejar a un lado esa sensación de abandono al oír a Adama. «¿Y Hamal?». Su mirada ya me tranquilizó, pero sus palabras todavía más: «Sigue con los calambucos y le verás». No seguí, me colé por el hueco que ya había hecho y después de abrazar a un amigo abracé la cabezota del otro. Este intentó ponerse a cuatro patas, pero la estrechez del habitáculo no se lo permitió en el primer intento. En el segundo nos quitó trabajo, pero a punto estuvo de partirnos la crisma porque el resto de muro que quedaba en pie se vino abajo. «Yo no sé lo que lleva ahí sentado», le disculpó Adama. Como pudimos salimos de entre la pared y los cascotes. Me miré las manos porque me escocían y me di cuenta de que me las había destrozado con los calambucos. Pero no me importó, me dí dos lametones en cada uno, sin poder acertar de lleno, porque el camello no hacía más que embestirme con la cabeza. Mi labio tampoco salió ileso del encuentro, porque en uno de los movimientos de esa cabezota me arreó un golpe en la boca. Noté como se me hinchaba el labio. Me reí porque después de haber salido sin un rasguño de una batalla campal, del encuentro con mis amigos salía magullado. Eso le conté a Adama cuando me preguntó de qué me reía. Y me entraron las prisas o la cagalera de miedo, no lo tengo claro. «Hay que largarse de aquí, ya». Y como siempre, Adama puso la guinda a mi orden. Agarró la jáquima de Hamal, me puso la mano en el hombro y dijo: «Ahora sí». La verdad es que no se puede decir más con dos palabras. Habían aguantado emparedados a que yo llegara. Confiaban en mí hasta ese extremo. Y yo había dudado de ellos al ver aquella falsa pared que Adama se había encargado de construir para esconderse en tanto yo apareciera. Se la habían jugado por mí. Por si necesitábamos más motivos para irnos, volvieron a sonar unos disparos, estos más lejanos. Hamal se incomodó un poco, pero pude hacerme con él sin dificultad y salimos del callejón a la calle, después de que Adama echara un vistazo. Giramos esta vez a la derecha para huir del encuentro diario que tantos problemas nos había causado, aunque la verdad es que la otra dirección nos metía en el centro de Tawrirt y nosotros queríamos huir y olvidar a aquella gacela que no llegué a conocer pero que a punto estuvo de ser mi esposa. Y como esperábamos Adama y yo, Hamal se volvió a portar y nos sacó de aquella revuelta que daría con todos los componentes de la familia Hachemita bajo las dunas del desierto o comidos por las alimañas, que no solo viven en las ciudades. Aunque otra cosa serían sus bienes, sus activos y sus pasivos que, hoy supongo, engrosarían otros mayores. Y te lo digo porque al volverme por última vez vi como el palacete ardía en llamas. Si bien, no era del único edificio del que salía una columna de humo. El pez grande se come al chico decís aquí muy acertadamente porque confirma la cadena trófica. Mi abuela Mayifa decía que una hormiga no se comía un búfalo, pero ahora sabemos que muchos de esos bichitos juntos se pueden comer un elefante. Qué disgusto se llevaría de saberlo. Nosotros lo sabemos gracias al trabajo de científicos,  naturalistas y divulgadores. Adama y yo seguimos la fuga alejados pero paralelos a la carretera. Así lo decidió mi amigo cuando echamos pie a tierra, después de sentirnos seguros lejos de  ciertos habitantes de Tawrirt. Y yo, al recordar la que había liado con los higos, le seguí. Y menos mal, porque, desde la cresta de una duna, pudimos ver como llegaban a la ciudad más tropas en camiones y más armamento. También vinos como, desde diferentes puntos, salían unos regueros de personas de la ciudad, algunos en nuestra dirección. Adama, de un empujón, casi me hizo bajar la duna rodando: «¡Vamos, corre!». Solté a Hamal y bajé a trompicones por la pendiente arenosa. Y al final di un salto y caí. No entendí sus prisas. Aquella gente no venía a por nosotros. Por una vez no éramos objeto de caza, sino otros refugiados y perjudicados por la violencia de la lucha por el poder. Pero al oír su regañina, sí entendí su miedo: «¿No has aprendido nada?». No le contesté porque hubiera metido la pata al reconocer que conocía parte de su historia. Y por eso también se me paso el enojo por el empellón recibido. Tenía razón, bastante me había hecho notar en aquella ciudad. Una joven ya me había provocado el suficiente sufrimiento como para que sacara la cabeza entre las huestes de una contienda que nada tenía que ver con nosotros ni con aquella otra gente que también huía. A partir de aquel momento sorteé siempre que pude cualquier cima, fuera de duna o de ola, y, si se hubiera dado, de cualquier éxito. Si bien es cierto que desde la cumbre se ve todo aquello que te rodea, también es verdad que haces un blanco perfecto y que tu perspectiva se deforma. La óptica es muy caprichosa y eso lo saben muchos animales, como las cobras que ensanchan los músculos de sus cabezas y se yerguen para impresionar al otro animal que les ataca y las juzguen más grandes de lo que son. Al pie de las dunas giramos sobre nosotros mismo. ¿Hacia donde ir? ¡Qué más nos daba! Salvo al sur, donde se encontraba Tawrirt, podíamos ir en cualquier dirección. Como no nos decidíamos fue Hamal quien tomó la iniciativa. Y nosotros le seguimos. El animal podía acertar o equivocarse tanto como nosotros. Muchos animales toman mejores decisiones que los hombres y mujeres, sobre todo en una tierra tan salvaje como la que pisábamos, tan peligrosa como maravillosa, porque África está hecha a lo bestia. El acopio de agua y alimentos que hiciera Adama tras la pared con la idea de salir de allí cuanto antes una vez apareciera yo, nos daría para algunos días. Estaba claro que si Hamal seguía la dirección de la carretera, que de vez en cuando veíamos, llegaríamos a algún sitio. Las carreteras son como los ríos, si los sigues te encuentras con alguien. Como de costumbre Adama ni me contó ni me preguntó nada sobre lo acaecido mientras estuvimos separados. Pero la segunda noche, una vez acostados, yo volqué el talego. Le referí de un tirón toda la historia que se había escrito por culpa de la veleidad y el antojo de la tal Fátima. No sé qué le pareció porque ni le vi la cara, ni expresó ningún comentario al respecto. Sí sé que me escuchó, porque Adama tenía, y tiene, la misma virtud que Moussa, los dos saben escuchar, aunque mi amigo no comparte la verborrea del tuareg. En ese sentido me parecía yo más. Lo cierto es que, después de recordar estos acontecimientos hace unos días, busqué en Internet alguna referencia a esta revuelta, pero no encontré rastro alguno de ella. Imagino que nadie ha documentado el hecho o que nadie lo ha traslado a la Red. O bien sería una de tantas escaramuzas locales que, lamentablemente, salpican la historia de África y matan a tanto africano, presagio de guerras mayores. Por otro lado, cualquiera de los que me vieran, e incluyo a la mismísima Fátima, se acordarán hoy de mí. Si viven, eso sí. Porque en aquellos minigolpes de estado se arramplaba con todo lo establecido y de valor. Solo sobrevivían los bienes inmuebles y no todos enteros. A pesar de lo vivido en primera persona, tuve suerte. Hubiera sido peor haber llegado unos días antes a Tawrirt, en el momento del asalto al palacete. Entonces ya hubiera formado parte de la familia del aspirante a sultán, objetivo de aquella revuelta, y hoy no te podría contar nada de todo esto, ni nada de aquello. ¿O no? Eh bien, c'est ça, mon ami. Que no solo hay que nacer, hay que hacerlo acompañado de fortuna, y yo, en el fondo siempre la he acompañado, más que ella a mí. Y no hablo irónicamente. Para muchos la buena ventura está ligada al azar. ¿Pero qué divertimento puede superar a la propia vida? ¿Qué mayor premio que seguir vivo? Yo parto de la afirmación de estas preguntas para cimentar cualquier obra. Jamás he esperado un regalo. Habrá habido más, pero en este momento, aparte de la amistad de algunos de vosotros, solo recuerdo aquella camiseta que los cooperantes me lanzaron desde el camión. Obvio, evidentemente, los cuidados de mi abuela Mayifa que también fueron un regalo y que es lo mejor que pueda recibir nunca, porque cuando me han llegado los tuyos ya no estaba indefenso. En fin, que sin pretenderlo y sin saberlo, llegamos a Sali. Miramos temerosos hacia el pueblo, pero no vimos signo alguno de violencia. No oímos disparos ni explosiones. No divisamos columnas de humo, ni tampoco movimientos de gentes o vehículos fuera de lo común. Nos miramos y decidimos acercarnos. Un movimiento de cabeza de Adama y mi encogida de hombros bastaron para llegar a un acuerdo. Hamal también estuvo conforme pues con su paso, aparentemente desganado, tomó la dirección consensuada sin ser influido por nadie. Según habíamos subido hacia el norte, el entorno se había salpicado de verdes. El agua ya no era un problema y los pueblos estaban más cerca unos de otros, como ocurría entre Tawrirt y Sali. No cabe duda de que las carreteras unen a las personas, por eso hay tan pocas en África. Al menos, antes de que yo saliera de allí. Sali era pequeña, más que Tawrirt y tal como nos habíamos propuesto, pasamos desapercibidos. Cambiamos el rumbo hacia el oeste por un comentario de mi amigo: «Deberíamos apartarnos de la carretera». No sabía si era mejor o peor, mas lo cierto era que cada vez nos cruzábamos con más vehículos. El zoco de este pueblo no era como los vistos anteriormente. Los agricultores y los artesanos no compraban ni vendían sus productos: los cambiaban. Es decir, que el dinero no corría entre las manos, los frutos del trabajo de aquellas personas se trocaban unos por otros, por lo que el regateo y el diálogo estaban siempre presentes en cualquier intercambio o cambalache por trivial que fuera. Por eso nos fue difícil hacernos con víveres. Nadie quería aceptarnos dinero, ni siquiera dinares o francos argelinos, que de las dos monedas teníamos. No teníamos nada que ofrecer salvo el vil metal o Hamal. Y esto último no entraba dentro de nuestros planes. Adama hubo de desprenderse, muy a su pesar, de una pequeña daga con la que se había hecho en Tawrirt, pero que no
sirvió para mucho. En cambio, mi caftán de príncipe consorte sí le apañó a una frutera que según nos contó la quería para su hijo que iba a contraer nupcias en breve. Y como quiera que a la vecina de puesto también le cayó en gracia la prenda, sacamos bastante por ella. Bon, por la competencia entre las fruteras y porque era una prenda de lujo, mientras que el puñal de Adama era una hoja roñosa insertada en un palo poco labrado que según él se había encontrado en la calle. Ya algo abastecidos salimos del pueblo. Junto a la última choza distinguimos un grupo de hombres que parecían discutir, sin gritos, pero con aspavientos y manoteos. Ya sabes, como si hablaran con las manos. Con curiosidad y disimulo me acerqué y detrás de mí, Hamal y Adama. Pero antes de poder oír nítidamente sus palabras los siete hombres enmudecieron. Y el que parecía el mayor comenzó a hablar forzadamente de camellos. Al menos eso noté yo. Un crío llegó a la carrera justo cuando nos hacíamos los saludos de rigor. Y ya sabes como son los niños. Todo el pueblo se enteró del recado: «Mamá dice que sí, que te puedes apostar el saco de patatas porque todavía no lo ha vendido». No solo el padre de la criatura se sintió descubierto, sino que todo el grupo compartió su vergüenza. No hay nada como ocultar algo y confiárselo a un chaval para que te explote en las narices. Adama, con esa capacidad innata para soslayar situaciones incómodas, a pesar de su renuencia al lenguaje hablado, se ganó a los jugadores que olvidaron enseguida la afrenta infantil: «Yo tengo una apuesta que hacerles. Si la quieren oír se la propongo. Si no nos vamos y aquí paz y después gloria». Una vez pasado el trago, el viejo que había hablado de los meharispidió a mi amigo que explicara su reto. Sería una de las veces que Adama se excediera en el habla. Quizá por ello no me calaron sus palabras, sino su cantidad. La apuesta con aquellos hombres, unos ganaderos, otros agricultores y otros beduinos que habían montado una timba a las afueras de Sali, se me escapó en un primer momento. Adama defendió que el camello que nos acompañaba era capaz de pasar un grano de mijo con su boca a la
mía sin que se cayera y viceversa. Cuando me di cuenta del sentido de sus palabras exclamé: «¡Tú estás loco!», y eso que no sabía todavía lo peor de su apuesta. «Eso es imposible», comentó el niño que fue secundado por todos aquellos hombres menos por uno, su padre, que le dio un bofetón y le mandó que se fuera. Aunque no creo que el chavea aprendiera a estarse callado entre los mayores porque se largó a regañadientes. Además de la torta se llevó para casa la orden de que no se tocara el saco de patatas. Pero su opinión y mi exclamación calaron en los jugadores, porque tras insistir Adama: «¿Y bien? Yo me juego la silla del camello y la carga de víveres a que sí son capaces», el padre enfadado, y sin su hijo delante, también le secundó: «Eso, como dice mi chico, es imposible». Como yo había perdido el habla y veía peligrar mis bienes robados no pude defenderme. Así que mi amigo volvió a retar a aquellos hombres: «Pues apuesten». Y la cosa empezó a ponerse seria: «Sabes que si no pagas morirás y todos tus bienes servirán para cubrir tu deuda, ¿no?». «Soy consciente de ello», contestó con toda seguridad Adama. Y entonces el miedo me dio una tregua y pude usar mi lengua y mi boca: «Yo no». En cambio sí era consciente de que no quería perder a ninguno de mis dos amigos y de que tampoco era posible que Hamal, con sus gordos labios, pudiera manejar un grano de mijo, un grano que apenas es mayor que otro de arroz. Nunca lo habíamos ensayado, lo más pequeño que habíamos usado era un terrón de azúcar que es bastante más grande. «Yo apuesto contra a mi camello», llegué a decir. Pero Adama me hundió en la miseria y el grupo me sepultó entre risas: «Tú no puedes apostar porque eres parte de la apuesta y, además, Hamal también». Todo eso me dejó boquiabierto y sabedor de cual era mi sitio. Si alguien era capaz de darle un grano de mijo a Hamal y de que se lo devolviera era yo, desde luego. “Vamos a perderlo todo” fue mi pensamiento. Y lo que oí después no me tranquilizó. «Confía en mí, Dikembe y también en ti». Yo en él confiaba, otra cosa era en aquel Dikembe a quien él se refería. Supongo que alguno de aquellos jugadores se le pasaría por la cabeza que mi actuación era eso, un proceder engañoso para hacerlos picar. Quizá por eso solamente tres aceptaron la apuesta. El viejo, que se jugó tres corderos, otro que se jugó cinco sacos de dátiles y el padre, que, por supuesto, se apostó el saco de patatas. La discusión que sobrevino sobre la forma de dividir las ganancias y valorar cada una de sus apuestas entre ellos solo me sirvió para sufrir más. Cuando llegaron a un consenso, tampoco acabó mi padecer. Ellos veían la apuesta ganada y yo perdida. Y como largos jugadores, también eran desconfiados. Por ello me obligaron a beber dos largos tragos de agua. Después a enjuagarme la boca dos veces y hacer gárgaras varias más, tras lo cual tenía que escupir con fuerza el agua. Una vez estuvieron seguros de que no tenía nada en mi boca, aparte de los dientes y la lengua, para lo cual el viejo me miró y rebuscó con un dedo entre mis encías y debajo de mi lengua, y tras la conformidad de este, se ocuparon de Hamal. «Este tampoco tiene nada en la boca». Mi enfado me hizo exclamar: «¿Y qué esperabais, encontrar un granero?». Ya revisados y en condiciones los dos participantes, se dejaron claras todas las apuestas otra vez para que no hubiera malos entendidos. «Bien, pues solo nos queda el grano de mijo. Nosotros llevamos. Voy a cogerlo, si no hay inconveniente», ofreció Adama. No lo hubo y se acercó a Hamal, le rodeó y pareció rebuscar dentro de las alforjas. Nadie pudo verle porque el cuerpo del camello lo impedía. A mí me pareció que tardaba demasiado pero lo achaqué a que el tiempo pasa despacio cuando se pasa mal. Cuando regresó entre el grupo, abrió la mano y mostró un puñadito de cereal. El viejo tomó un solo grano con los dedos de una mano mientras con la otra me agarraba de la muñeca. Me llevó frente a Hamal y todos nos siguieron y se situaron a ambos lados de su cabezota. «Bien, veamos», anunció el anciano, y metió el grano de mijo en la bocaza del camello. Yo más que asustado y con las piernas más blandas que la mantequilla en verano le di la orden de que me diera el terrón de azúcar. Y en efecto, acercó sus labios a los míos y hubo un murmullo a mi derecha y a mi izquierda que en esa situación no pude juzgar. Mientras me besaba miré de reojo a mi amigo y sentí cómo el sudor corría por mi espalda. Habíamos perdido. No se retiraba todavía Hamal y ya me caía yo al suelo. Las piernas no me sostenían y miré otra vez al culpable de nuestra situación que, con toda la pachorra del mundo me ordenó que mostrara el grano. «No… No… No lo tengo» conseguí marmullar a la vez que rezongar. «!Que no lo tienes, que no lo tienes! Tú eres imbécil, Dikembe! ¿Cómo que no tienes el grano?». Jamás me había tratado de aquel modo. No le pude contestar y los insultos se repitieron. «Eres un inútil, un tonto a las tres y a cualquier hora. Mentiroso. Vaya compañero que me he echado. ¿O sea, que todo lo que me has contado es una patraña?», se volvió de espaldas, levantó los brazos al cielo y exclamó: «Que Alá sea misericordioso con el mayor mentiroso de sus siervos». Después se volvió hacia mí y siguió: «Él comprenderá lo que has hecho con su eterna sabiduría porque a mí no me cabe en esta cabeza. Vamos, embustero, descarga todas nuestras pertenencias. Las hemos perdido por tu culpa». La cara de satisfacción de los ganadores solo era comparable a la cara de envidia de aquellos que no habían apostado. Y, entonces, Adama jugó otra carta: «Bueno, aún nos queda una última oportunidad. Me juego el camello a que yo sí lo consigo».
En el momento de leer por primera vez esta carta, hice esta anotación. Palabras que respeto para no destripar la historia de Dikembe: “Arriesga mucho Adama. Aun en la seguridad de tener todo a su favor. El atrevimiento de la juventud, osadía que sufre su amigo Dikembe, le hace creer que es capaz de engañar a quien, de forma diletante, se dedica a ello para no palmar en una apuesta. Y más si los otros apostantes pueden ser sus padres o sus abuelos. Sabe más el diablo por viejo que por diablo. A ver cómo salen de esta los dos amigos, porque si el mundo es de los valientes, también es verdad que los cementerios están abarrotados de héroes. Normalmente la experiencia es mejor consejera que la valentía, pero cuando la ambición entra en juego las cosas cambian. Y en el juego, las circunstancias se trastocan. La codicia ciega al más experto de los jugadores. Y me vienen a la cabeza ciertas palabras escritas por el Dikembe adulto en las que equipara a todos los seres humanos por el hecho de compartir las mismas pasiones y por la imposibilidad que tenemos de inventarnos otras. Según él, la diferencia entre una personalidad y otra viene dada por el grado en que se experimentan las pasiones, además de la interacción que tienen en nuestro interior y con lo acontecido a nuestro rededor. Así pues, veremos qué ocurre y como acaba esta andanza que sufre más que protagoniza Dikembe. 
Uno,cuando siente pánico, cree que nunca puede aumentar. Pues yo te puedo asegurar que es mentira. El miedo es como el dinero. Siempre puedes tener un poco más. Y si no, se lo preguntas a algún rico que conozcas. Y así me ocurrió a mí, pero solo con el temor. Me veía ya separado de un amigo por otro. ¿Qué podía hacer? Me despistó la excitación y el nerviosismo que mostraba Adama. Era la primera vez que le veía de tal guisa. Los demás también mostraban esos signos y esos modos. Una vez visto el desastre de actuación vieron el cielo abierto y lleno de camellos que les llamaban. Incluso discutieron porque un camello para tanto dueño no era suficiente. Pero llegaron a un acuerdo nuevamente. Hamal era muy goloso en todos los sentidos. El anciano, único propietario de camellos, cubriría la apuesta que, tras ganar, como tenían por cierto y seguro, daría a los demás lo mismo que hubieran apostado y se quedaría él con mi camello porque también era agricultor y tenía rebaños de cabras. Al darse cuenta de la seriedad de la apuesta, uno de aquellos hombres se acercó a la mezquita y requirió la presencia del chauz para que certificara oficialmente el cambio de propiedad. Tan seguros estaban de ganar que se descubrieron, aunque también dejaron claro que quien se iba era amigo del alguacil. Yo, cada segundo que pasaba, más nervioso me ponía. La camisa, de haberla vestido, no me hubiera llegaba al cuerpo. La sonrisa burlona de Adama, que solo yo leía en la comisura de sus labios, era lo único que me retenía para no saltar sobre Hamal y salir a toda leche de allí, como diría tu hijo. Además, de vez en cuando, me echaba una mirada de complicidad que yo ni entendía ni compartía. Era como si yo tuviera que saber algo que solo él sabía. Cuando volvió el apostante acompañado por su amigo para que diera fe de lo que, en cualquier caso, iba a ocurrir se decidió, decidieron que fuera él quien declarara el ganador de la apuesta. Así todo sería oficial y nadie podría reclamar después. Y esta vez le tocó a Adama enjuagarse la boca y hacer las gárgaras. Revisada su boca por el chauz, este cogió un grano de mijo que le entregó el propio Adama y se lo quiso poner en la boca a Hamal. «¿No morderá?», se curó en salud el alguacil. Y yo me vengué a mi manera: «A los extraños sí». Por lo que sugirió que se lo diera yo. En el súmmum de la desconfianza, el anciano cuestionó que cómo sabríamos que el grano que uno entregaba al otro y viceversa era el mismo y no otro. Entonces, el chauz, con su daga, hizo dos muescas en el grano y preguntó: «¿Conforme?». Conformes todos menos yo, me entregaron el grano y antes de dárselo al camello me deshice en mimos y elogios con él: «Toma bonito, camello guapo. No te lo comas. Se lo tienes que dar a tu amigo Adama. Camello grande y obediente». Pero Hamal no quería el grano de mijo. Ni que se lo diera otro, ni que se lo diera yo. «Mejor, vamos a hacerlo al revés. Yo se lo doy al camello, demuestro que no lo tengo y luego él me lo da a mí. ¿Qué le parece chauz?», propuso mi amigo. Y el juez dio el consentimiento: «La apuesta no cambia y si el bruto no quiere colaborar peor para ustedes. Recuerda que el mismo grano tiene que volver a su boca señor Adama». Cada vez se complicaba más el asunto. Yo sabía que en cuanto Hamal tuviera en la boca el grano, si es que quería cogerlo, se lo tragaría. Adama, con toda la pachorra del mundo, se puso entre los labios el grano y acercó su boca a los labios de Hamal. Yo ordené al camello que diera un beso a nuestro amigo y así lo hizo. Yo empecé a decirle que no se lo tragara. Pero para eso yo no tenía orden, ni él la había aprendido, así que se lo dije como si se tratase de un humano. Eso volvió a desencadenar las risas de los apostantes y del chauz, quien revisó la boca de Adama con un dedo que pasó por lengua, paladar, encías y dientes. «Ahora te lo tiene que devolver», ordenó el juez y mi amigo me dio un consejo: «Procura que el beso sea largo esta vez, Dikembe». Y mis dos amigos volvieron a juntar sus labios. Obedecí a Adama y no paré de decir en voz alta la palabra que servía de orden para que Hamal me diera a mí un beso. No era otra que esa precisamente, beso en francés: baiser. Como veía de perfil a ambos, en este caso tampoco vi trasiego alguno de grano, como me temía, pero sí que el moflete de Adama se movía extrañamente. Además, no dejaba de mirarme como suplicándome que el beso siguiera. Fue el único momento que vi inseguridad en él desde que empezara la apuesta. Yo seguí con la palabra “baiser” en la bocahasta que se separaron. Y para mi sorpresa vi un grano de mijo entre los labios de mi amigo. La sorpresa no dejó que disfrutara ese instante de alegría suprema: ¡No había perdido a Hamal! Y al darme cuenta empecé a saltar de alegría. Pero el desconfiado no se dio por perdedor y me paró los pies. «¡Eh, eh! A ver si es el mismo grano, señor chauz». Si en esos momentos se hubiera abierto la tierra y nos hubiera tragado a todos no me hubiera importado lo más mínimo. Pero no hubo necesidad porque el juez de la apuesta dictaminó que el grano que le había cogido a Adama de entre los labios era el mismo que él había marcado con su puñal. ¿Cómo lo había conseguido? Nadie se lo creía. Y yo menos. Tampoco el chauz, que terminó por rendirse a la evidencia: «Los ganadores son los dos muchachos. Así que vosotros debéis pagar». Como en todos los timos, la colaboración del timado es imprescindible. Y aquellos avariciosos lugareños que se vieron dueños de un camello a costa de dos muchachos “extranjeros” aportaron todo menos el timo para que la añagaza fuera posible. Sí, mon ami, aquellos “ignorantes” adolescentes ganaron la apuesta. Si bien uno de ellos sufrió lo indecible precisamente por no saber que toda aquella engañifa se le había ocurrido a su amigo al ver apostar a aquellos hombres. Adama, según me contó después, creía que yo me había imaginado el truco por lo que ocurriera en Tamanrasset con el albaricoque. Te doy tiempo hasta la próxima para ver si lo descubres tú. Sé que es difícil, pero igual de dificultoso lo tenía yo. No me llames tonto. Un saludo,








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Imagen 1. Foto bajada de siatt.los-foros.es. Original en color.
Imagen 2. Foto bajada de bloquesdecemento.blogspot.com.es. Original en color.
Imagen 3. Foto bajada de foto propia.
Imagen 4. Foto bajada de www.herbalius.com y cambioeurodolar.com. Originales en color.



Cojin manta

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Me sigue pareciendo muy resultón este regalo, me parece útil y bonito.


Que majestuosidad!!!

¿No os parece una capa de rey/reina?

Estas fotos son diferentes porque en esta ocasión lié a Raúl que estaba pasando un par de días en casa y me hizo las veces de fotógrafo.

No sé si aparecerán los celos, vaya usté a saber!!!

Lo bueno es que el fotógrafo de plantilla, enseguida se manifiesta.

Y sigo coso que te coso...

Funda para tablet

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Que funda más mona, no?

Lo mejor es la historia....

A ver, necesitaba hacer algo rápido. Y he pensado que una funda para la tablet me llevaría poco rato.

Como estoy en momento "desgüacecorbatas", me he dicho: ¿y si tomas prestado un bloque? Total, nadie se va a enterar.

Vaaaale, con un bloque no se hace una funda para la tablet, lo sé.

Bueno, incorporo un poquito de una tela preciosísima que me regaló mi amiga Puri, que es verde con gusanitos.


¿Y si pillo otro trozito de corbata? ¿Quien va a saberlo?

Y es que el objetivo no era otro que poner esa tela negra que estáis viendo.

Parece sky, piel sintética. Nooooo, es tela de pizarra.

¿No os lo creéis?




Cuando salió la tela de pizarra, no os imagináis lo que busqué para encontrarla.

Y cuando por fin la encontré, se me había pasado el momento.

Llevo una semana (si, habéis leído bien, una semana) pensando en poner un trozito de tela de pizarra en un mantel con la técnica quilt as yo gou, para escribir en él un "Buenos días", o "Te quiero"......

Ufff, estoy pensando que para mi San JC particular ya estoy tardando en hacerlo.


Esta foto aunque se ve un poco borrosa, se aprecia muy bien el botón que va totalmente "a conjunto" con la tela de la corbata.


Por no extender ese post, no os quiero contar que estaba tan absorta con las telas que he hecho la funda sin coser por los laterales. Una funda de puertas abiertas.

¿Qué no me creéis?


Así lo he hecho y me he quedado tan pancha...

Eso si, la tela del forro, preciosa, ni os lo imagináis.....



Pero, me daba la sensación que sujetaba poco y que protegía menos...

Así que he tenido que hacer puntada decorativa en los laterales.

¿Nunca os ha pasado?

No me lo creo.....

Por cierto, la tela de pizarra en el frontal, poco operativa con el botón, advierto.

Y sigo coso que te coso...

Marcapáginas

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Este marcapáginas me enamoró desde que se lo ví a Beatriz que le había tocado en el amigo invisible de Montse.


Me parece super gracioso.



Tuve que comprar un par de muñecas en un Bazar, las venden de dos en dos, mucho mejor para mis ansias.




Esos zapatitos de tacón me parecen preciosísimos.


Ayer no me pude resistir a estrenarlo..

Ya, ..... estaréis pensando que lo metí en el Diccionario de Autoridades.

Nooooo.

Aproveché que había quedado con unas amigas y lo saqué de paseo.

¿No os lo creéis?

Ellas tampoco daban crédito y por eso quisieron hacer una foto.


Me la acaban de mandar por washap. Con mucho gusto la comparto.

Y sigo coso que te coso...

Cesta de plastico

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Mi hijo, Raúl, no sé como decirlo, pero no es convencional, bueno pues así, no es convencional y punto.

No te esperes regalos en Reyes, ni en tu cumple, ni para el día de la madre. Pero te puede sorprender cualquier día con cualquier cosa, eso si.

Este año pasó la noche de Reyes en casa y me dejó ojiplática, porque había encargado unas telitas a SSMM y no unas telas cualesquiera.

La primera una tela de plástico, y otras dos monas, monísimas.



Francamente la tela de plastico no me ha convencido, a mi es que todo lo que me suene a "hule" me da mucha grima.


Pero me puse contentísima y más al saber que se había recorrido varios pueblos para encargar estas telas.

Ni qué decir tiene que la estrené enseguida pensando en hacer una cesta para el cuarto de baño.

¿Os podéis creer que me gusta más en foto?

Esta vez el fotógrafo se ha portado, claro que si.

Tenia el trabajo pendiente de un hilo, le voy a renovar el contrato.

Y sigo coso que te coso...

CAP. 40 . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Andanzas y tropezones de Dikembe Biyombo

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igamos pues con la cara más amable de la apuesta: el cobro. Enseguida de proclamarnos oficialmente ganadores y acallar así cualquier protesta, tan en serio se tomaba su oficio el chauz, dispuso que visitáramos cada una de las casas de los perdedores para que la deuda fuera satisfecha y cerrar así el asunto. No a todos complació el celo profesional del alguacil, por eso antes de iniciar el recorrido, se montó una especie de cónclave de perdedores en el que se discutió sobre qué y como pagaría cada uno. Hubo un momento en el que llegamos a tener otro camello. Pero el anciano se negó en redondo. Entonces intervino Adama y se dirigió al juez: «Señor chaud, la apuesta de nuestro camello solo la puede cubrir otro camello, como este buen hombre, temeroso de Alá, ha defendido. Si ellos hubieran ganado, él se hubiera quedado con nuestro camello y de su bolsillo restituiría a cada ganador lo apostado. Pues hágase lo mismo, pero al revés. Que los perdedores le entreguen a él lo apostado y él nos pague a nosotros con un camello. Eso es lo justo y aprobado por ellos mismos y por si eminencia». Tanto el juez como el resto de labradores y agricultores estuvieron de total acuerdo con mi amigo. Motivos había para ello, nadie quería perder más de lo apostado, auque el viejo no estaba dispuesto a pagar con la misma moneda que hubiera exigido el pago. Entre todos obligamos al discorde a admitir la fórmula expuesta por el ganador: Lo apostado era un camello y eso era lo que debía pagarse. Y así fue. Nos pusimos todos en marcha y terminamos en casa del anciano protestón y disconforme quien, al llegar junto a su ganado, se fue derecho hacia uno de sus camellos, agarró la jáquima y lo acercó. En ese momento no lo sabíamos, pero el camello tenía la misma edad que su dueño, si no más. Una vez cobrada la deuda y más contentos que una mosca en un azucarero, nos despedimos, dimos las gracias al chauz y retomamos camino. Al salir de Sali, por el mismo lugar donde se había hecho la apuesta, yo no hacía más que mirar para atrás, y no solo para ver a nuestro nuevo acompañante. No veía distancia suficiente como para atreverme a hablar sin dudar de que nos oyeran. Quería preguntar a Adama cómo narices había conseguido que Hamal le pasara el grano de mijo. Él, por el contrario, no hacía más que mirarme a mí y disfrutar de mi ignorancia y de mi impaciencia. Cuando la primera altura del terreno ocultó el pueblo, paré y me enfrenté a él. Con media sonrisa dibujada en toda la cara, se metió dos dedos en la boca y se sacó un colmillo. Al principio no entendí a qué venía aquello antes de que me dejara preguntar sobre lo pasado. Pero, acostumbrado como estaba a no escuchar respuestas, en seguida interpreté su gesto. Tampoco era tan difícil, por otro lado. Y todo me cuadró. Luego supe la mecánica. Cuando Adama tardó tanto en sacar el puñado de mijo de las alforjas, en realidad no es que lo buscara, sino que introducía un grano en el hueco del colmillo para ver si le cabía. Una vez seguro, ya podía yo perder la apuesta, que él se jugaría un camello. Más le costó, según me dijo muchísimo después, hacer con la lengua aquello que había hecho con los dedos, por eso me pidió que el beso con Hamal fuera largo. Sin mediar palabra alguna, dejé que se colocara otra vez el colmillo y a punto estuve de pegarle un puñetazo y saltarle algún diente más por el rato que me había hecho pasar, pero me dio por reír. Y él se sumó de buen grado. Estaba claro que con aquella explosión de carcajadas soltábamos toda la tensión acumulada. Cuando reemprendimos la marcha todavía reíamos nerviosamente. «Así que sabías desde un principio que íbamos a ganar». «Claro», fue su respuesta. Y seguimos con la risa contagiosa. «Y yo pasándolas putas. Serás cabrón». Y de nuevo sus risas y detrás las mías. Al rato me preguntó que si no me acordaba de lo que había pasado con los albaricoques. Y entonces lo recordé. Cuando nos los comimos en Tamanrasset terminó de soltarse el diente y yo lo vi. Y recuerdo habértelo contado a ti en otra carta. Por eso te reté en la anterior a que descubrieras el truco de Adama. Estoy seguro, que, como yo, no lo habrás conseguido. Es cierto que era una pista pequeña pero también es cierto que cada vez le echamos menos imaginación a la vida. En cambio, Adama, se ganó con ella un camello, viejo, pero un camello. Bon, volvamos a las risas, porque siguieron al darse cuenta Adama que Grandpère, como bautizaríamos después al animal, no tenía silla, por lo que no podía montarlo porque no sabía. Para nuestra sorpresa, el nuevo compañero de Hamal obedecía la mayor parte de las órdenes que les dábamos a los dos, sobre todo las que yo había aprendido con Moussa. Hamal no se llevaba ni mal ni bien con su semejante. Los dos se hicieron el mismo caso, por eso recordamos a Monamí. Sin habérnoslo propuesto seguimos la misma carretera que nos sacara de Tawrirt, pero sin pisarla. Si el paso de Hamal, como ya te he contado alguna vez, parecía lento por su naturaleza, el de Grandpère lo era. Y más se notaba al verlos andar juntos. Llegó un momento, cuando el sol comenzó a decaer, que el viejo camello se paró y no fuimos capaces de que diera un paso más. Así que, le imitamos. Y antes de sentarnos nosotros, el bicho ya estaba derrengado sobre la arena  y  con  los 
ojos cerrados. Hacia ya rato que se había pasado el momento de hilaridad, pero el comentario de Adama al sentarnos hizo que, de nuevo, las carcajadas salieran a flote. Esta vez de manera más natural. «Me pregunto para qué sirve un camello que no puedo montar y que se niega a andar. Si lo sé no hago la apuesta». Cenamos y ya sin sol, nos metimos debajo de nuestras mantas y nos dimos la espalda. En África, una vez vez que se va, enseguida oscurece. Esa noche me dormí con dolor en la mandíbula y feliz por poderme atar la jáquima de Hamal al tobillo. Si bien las ganancias de la apuesta no nos servían de mucho, mi camello seguía conmigo y, encima, Adama y yo nos lo pasábamos bomba. ¡Qué más quería! Pero la noche me dio más, porque no me había dormido y escuché: «Gracias, Dikembe». No pude por menos que preguntar el motivo del agradecimiento y Adama me contestó: «Por hacerme reír como lo has hecho hoy».Y esta vez fui yo quien no contestó. No supe qué decir. Cuando pensé en su reconocimiento caí en la cuenta que ese día había conocido a un ignoto y nuevo Adama. Y hoy pienso que muy pocas veces le he visto sin aquel aire de tristeza y sin aquel caparazón detrás del que se protegía cuando nos hicimos amigos. Los zarpazos que la vida le dio construyeron una coraza que solo Monami pudo romper, aunque yo, en algún momento, también llegué a colarme por la grieta de su amistad. Cada uno responde al mismo estímulo a su manera, como puede, porque nadie está preparado para aquello que tantos Adama y tantos Dikembe sufren incluso hoy, ahora, en el momento en el que te escribo estas palabras. Tan solo les deseo que encuentren un amigo como con el que yo me encontré. Eso es posible, ya que desearles otra cosa sería un desiderátum eterno. Si nos hubieran leído por entonces las novelas de Charles Dickens nos hubieran parecido historietas o gallofas. Y, ¿sabes?, Europa no ha ido siempre por delante en cultura y calamidades. Basta con que cite a Egipto para que estés de acuerdo conmigo, ¿o no? Eh bien, c'est ça, mon ami. Y a mí me gustaría saber si, de haber sido al revés, estaríamos todos mejor o peor. Eso nunca lo sabremos, ¿verdad, mon ami? También puede ser que importe un pepino. Elucubrar con el ayer es lo mismo que hacerlo con el mañana. El resultado es pura historia-ficción que, a veces, da risa. Hoy vemos que el primero se dilata y que el futuro se contrae. Vamos tan deprisa que es muy difícil ajustar el paso a la tecnología, que se cuela en nuestras vidas de forma tan cotidiana como transformadora.
La primera vez que leí la frase: “Hoy vemos que el primero [el pasado] se dilata y que el futuro se contrae” no me pasó desapercibida. Y claro, pensé en ella. El hombre evoluciona a tal velocidad que ya no se crean antigüedades. Ni siquiera da tiempo para ello. Cada cinco minutos se da un paso más en el avance tecnológico. Cuando yo era pequeño (1960-1970) el año 2000 se nos presentaba como el futuro inalcanzable. En aquel año encontraríamos extraterrestres. No sé si me entendéis. Y eso que tan solo faltaban 40 años para celebrar esa nochevieja. Bien, hoy no se puede pensar qué ocurrirá en el año 2056 porque nadie es capaz de imaginarlo. Pero, siempre hay uno, mientras que avanzamos rápidamente en un sentido, hay otro u otros en los que parecemos cangrejos. Me pregunto si ese es el precio de tal velocidad. Y si lo es, yo no quiero pagarlo. No quiero que me arrinconen como un trasto viejo. No quiero que mi nieto sea un especialista inculto. No quiero que uno tenga todo y otro nada. No quiero ser más años dependiente que válido. No quiero tener que irme de la Tierra. No quiero que desaparezcan los osos polares. No quiero que se me olvide el sexo. No quiero sentirme solo. No quiero sonreír a un dron cuando me traiga un paquete. No quiero teletransportarme. No quiero ver morir árboles en un museo. No quiero…
En fin, que cuando nos levantamos tomamos dirección a Adrar, aunque no lo sabíamos. Durante el camino, las vistas no cambiaron, la arena y el sol prendían nuestro entorno. Ya tenía yo ganas de ver un bosque o un trozo de selva con todos sus verdes, ese color que vosotros identificáis con esa fantasía que es la esperanza. Y digo fantasía porque son más aquellos que la pierden, o a quienes se la roban, que aquellos otros que ven cumplida la suya. Por cada uno de estos últimos, entre los que me incluyo, se cuentan por cientos de miles esos otros que no ven el verde en su vida. Y no hablo solo de mi continente. África es grande, pero no tanto como Bilbao. ¿Te acuerdas?, ese chiste me lo contaste y explicaste tú, entre otros, para que conociera la idiosincrasia de las diferentes culturas y formas de ver la vida de las gentes de aquí. Después ya me encargué yo de leer y dejar atrás los tópicos que alimentan la alienación de sus propias gentes. Tuve suerte porque partía de cero. No tenía prejuicios sobre los españoles. De hecho no sabía que existíais hasta que casi me di con vosotros de cara. Con respecto a vuestra forma de ser y convivir, y a partir de los hechos políticos vividos desde hace un tiempo, Adama me preguntó sobre eso de la independencia de Cataluña. Le contesté que yo entendía que hubiera gente que no se sintiera española, también a los otros, y que lo mejor sería realizar un referéndum, pero que, por otro lado, su resultado sería la voluntad de unas generaciones que, con el paso del tiempo, serían sustituidas por otras que pudieran tener la opinión contraria. Y este pensamiento me proponía otro problema en vez de una solución, con lo cual y como la educación infantil es lo más importante para ese supuesto devenir, tenía que volver a plantearme el asunto desde el principio. Adama, en cambio, por no creer en banderas ni en fronteras, el problema le parece nimio, bon, más que nimio, irrelevante e inoportuno ya que las culturas y los idiomas son más importantes que las naciones y los estados y no tienen nada que ver los unos con los otros. Y, además, me planteó una incongruencia en la que caen muchos de tus compatriotas. De aquellos que ven a Cataluña dentro de España como un todo indivisible. Si esta nación pertenece a este país, el idioma catalán también les pertenece. Pero hete aquí la incoherencia, no lo admiten, ellos lo eliminarían si pudieran. Adama no lo entiende. Normalmente se quiere algo que se desea, que se ama, bien por interés, bien por emotividad, pero querer algo porque se odia solo se puede entender que se desea por fastidiar a otro. Y fastidiar por fastidiar solo lleva a fastidiarse. Es como la envidia, quien más perjudicado sale es quien la siente. Pero, ¡ojo!, que para mí morir por una identidad es tan estúpido como inmolarse por un ideal. Adama, en cambio, se uniría a estos últimos, pero nunca a los primeros. Más que nada porque no tiene ningún sentido identitario y cree en los ideales  comunitarios. Y como piensa más que habla, sabe distinguir, al menos mejor que yo, las propuestas generosas de las otras que esconden intereses particulares. El pobre se come las uñas al ver como se han repartido África unos ladrones miserables a los que algún otro país no africano ha apoyado. Allí muy pocos se pueden sentir libres entre unas cosas y otras. Y eso es fundamental para mi amigo. Eso hoy, porque cuando estábamos allí, ya te lo he dicho, lo único que nos interesaba era llegar al día siguiente, aunque fuera a ningún sitio. Nos habían dicho de varias formas distintas que el desierto era infinito. Pero no sabíamos cuanto. Ahora también opinamos así. Pero mientras lo ratificábamos lo desconocíamos. Resultaba increíble. No sé, porque nunca lo he calculado, el tiempo que llevábamos entre la arena y el sol. La ignorancia me llevó a pensar que si seguíamos hacia el norte no veríamos otra cosa que no fuera lo ya visto. «¿Y adónde vamos, Dikembe?». Me preguntó harto de mis quejas. Allí parado, con una mano sujeta a la jáquima de su nuevo y viejo amigo, y con la otra en demanda de mi contestación, no parecía un amo de esos que yo había tenido. Sonreí curiosamente al ver la incongruencia de mi creencia. A aquel cuerpo delgado le sobraba media chilaba. Con su acostumbrada paciencia esperó mi respuesta, pero al ver que yo me había despistado encogió los hombros y bajó el brazo. Me di cuenta de que le debía una respuesta. «Al oeste», salté por decir algo. «Nos dará en la cara el sol de la tarde». Por cabezonería le repliqué que daba igual. Al ver mi tozudez dijo: «Vale, primero encontraremos un pueblo». Quedamos en eso y reanudamos la marcha. Tardaríamos poco en variar la dirección porque apareció ante nosotros otra ciudad. De no ser por sus palmeras y campos verdes, quizá nos hubiera pasado desapercibida porque las casas eran  del 

mismo  color que el desierto. Bon, un poco más oscuras, si he de decirte la verdad. Era la ciudad de Adrar, ubicada, como no podía ser de otra manera junto a un oasis que le daba la vida. Según nos acercábamos, su verdor se hacía más notorio. Pero ver y pisar una ciudad no es lo mismo. Entre esos dos momentos ocurrió algo que nos retrasó. Sufrimos una baja. Por la edad y por la caminata, el viejo camello se agotó o se cansó de vivir. Vaya usted a saber. Se despidió la noche anterior a nuestra entrada en Adrar. Si hubiéramos apretado un poco el paso hubiéramos llegado al filo de la noche, pero decidimos parar y no hacerlo porque lo haríamos sin sol. Entrar en un lugar desconocido sin luz es como entrar con una venda en los ojos. Y hasta puede ser peligroso. De todas maneras, no lo hubiéramos logrado, por lo que te cuento. No es mala muerte si lo piensas. Te acuestas, te duermes y no te despiertas. Adama me lo comunicó por señas y yo le contesté que poco le habían durado las ganancias. «Estoy acostumbrado». En aquel momento creí que su comentario se refería al tiempo de disfrute. Hoy pienso que se había acostumbrado a la muerte que le perseguía, pero no como a todos. No enterramos a Grandpère, tarde o temprano, el aire se llevaría la tierra que pudiéramos echarle encima. Quien sí pareció afectado fue Hamal, que se quedó un rato junto al cadáver de su semejante. No lo entendí porque estaba convencido de que le gustaba ser el centro de atención y poco caso se habían hecho en vida. Yo, como verás, tenía más imaginación que ahora. No deberíamos deshacernos de la fantasía, sino cultivarla. Pero el día a día no nos lo permite. Creemos más importante aquello que percibimos por los sentidos. ¡Qué le vamos a hacer! Incluso muchos de los jóvenes trasgresores se ven obligados a claudicar ante el sistema. Y si no, ya se encarga él de incluirlos como famosotes o artistas. Así pasó con tantos grafiteros, por ejemplo, que tras ser carne de multa y proscritos han sido reclamados por los propios ayuntamientos para decorar fachadas, aparcamientos, etc. No creas tú que el asunto no tiene mandanga. Esa mutación la he vivido yo en primera persona durante mi etapa callejera y llegué a conocer a más de uno de aquellos artistas rebeldes y contestatarios. Por desgracia no he vuelto a verlos porque me gustaría conocer su opinión sobre los que, todavía sin nombre, disfrutan al crear sobre una pared olvidada de dios y del alcalde obras de arte, mientras los munipas andan a la greña con ellos. Pero ni en Adrar, ni en ningún otro lugar vimos nosotros pintada alguna, si excluimos los textos religiosos tan comunes dedicados a Alá y que forman parte consustancial de la cultura árabe. Al tener prohibida cualquier imaginería sacra es la única salida, junto con los arabescos y filigranas, que tienen los artistas y arquitectos de mezquitas y demás edificaciones. Adrar era otra ciudad cuya periferia distaba poco de los arrabales que ya conocíamos. Casas de barro, humildes y escasas, en cuyas puertas decenas de arrapiezos aprendían a andar o mejoraban y perfeccionaban su equilibrio con juegos que no todos hemos jugado alguna vez, mientras sus madres hacían la colada en un barreño comunitario. Kady, cuando lo hacía, se desplazaba al río y muchas veces requería de mí para llevar y traer la ropa. Pero en mitad de desierto, aunque haya agua, no corre por un lecho natural ni hay corrientes fluviales, solo depósitos finitos de agua subterránea que, por capricho de la naturaleza, llegaba a ellos al filtrarse a cientos de kilómetros. Los cauces eran artificiales y cuidados al máximo para abastecer de agua a las gentes y a los campos. Es famosa la maña que los árabes de dan para reconducir el agua y crear infraestructuras hidrográficas. Acequiar es un arte que ellos dominan desde siempre. Cuando la necesidad aprieta, el ingenio se estimula, y nadie tiene más necesidad de agua que aquellos que transitan o habitan el desierto. Aunque eso era antes, porque ahora la necesidad de agua es ecuménica diría yo. Contra las chabolas terrosas, como vosotros llamáis a estas cabañas suburbanas, contrastaba el colorido de los huertos cuyos límites se negaban a ser desaprovechados. El quingombó de una familia se desarrollaba en guerra con las acelgas de la vecina. Motivo por el cual la vista agradecía tanto verdor y no distinguía los minifundios. Y, a nosotros, después de tanta arena, aquello nos parecía un vergel celestial. Y Adrar lo era y a lo grande. Según recorríamos sus calles veíamos los pequeños zocos que en parcas plazas ofrecían frutas y verduras junto a concurridas fuentes que dejaban huir agua suficiente para que los de más abajo la aprovecharan en los campos. No se desperdiciaba ni una gota. Incluso los azarbes servían para que el ganado bebiera. Algunos de aquellos frutos exhibidos eran desconocidos para nosotros. Aunque el dato no tenga valor alguno por nuestra ignorancia supina en cuanto a productos agrícolas se refería. Yo, por ejemplo, no sabía ni el nombre de las raíces y tubérculos que recogí muchas veces desde niño. Sí distinguía las comestibles de las otras, los viejos de mi aldea me lo enseñaron y sabes que aprendo rápido. Por los barrios de Adrar se respiraba un aire de tranquilidad que también nos embargó a nosotros. Supimos que habíamos llegado al centro de la ciudad por la mezquita.  Tampoco  vimos turistas  de esos que nos
habían mantenido en Gao, a pesar de tanto buitre que nos mermaban los ingresos. Si a eso sumamos los usureros que se dedicaban al cambio de moneda en el mercado negro, se podría decir que, a última hora, habíamos trabajado gratis. Y menos mal que cobrábamos en dólares, si no, no sé que hubiera pasado. Por la insistencia, no me extraña que el adjetivo “negro” se entienda como negativo: humor negro, mercado negro, me pones negro, tener un futuro negro, magia negra, gato negro, pagar en negro, ponerse negro algo, pasarlas negras, verse negro, sacar lo que el negro del sermón, etc. Todo invención de los blancos, como la paloma blanca símbolo de la pureza, siendo este animal de los más dañinos para hombres, animales, vegetales y edificios. De todas maneras, ¿qué coño tendrá que ver el color con el bien y el mal? Ya estoy yo con mis digresiones. En fin, que según subíamos la pequeña pendiente, tras la plaza de la mezquita, nos llamó la atención, no ya las fuentes que abundaban y según Adama vertían el agua más fresca, sino el intrincado diseño de canales  y  caceras
escavados o construidos con maderas y piedra que se dibujaban en el arenoso suelo. Seguimos hacia arriba la gran acequia guiados por la curiosidad. «¿De dónde vendrá tanta agua?». Así, después de una larga y suave ascensión, llegamos a la boca de una cueva que, en principio, nos pareció natural. Pero Adama al observarla más detenidamente opinó que no, que reconocía la mano del hombre en su excavación. Hamal quiso beber allí mismo, donde nos habíamos parado, pero oímos un grito de advertencia. La voz pertenecía a un mozo que apareció después por la boca de la cueva. Nos advirtió que el animal debía beber de la última de los tres regueros que salían de la oscura espelunca. Precisamente el canal que llevaba más caudal. «Es la que da servicio a las tierras». Al menos era curiosa, si no ingeniosa, cómo aquella gente buscaba y distribuía el agua. Aquel agujero en la montaña pertenecía a una fogara que no es otra cosa que una obra de ingeniería que consiste en aprovechar los recursos hidráulicos del subsuelo. Esa técnica se cree tan antigua como los mismos persas y recibe diferentes nombres según el lugar. Han de darse las circunstancias geológicas que se dan en Adrar para poder construir las galerías que la componen. Debía haber una pequeña pendiente y agua subterránea por filtración. Se parte de un pozo madre,  el más pro-
fundo y alejado, por la inclinación del terreno, que se perfora hasta encontrar agua. Luego, a partir de ese punto se trabajan otros en línea recta. El último paso es cavar un túnel hasta que se encuentra el aire libre. Allí es donde estábamos nosotros. Esos otros pozos intermedios cada vez con menos profundidad, así como el madre, conectan con el túnel realizado. La gravedad, las diferentes temperaturas y presiones hacen que el sistema funcione al embocar en el túnel tanto el agua filtrada por la roca como la humedad generada en las paredes de roca. Una vez creada esta corriente el asunto es usar la pendiente del pueblo para su distribución. Y ya te he dicho que en este arte, los árabes son unos maestros. Pues ya conoces el secreto de la existencia de Adrar, allí, en medio de la nada. Cuando el sol se junta con el agua es impresionante ver qué son capaces de hacer. El futuro del hombre no será otro que la capacidad que tenga de controlar las fuerzas de la naturaleza o huir de ella. Algunos de nosotros lo tenemos presente y nos enzarzamos en guerras por poderes efímeros, en el mejor de los casos y mortales en el peor. Y, precisamente, controlar y sacar partido del agua por medio de la fogara y posteriores canales de distribución te otorga el poder supremo de crear vida allí donde no la hay. A qué más puede aspirar el ser humano. Claro que, a quien le va el rollo del enfrentamiento, que suele ser el más bruto, en vez de pensar cómo solucionar sus problemas, se le ocurre invadir las tierras donde se han encontrado soluciones, y asunto arreglado. Luego vendrán las invasiones por el oro, por el petróleo, etc. Es vana cualquier otra excusa, que siempre hay, como hay refranes para cualquier situación, que si no lo digo, reviento. Es muy fácil criticar a quien ejerce la fuerza y la violencia, pero los “débiles” lo hemos aprendido de nuestras heridas. Ya, ya vuelvo a las escorrentías. Daba gusto ver las acequias y los aliviaderos donde el agua se atropellaba y jugaba con la gravedad y su propia presión. Ver manar de esa manera el agua es ver un milagro en aquellas tierras rodeadas de arena seca. Hoy sé que bajo el desierto del Kalahari se encuentra el mayor lago subterráneo del mundo. ¡Bajo un desierto! También es caprichosa el agua dulce. Tú mismo lo has comprobado el día que casi ahogas a tu vecino de abajo. ¿Te acuerdas? Y mira que os enseñaron maneras y técnicas para dominar el agua tanto los romanos como las tribus árabes que dominaron esta península. En aquellos ocho siglos quienes cardaban la lana eran los ingenieros árabes, no los europeos. ¿Qué hubiera ocurrido de mantenerse la convivencia y el intercambio de conocimientos que ocurrió en Toledo en la época de Alfonso X? ¿Se hubieran limado esas “asperezas” que parecen obligarnos a ser enemigos por el interés de algunos? En Al-Andalus quedaron mucha cultura y muchas personas árabes y musulmanas. Boabdil se iría, pero quienes construyeron la Alhambra con sus manos y genialidades se quedaron y criaron hijos en La Alpujarra abocados a cambiar de religión o a morir a manos de la posterior Inquisición que, por cierto, no es un invento español. Aunque esta secta terrorista la tomara más con los judíos españoles. A rey católico, súbdito católico, ambos más papistas que el Papa. No sé porqué motivo, a lo mejor por simple intuición, percibí que en Adrar no nos iba a ir mal. Si seguías el agua por las calles la sensación de sosiego te dominaba. El murmullo que el correr del agua levantaba ponía música a esa serenidad. Es normal que, ante aquel ambiente dominado por la inventiva hidráulica, dos personas, que venían empapadas de arena y malos infortunios, compartieran la paz cotidiana con aquellos vecinos. Estoy seguro que todo el que llegaba a esa ciudad en busca de algo, aunque no encontrara ese algo, allí se quedaba. Y que pasara por allí la carretera que une el norte con el sur, y viceversa, permitía a los hortelanos con excedentes mandar estos a otros mercados y así crear riqueza para la propia ciudad. Por raro que hoy nos parezca, los agricultores eran la clase alta de esta sociedad, si bien hay que matizar que no todos, solo aquellos que tenían más de diez metros cuadrados de huerto. No nos fue difícil instalarnos. El mismo día que llegamos vimos que en la plaza de la mezquita se concentraba la vida social de Adrar. Cualquiera se hubiera dado cuenta de este hecho. Después de dormir esa primera noche bajo un baobab enorme a las afueras, nos hicimos presentes a hora temprana en la plaza, antes de que el almuecín llamara a la primera oración del día. Cuando lo hizo, Adama y yo nos miramos y consentimos en actuar. Si no puedes con tu enemigo únete a él, como escribió Sun Tzu. Si bien, enemigos todavía no teníamos en Adrar, oramos por si las moscas. Después de la actuación, y a unos pasos de donde habíamos hincado las rodillas, se agrupó un buen número de hombres andrajosos. De allí surgió una buena cantidad de conversaciones. Mi amigo se acercó a escuchar qué decían. Ya sabes de su curiosidad y de su capacidad de escuchar. Yo me quedé aparte, junto a Hamal, al que también parecía gustarle el lugar. Y como solía hacer recosté mi espalda sobre él. Me fijé en un caballero muy ricamente vestido que se acercaba al grupo de personas. Estas se callaron y se abrieron en abanico. No llegó a acercarse del todo a ellos y desde una distancia prudencial, se puso a señalar aleatoriamente a algunos de aquellos desarrapados. Según eran elegidos salían de la fila y se colocaban detrás de aquel individuo tan limpio y elegante. Pensé que irían a jugar a algo, pero eran mayores para jueguecitos y dejé de pensar al sorprenderme: Adama formaba parte del grupo que espera a la espalda de aquel hombre. Desde allí me guiñó un ojo y me relajé un tanto, si bien mi curiosidad aumentó. Dejé el apoyo de Hamal y me erguí sobre mis pies. En un  principio mi intención fue acercarme a mi amigo, pero al verme andar hacia él, aquel hombre me paró los pies: «A usted no le he elegido». Así que, un tanto fuera de lugar, me volví y me apoyé otra vez en mi amigo sin perder de vista al otro. El director de orquesta terminó su actuación levantando los brazos a la vez que los cruzaba varias veces ante su cara y los de enfrente. Estos se vinieron abajo, varios bajaron la vista, otros se sentaron en el suelo con la cabeza gacha, y todos movieron la suya dando a entender su frustración. En cambio, en el grupo de Adama todo eran sonrisas y frote de manos mientras dejaban pasar al elector al que siguieron. Adama, antes de iniciar la marcha y tras mirarme, señaló el cielo y después la tierra. Como el que echa la culpa a otro pregunté a Hamal: «¿Tú te has enterado?». A lo que el camello contestó al mover la cabeza negativamente debido a unas moscas que no le dejaban en paz. «Ni yo tampoco». Pero mientras me sonreía de la casualidad, me llegó la inspiración. Era tan fácil entenderle que la sonrisa volvió a mis labios. Y ahí te dejo otra adivinanza. ¿Qué me quiso decir Adama? Piensa hasta que te llegue mi próxima carta. No tiene nada que ver que estuviéramos alejados uno de otro. Se hubiera comportado igual de estar juntos si tienes en cuenta la parquedad en hablar de mi amigo. Un saludo y más suerte esta vez,









Imagen 1. Foto bajada de www.efeverde.com.
Imagen 2. Foto bajada de www elmawke3 com.
Imagen 3. Foto bajada de www.tripadvisor.es.
Imagen 4. Foto bajada de es.wikipedia.org.
Imagen 5 Foto bajada de serturista.com.
Imagen 6. Foto bajada de es.db-city.com. ©Nabil Benmousa.

Llavero

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Después del marcapáginas con zapatos de tacón, tenía ganas de hacer algo con los brazos de la muñeca (tranquilos, que está en marcha).

Como guardo las bobinas que se me gastan, se me ocurrió este llavero tan simplón.

A ver, que lo sé, que es una tontería, pero me sirvió para pasar el rato mientras me centro en hacer otras cosas.


Si, ya lo sé, ¿y los ufos? Muy bien, gracias.




Estoy un poco descentrada, pero poco, no os vayáis a creer...



Habrá que centrarse o no, vaya usté a saber.

Y sigo coso que te coso...

Exploding block. Videotutorial.

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Vamos con el noveno vídeo, en este caso un videotutorial.

Si, lo sé, no gusto a todo el mundo, qué se le va a hacer!!!

Tampoco me importa, a los que no les gusto se mantienen callados, son tan educados que tampoco hacen críticas negativas. Aún no sé si estoy preparada para ellas, me están dando mi tiempo. Muchas gracias.


Sólo os quiero decir que yo estoy muy satisfecha por muchos motivos, el más importante es porque el fotógrafo, el cámara y el de edición (tres en uno) se están portando. Hay que ver que guerra da el montaje!



Muchas gracias Jc, no sé qué haría sin ti.

También mi tres en uno, (jeje) se ha inventado la palabra Blogografía, en los títulos de crédito lo podéis ver.

Si queréis ver qué hacer con los bloques, hay varios ejemplos: uno, dos, tres, cuatro y cinco.

Podía haberlos enseñado en el vídeo pero creo que no se hubiesen apreciado suficiente.

A todos muchas gracias, a los que os gusto y a los que no también.

Y sigo coso que te coso...

Calculadora para el tamaño del exploding block

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Una pregunta muy interesante de Ligia en el post con videotutorial del exploding block.

Quería saber como hacer un bloque exploding block de una medida determinada.

Ya sabéis, y si no lo sabéis ya os lo cuento yo, que tengo un equipo de expertos: cámaras, fotógrafos, editores, lingüistas, matemáticos....

He tenido que recurrir, en este caso, a Raúl que, entre otras virtudes, también tiene la del cálculo y ha preparado esto:

¿Qué tamaño va a salir si empiezo con ... ?

Tamaño
inicial
MargenNº de pasos

¿Con qué tamaño tengo que empezar si quiero conseguir ... ?

Tamaño
final
MargenNº de pasos

Ahora la aclaradora, o sea yo, os cuento: las matemáticas son exactas, claro que sí, los que no somos tan precisos somos nosotros.
Yo he estado haciendo cálculos, de los facilitos claro, y si cosemos a un cuarto de pulgada, ponemos en margen 0,32,  aproximadamamente nos lleva a la cifra que queremos averiguar.
Me encantaría que os fuera útil y me contaseis....
Y sigo coso que te coso...

Un par de cestas

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Esta semana, no sé por qué, estoy un poco floja.

Cuando no me llega la inspiración, salgo a buscarla, pero esta vez sigue sin asomar.

Como me ha gustado hacer estas cestas!!!

Pero no son para mi, las tenía comprometidas hace mucho tiempo, ya van saliendo....


El fotógrafo está que se sale, fijaos cuantas fotos y que calidad tienen.



Aquí un detalle del caramelo.


Aquí las dos cestas juntas. Una encima de otra.


Una al lado de la otra.


Y le llega la hora del protagonismo a la pequeña.

Otra más

Ya la última que os veo un poco "jartitos" de tanta foto.

No pongo las medidas para no hacerlo más largo pero si alguien las quiere, a su disposición están.

Si aún no has probado el tutorial, a tiempo estás.

Y sigo coso que te coso...

CAP. 41 . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Andanzas y tropezones de Dikembe Biyombo

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on, supongo que lo habrás adivinado, porque tiempo has tenido. Y si no es así ahí va la respuesta a mi pequeño acertijo: Cuando el sol esté en lo alto, volveré aquí. ¿Un poco enrevesado? No tanto, teniendo en cuenta las circunstancias. El caso fue que Adama se percató de que yo sí entendía a la perfección sus señas, y pensé que tenía claro volver a oír su voz. Pero me puse contento, le di con un dedo en el hocico a Hamal, que me lo agradeció porque espanté las moscas, y le llamé tonto por no entender a Adama: «Yo sí lo he pillado, amigo», y se lo expliqué. Le dije lo mismo que a ti: «Ves, es muy fácil». Sin prisas me encaminé hacia ningún sitio por las calles de Adrar. Trataba de evitar que el camello bebiera de las acequias. Las pendientes eran muy suaves, parecían estudiadas para que el agua se deslizara tranquilamente, pero que no creara remansos ni se saliera en las curvas del caz. Por eso no costaba nada subir las cuestas. Todo parecía pensado para mimar el agua. Y no me extrañó porque todos cuidábamos del líquido cuando se juntaba con el desierto. Este apareció cuando se acabaron las casas, aunque el declive seguía, mientras el agua clara no dejaba de correr. Llegué a una pequeña construcción de madera en el suelo que se encargaba de dividir en tres el ramal que salía de dos oquedades de la tierra como la que ya habíamos visto, una más baja que otra. Allí me senté en una piedra y mi vista quedó atrapada por los dibujos que hacía el agua contra las maderas y sobre la piedra. Se
estaba fresco, a la sombra del montículo. En la boca de aquellos subterráneos se intercambiaban ambientes, el sofocante de fuera era tragado por el frescor que, junto con el agua, salía del interior de la tierra herida. Se notaba la antigüedad de la excavación por el verdín que adornaba algunas aristas de la piedra. No es que me asustara, pero sí di un respingo al notar movimiento dentro de la cueva mayor, de modo que me levanté. Me calmé, pero no del todo, al escuchar unas palabras: «No toques el agua ni dejes que tu animal lo haga». Contesté que no lo habíamos hecho y expliqué que veníamos siguiendo una acequia y que había cuidado de que mi camello no bebiera de ella. El muchacho, más o menos de mi edad, bajó el tono de sus palabras al comunicarme muy ceremoniosamente que era el responsable de todo aquello. Aclaración que acompañó de movimientos al girarse para un lado y para el otro con los brazos extendidos. «Mi nombre es Brahim, siervo de Alá». Yo me presenté a su vez y le pregunté si vivía allí. Y hubo de reconocer que no, que formaba parte de un equipo que se turnaba para cuidar aquel santo lugar, como cada uno de los pozos que formaban parte de la fogara. También, un tanto carrancudo, me dijo que si encimaba el montículo y seguía en línea recta me encontraría con todos ellos, ocho pozos en total. Pero también incluyó en su comentario que sus compañeros estarían un poco aburridos, como él. En ese momento, me sonreí y Brahim se dio cuenta. «Bueno, no es muy divertido, pero es importante». Y, de poder a poder, dejé claro que bien sabía yo de importancias y aburrimientos. Que mientras fungí de Señor de la Piedra en un pueblo más pequeño que Adra, aunque igual de verde y regado, me había hartado de soledad y monotonía. Y él terminó hasta por confesarme su jornal que simultaneaba con otro de la escuela coránica con lo que presumió un poco más. En cambio, yo no quise contarle más de mi vida y tomé el camino de vuelta con la excusa de un amigo y le prometí que no tocaríamos el agua corriente. Volví a cruzar el pueblo otra vez, pero de arriba abajo y llegué hasta los muretes de tierra rojiza que separaban las tierras agrícolas que más ventajas sacaban al sistema de regadío, que, por supuesto, eran las más extensas. Allí destacaban los árboles frutales y los campos de cereales. Estaba claro que en Adrar se comía bien. Ahora solo quedaba que Adama y yo no formáramos parte del grupo que pasaba hambre, que en cualquier lugar encuentras. Y pensé que no, que para eso teníamos el dinero. Distinguí gente que trabajaba en los huertos. Me asomé y terminé por montar a Hamal para cotillear mejor. Suponía que por allí debía andar mi amigo. Si no, no entendía donde había ido con aquellos otros que habían seguido al hombre rico. No le vi. Más que una sociedad, aquellos ciudadanos parecían una familia. Había personas de todas las edades. Todos ayudaban excepto aquellos que colgaban de sus madres, aunque más de uno estorbaba a sus mayores que, sin quejarse ni regañarles, tenían que sortearlos para no acabar también en tierra, junto con los frutos que cargaban. Nadie protestaba. Todos recordaban haberlo hecho en su momento sin ser reprendidos. Todos sabían que así habían aprendido al ver a sus mayores y al jugar entre las lechugas. Así lo hacíamos también nosotros en mi aldea. Aquello que había que aprender y que era esencial para sobrevivir nos lo enseñaban los mayores o se lo veíamos hacer. Y esos conocimientos jamás nos iban a sobrar. Aunque eso valga para todos los seres humanos, se eduquen donde se eduquen. Pero hay que reconocer que a un berebere le viene mejor saber cómo y donde buscar agua que no cómo y donde se desarrolló la batalla de las Navas de Tolosa, y no solo por su resultado. Ver a tus mayores cómo se comportan y resuelven los problemas diarios, sin olvidar el juego, es la mejor manera, y yo diría la única, que tiene el ser humano de cumplir fielmente las etapas infantiles. Incluso mientras cursamos estudios aprendemos más fuera de las clases que dentro. Y te lo dice un profesor. Si no te digo que sentí cierta envidia al ver a esa gran familia, te mentiría por omisión. En ese momento no pensé que Mbo no fuera mi padre o Kady mi madre. Todo me daba igual porque era consciente de que nunca iba a tener la oportunidad de ser otra vez un niño. No, no iba a ser otra vez hijo de unos padres que me quisieran como me quiso mi abuela Mayifa y que me transmitió todo aquello que de bueno creía que llevaba encima, así como sus dudas, sus miedos y sus esperanzas. Ella me protegió de Muerte y pude saber que el tiempo es aquello que necesita la vida para dar paso a otras vidas. Nunca le pesó dejarnos porque sabía que detrás veníamos nosotros. Menos mal que se fue antes que sus nietas. Por eso aquellos renacuajos no estorbaban entre los trabajados surcos de los huertos. Por eso, para unos el tiempo pasa, para otros corre y ahora vuela para mí. Como voló esa mañana. Cuando me quise dar cuenta, el sol ya caía de pleno. Me bajé de golpe de la nube, sentí hambre y prisa por llegar junto a la mezquita, donde Adama me había citado por gestos. Así que corrí para que el tiempo dejara de hacerlo. Y, detrás de mí, Hamal que se lo tomó a juego porque, de vez en cuando, me daba un topetón con su cabezota como le había enseñado los últimos días. Supongo que no entendía porqué no me tiraba al suelo y me hacía el muerto para luego restregar su morro en mi tripa y al rato resucitar con risas para abrazarme a su cabeza. Llegué en un santiamén frente a la mezquita, pero no había señales de Adama. Dudé entre esperar y acercarme a un mercadillo, que había evitado por el camello, y quitarme el hambre mientras daba tiempo a mi amigo para que apareciera. Supuse que con más ganas de comer que yo. Esa idea me hizo comprar el doble de lo que me apetecía a mí. Tuve algún problema con los campesinos que no admitían la moneda estadounidense. Solucioné el problema gracias a un crío que, al grito de «¿Change monsieur?», me guió a un zaguán, con fuente incluida y donde se estaba mejor que en la calle. Allí un anciano, como el que cambia sal por azúcar, me entregó unos billetes a cambio de los míos después de contarlos tres veces, y eso que solo le di dos. Ya con los nuevos billetes en mis manos, más sobados que la Declaración de Derechos Humanos, aunque con un poco más de valor, me dispuse a comprar la comida. El chaval no se despegó de mí hasta que no le di una moneda que me dieron entre las vueltas de mis compras. Y lo hice al recordarme a mí mismo en parecidos avatares en un zoco, hacía ya una eternidad. Aparte de fruta compré unos dulces que compartí también con mi guía, quien en este caso pareció un ilusionista al hacerlo desaparecer en un instante y poder decir claramente un “merci monsieur” con la boca llena. Ya sin su ayuda me dirigí hacia el mehari y metí toda la compra, menos los dulces, en las alforjas. Saludé al que no dejaba de mirarme, seguramente porque veía en mí a alguien a quien envidiar, e hice que Hamal me diera la pata. Así conseguí arrancarle una sonrisa y luego un movimiento de mano al despedirme de él con la mía. Lo cierto es que exageré un poco los gestos y engordé la voz al dar las órdenes a Hamal. Pocas veces me había sentido admirado y envidiado. La situación era pintiparada para presumir. No dejes de tener nunca en cuenta que jamás he dejado de ser el pequeño biznieto de mi abuela Mayifa. Cuando volví a la plaza, Adama no había vuelto todavía. Y me puse a comer porque no aguantaba con los dulces a mi alcance. Mi amigo tardó en aparecer, pero apareció y agradeció los dulces. Venía sucio y cansado: «Esto no es lo mío, Dikembe». Fue todo lo que dijo. De sus bolsillos y de debajo de la ropa sacó unos frutos. Algunos iguales a los que yo había comprado y me ofreció a mí. Negué con la cabeza y él se sentó y empezó a morderlos tranquilamente. Miraba el infinito, perdido en él. No le molesté hasta que vi la palma de su mano en carne viva. No le dije más que me esperara. Monté a Hamal y salí a los arrabales de la aldea. Me había parecido ver allí la baya que la madre de Kama usaba para hacer un ungüento y curar las heridas que nos hacíamos en las rodillas y en los codos.  Cicatrizaban enseguida. Pero no la encontré. Sí, en cambio, las hojas de una mata que mi abuela Mayifa usaba para las quemaduras. Cogía las hojas y las cocía muy poco en agua, y directamente las ponía sobre la piel quemada, si es que aún quedaba piel, y la sujetaba con una tira de tela que ataba. También me hice con un bote y con un poco de leña seca. Para sujetar las hojas hice tiras una hoja de palma todavía verde que encontré. Cuando Adama me vio llegar con todo le arranqué dos palabras más: «Aquí no».  Salimos de la plaza y buscamos una sombra. Le obligué a sentar en la
esquina de una acequia, mientras yo preparé todo. Como siempre, me costó encontrar las cerillas en el fondo de las alforjas. Daba igual si estaban llenas o vacías, siempre me costaba encontrar la caja de fósforos. Le dije que metiera la mano en el agua y la moviera contra la corriente. La cara que puso no fue de gusto precisamente, pero no se quejó. Tampoco estaba yo muy seguro de que sirviera para algo, pero mal no le iba a hacer. Cogí un poco de agua con el bote y lo puse al fuego. Luego metí varias hojas y enrollé las tiras de palma que también metí en la lata, aunque me costó y vertí parte del agua. Cuando vi que empezaba a cocer, rodeé el bote con otra tira de hoja de palmera, apreté los dedos contra ella y, a modo de asa, quité del fuego la lata. Esperé a que se templara el agua pero no lo suficiente como para no quemarme la primera vez y volcar el bote. Pero ni las hojas ni las tiras cayeron en la arena, solo el agua. Adama se sonrió con la mano sumergida. Probé la hoja sobre la palma de mi mano y no me quemé. Me senté junto a él e hice que reposara el anverso de su mano herida sobre mis rodillas. «Aprieta si puedes hasta que haga un nudo». Aquello parecía todo menos una cura, pero Adama solo dijo: «Mañana no me eligen». Y yo le contesté que no nos íbamos a morir de hambre y le conté el cambio de moneda que había hecho en el zoco mientras le esperaba. «Y todavía me ha sobrado más de lo gastado. Aparte de la fruta que no te has comido». ¡Ajá! Me acabo de 
acordar. La planta se llama llantén. Se me había olvidado. Desde aquel momento no he vuelto a emplearla. Mi memoria no es tan mala, ¿eh, mon ami? Llantén, sí señor. En mi aldea era difícil de encontrar, pero recuerdo que al subir hacia el norte, la había visto a menudo. «¿Qué tal?», le pregunté, pero me contestó a su aire: «Sabes para qué es el dinero ¿no?». Sí, claro que lo sabía. Ambos lo habíamos aprendido al oír aquella carta todas las noches. Nos serviría para dar el último salto, pero mientras llegaba esa última etapa del viaje, qué mejor empleo que para comer. Esa noche nos dormimos con el susurro del agua en nuestros oídos y después de acabar con la fruta y de que yo preparara malamente un té en la lata que no tiré. Al menos no nos sentó mal, aunque a mí me hizo levantar a media noche. Al quitarme la manta de encima noté un frío distinto que me hizo tiritar hasta resguardarme otra vez bajo la manta. Me arrimé a Hamal que ya se había acostumbrado a compartir cama conmigo y volví a cuajar. Desde luego el trabajo manual no iba con Adama. Y menos el del campo. Pero, ¿qué otra cosa podíamos hacer en aquella privilegiada ciudad? Adrar no dejaba de ser una contradicción: desierto-vergel. Cuando me desperté, mis amigos ya se habían adelantado, y Adama se apañó para tenerme preparado otro té. No quise rechazarlo por el detalle, pero, después de la cagalera nocturna, no me apetecía demasiado. Así que cuando no me miraba vertí el contenido de la lata en el agua del caz. Y la verdad es que estaba mejor que el mío, aunque más dulce para mi gusto. Pero ya tenía conocimiento de que mi amigo era mucho más goloso que yo. Por eso, cada vez que yo tenía ocasión de hacerme con un dulce, intentaba que fueran dos las raciones, una para él y otra para Hamal. He de decir, porque te conozco, que a mí tampoco me amarga un dulce. Aunque si me das a elegir entre dulce y salado, elijo esto último. Otra cosa es, y no te rías, que no te siente bien como te ocurre a ti, que parece que degustaras sal por la sed que te provoca. Pero te insisto, ni a ti te amarga el dulce. Es imposible, de la misma forma que no puedes espolvorear con miel unos pasteles. Dejemos esta discusión que yo solito he comenzado. Parece como si me fuera la marcha, ¿no?  Eh bien, c'est ça, mon ami. Como se venía venir, a la mañana siguiente no eligieron a Adama para la peonada. Pero lo raro fue que, presentándome yo, tampoco me seleccionaran. Mi planta, sin presunciones, destacaba de entre todos los candidatos. Aquello me alegró el día, porque, aun sintiéndome en deuda con mi amigo, no me gustaba nada trabajar la huerta ni el huerto. Como tampoco era lo suyo. Y ahí nos tienes, a mí de más y a él de baja laboral no remunerada. Por ello me decidí por enseñarle lo visto el día anterior. Con la idea de llegar al último pozo le propuse comprar provisiones por si nos entraba hambre y hacer una pequeña excursión. Y así lo hicimos. Visto desde la distancia aquel día me parece uno de vacaciones en el que te apuntas a una gira por la ciudad. Bon, que nos pusimos en marcha en dirección al puesto de Brahim, pero en vez de ir por el centro del pueblo, tomamos por el ramal que irrigaba los huertos por el lado este de la ciudad. Vimos trabajar a la gente que ese día había tenido suerte y más de uno saludó a Adama al pasar. Aunque ese canal era el de riego, cada vez que Hamal se acercaba a él, yo le retiraba. Pero si él hubiera querido beber, lo hubiera hecho a pesar de mi oposición. Cuanto más subíamos más estrecho se hacia el caz, pero también más profundo y melodioso. Cuando llegamos a la boca de la fogara, Brahim drenaba cuidadosamente una de las acequias. Trabajaba de espaldas a nosotros con una azada y con un pie en cada orilla. Seguramente no nos oyó llegar por el ruido del agua. Tampoco se sorprendió al oír mi saludo en árabe que él superó como es costumbre entre los musulmanes para ganar méritos ante Alá. Después le presenté a Adama y viceversa. Y le dejé claro que mi amigo no era musulmán ni hablaba el árabe. Brahim cambió el saludo y el idioma y se interesó por su mano herida. Durante la explicación caí en la cuenta de que había que cambiarle el vendaje. Y como Hamal era como nuestro caracol, allí mismo me puse a hervir el agua con la hoja, si bien, antes se lo anuncié a los dos: «Hay que cambiarlo todos los días». Mientras, Brahim explicó a Adama lo mismo que me había explicado a mí más o menos. Pero a él le enumeró los ramales: «Este para Alá, este para los hombres, este grande para las tierras y este pequeño para las bestias». En contra de la lógica islámica la acequia más pequeña era la reservada para la mezquita. Y me alegré porque ya sabía en qué caz podía echar sus babas Hamal. La excursión hasta allí no nos había costado mucho esfuerzo ni nos había llevado mucho tiempo. Se estaba tan fresco y tan a gusto que, entre la cura de Adama y la conversación de Brahim, llegó la hora de comer. Entre medias debimos orar, pero tampoco me costó trabajo. Ni liarla. Ya sabes qué me achaca tu hija, que soy un boca chancla y ningún ejemplo mejor para demostrarlo que la anécdota que te voy a contar, pero no se la cuentes a ella. Verás, saqué los frutos de las alforjas, y entre ellos  un melón amarillo pequeño,  como  los  que aquí  llamáis marroquíes. Al verlo, Brahim lo
metió en el canal más ancho, el que daba de beber a Gea. Me pareció una gran idea, así que yo metí el resto de fruta también. Pensé que merecía la pena esperar un poco y comérnoslas fresquitas. Lo primero que abrimos fue el melón. Tuvimos suerte, nos salió jugoso y dulce. Y Brahim quiso guardarse las semillas para secarlas al sol y luego comerlas, así se pasaba el rato más deprisa, como dijo. Después de que dimos cuenta del melón, me levanté y acerqué unos tomates y se me ocurrió gastar una broma a nuestro anfitrión. Y de paso a mi amigo, al que no gustaba robar en las aldeas donde pensaba quedarse un tiempo. «¡Qué bien sabe la fruta robada, ¡eh!». Por supuesto Adama torció el morro pero no dijo nada. Ya se encargó Brahim de meter bulla. ¡Cómo se puso, madre mía! Que si él no comía alimentos robados, que eso el Islam lo castigaba, que qué iban a decir sus vecinos, que si patatín, que si patatán. Se convirtió sin más en un ser atrabiliario y yo en una cócora. Hasta empezó a meterse los dedos en la boca para provocar el vómito. Viendo la importancia que daba al asunto, le grité, para que pudiera oírme por encima de sus protestas, que no se iba a enterar nadie. Y claro, metí más la pata y él se hundió en la garganta los dedos. Al darme cuenta, dije la verdad, que el melón lo había comprado, al igual que el resto de lo frutos. Entonces, dejó de hurgarse la garganta, e interpreté que me había creído. Pero no, no era eso, porque agarró el azadón y se lío a dar golpes con él a las frutas que se refrescaban en el agua. Yo miré a Adama, como pidiéndole ayuda, pero solo leí en su sonrisa bobalicona un “tú eres tonto, Dikembe”. Mi amigo no tenía ninguna intención de bienquistarnos a Brahim y a mí, estaba claro. Cuando Brahim acabó su fiero ataque, la corriente había arrastrado casi toda la pulpa y solo quedaban jirones de piel que no apetecía mucho comer. Pero ahí no quedó la cosa. Luego la tomó con nosotros al grito de que no quería nada con ladrones, que el Profeta no estaría nada contento y menos Alá, el único Dios, a los que debíamos el máximo respeto si no, la ley humana y divina, que para un musulmán es la misma, caería sobre nuestras cabezas. Sobre sus gritos yo no paraba de repetir que era una broma, que todo era comprado. Al final fue Adama quien zanjó el asunto: «Vámonos, Dikembe». Aun así, yo quise despedirme de Brahim, pero él se volvió hacia la boca de la fogara y nos dio la espalda. Estaba claro que no quería nada con nosotros. Mi amigo había empezado a subir y Hamal, libremente, le siguió. Ya solos en lo alto de la meseta, noté cierta tensión y quise rebajarla al sentirme un tanto culpable: «Ya. Vale. He metido la pata, lo siento». «Deberías aprovecharte de su fanatismo, no encenderlo más». «Oye, que yo me convertí al Islam para salvar la vida y casi la pierdo por ello», me defendí. Pero la contestación me dejó por los suelos: «Pues aprendiste poco para tanto riesgo, Dikembe». El que salió mejor parado con la huida fue Hamal porque, por la humedad del subsuelo, los matorrales luchaban y se aprovechaban de ella para crecer por todos lados. Sobre todo los más resistentes, los espinosos, que eran precisamente sus preferidos. Y como andábamos como andábamos, que nos daba igual correr hacia el norte o hacia el sur, o quedarnos quietos, el camello mordisqueaba a su gusto y gana. Estaba como en su casa y ya sabes el refrán: Hasta en casa, el culo descansa. Y por ello, esa tarde se olvidó del juego, lo mismo que yo, pero por otros motivos. «Se me ha pasado hasta el hambre. Vaya bronca». «Pues a este no y a mí tampoco». Estuve por volverme, pero ya estaba a la vista el pequeño brocal del primer pozo y me ape-
tecía verlo. Y creo que él también tenía interés en ello. No vimos a nadie por allí y al llegar, nos asomamos los tres al agujero. Sentimos el frescor que salía y escuchamos el sonido de goteo del agua que subía al golpear las paredes de piedra. Y también llegamos a ver el agua cuando nos acostumbramos a la penumbra. «¿Nos volvemos, Adama?», sugerí. «No es tan fácil. No quiero perder otra mano». No le entendí. ¿Cómo iba a quedarse sin mano y qué no iba a ser tan fácil? ¿Quién o qué nos iba a impedir volver a Adrar? Su respuesta, lacónica y breve también fue acertada: «Brahim». Al principio no caí, pero al ver el dedo de Adama dando golpecitos en su sien, me obligó a pensar y no a hablar. Pronto llegué a la misma conclusión que él había descubierto antes. Si aquel era un muchacho tan fanático y estudioso del Corán y quería ganar méritos ante su Dios y sus maestros, ¿quien le impedía irse de la lengua y denunciar mi tonta broma como un robo? Pero no, no. Le comuniqué mi negativa con movimientos de cabeza según andábamos y él levantó sus cejas y mostró sus dudas. Terminó por decir: «Al tiempo». Estaba claro. Nos habíamos puesto de acuerdo al ponernos en lo peor, pero uno en manos del fanatismo y otro de la buena fe de nuestro amigo. Y, a pesar del consejo, que me había dado Adama recientemente sobre no prender el fanatismo de Brahim, volví a hacerlo. Eso sí, apoyado por mi ingenuidad. Hamal seguía a su bola, come que te come, Adama abstraído pero preocupado y yo más feliz que una perdiz porque juzgaba a aquel muchacho como una persona de buena fe. Deshicimos el camino por la suave pendiente. Aunque estábamos acostumbrados a andar castigados por el sol, tampoco era cuestión de cocerse. Lógicamente, tardamos menos en bajar que en subir. Iba todo el rato con el pensamiento de aclarar a Brahim que todo había sido una chiquillada y señalarle a quien había comprado la fruta por si quería preguntar. Así que iba contento y deprisita. Lo que chocaba con el papo de Adama que parecía encontrar motivo en todo para retrasar el encuentro con Brahim. Pero este no se produciría. Llegué a la boca de la fogara. Ya a ras de agua, al no verle, grité su nombre. No obtuve respuesta. Sí me pareció ver que algo o alguien se movía dentro de la oscura cueva. Insistí en el nombre y en los gritos. Nada. Si no era Brahim, ¿por qué se escondían? ¿Le habrían puesto al corriente de que andaban por allí dos ladrones? Y si era él, ¿es que ya no se fiaba de nosotros? Agarré en corto a Hamal y me quedé con la vista clavada en aquella oscuridad que ya se cernía sobre mi ánimo. Adama me miraba desde lo alto de la galería abierta. Parecía decirme: “Lo siento, pero es lo que hay”. «¡A la mierda!», dije yo en árabe. Y después grité: «¡Allons!». Y nos fuimos. Pero antes de salir de Adrar, llenamos las alforjas y los pellejos, no sin mirar más de una vez hacia atrás. A Adama se le ocurrió comprar cuerda para atar las hojas a su mano, y a mí cerillas. Fue el único momento de hilaridad esa tarde porque a mi su compra me pareció más un ronzal que una guita. Ese oasis en medio del desierto tampoco nos servía. Adama no volvió a decir ni mu. Se dedicó a acompañarme y a hacer su parte de trabajo que no era nada porque yo no le dejaba. Tampoco es que yo hiciera mucho. Tan solo seguir con la cura de su única mano que ya mejoraba. Otra nueva etapa a través del Sahel. Y esta vez era yo el causante. Había estado en muchos lugares y en ninguno me había dado tiempo a echar raíces. Me dieron ganas de volverme y no parar hasta llegar a Shasa o Gwane, allí donde me crié. Pero enseguida llegó la realidad al recibir un golpetazo en el hombro. «Si sigues a ese ritmo, nos matas». Era Adama, ¿quién iba a ser si no? Había tenido que tomar medidas ante las prisas que me habían entrado. Hasta Hamal había pasado de mí y se había quedado atrás. Y mentí: «Es por si nos siguen». «Ya, ya. Por si nos siguen, eh». Para no volver a cometer el mismo error, volví a por el camello, agarré su jáquima y me dejé llevar. Volvía a acertar otra vez Adama al no dejarse engañar. No huía de Adrar sino que intentaba encontrar a mi abuela Mayifa allí donde hubiera ido. Si por un error la hubieran enviado a Hades, allí hubiera ido yo de cabeza aunque no tuviera ni una moneda para Caronte. Llegué a sentir sus suaves y extrañadas manos que tiraban suavemente de mí hacia delante: Sigue, mi gran guerrero, sigue. “¿Gran guerrero?, pensé irónicamente. Ella así lo quería, pero me había convertido en un homúnculo destripaterrones. Ni valentía, ni fuerza, ni batallar, ni vencer. Noté que se mojaban mis mejillas. Me limpié las lágrimas y la nariz con el dorso de la mano. No debí hacerlo muy bien, porque al poco hube de rascarme las piernas y Adama me sobrepasó. Se volvió y, al verme, me esperó y al pasar me puso la mano en el hombro. Fue un instante, pero fue el tiempo suficiente para dejar de sentirme solo y vencido como don Quijote al volver de Barcelona y encontrarse con el Caballero de la Blanca Luna.

Esta mención al Caballero de los leones me recuerda que yo hago lo mismo en momentos bajos. Y no creo que seamos solamente Dikembe y yo quienes recurramos a ella. Hay tantas referencias cotidianas a la novela de Cervantes en nuestra vida cotidiana que nos pasan desapercibidas. El Quijote es un compendio de la vida, una novela que, aun sin leerla, nos marca y recordamos. Hay un poema de León Felipe, titulado Vencidos que se hace eco de ese sentimiento de pérdida que atesora el caballero de la triste figura al volver de Barcino y caer derrotado en buena lid y en honor a su Dulcinea. Pero yo recurro a ella porque al final siento que el poema me obliga a seguir, a salir de esa sensación de derrota y de hartazgo de lucha para que, una vez recuperada la cordura, ya lejos de mis sueños, tener que dictar mis últimas voluntades y morir, tal como escribió Cervantes sobre el señor Quijano para cerrar la segunda parte de su novela. Y es así como acaba todo, hagamos o no testamento. 

Ya no era mi abuela Mayifa quien tiraba de mí, sino mi amigo. Y cuando me ponía en marcha otra vez, sentí los belfos de Hamal en mi espalda. Él también empujaba. No era uno solo quien me acompañaba, eran dos los amigos. Recuerdo haber sonreído con la cara sucia. Yo, al contrario que don Quijote no había perdido la honra, tan solo una batalla, aunque no me enorgullecí. Era a ellos dos a quienes debía lealtad y ayuda cuando la necesitaran. Era con ellos con quienes tenía que cumplir y no ser una rémora. Acaso había tocado fondo porque las lágrimas tardarían tiempo en acudir de nuevo a mis ojos. Y si no recuerdo mal, lo harían por júbilo. Y aquí te dejo, mon ami. Escarbar en la impotencia no conduce a nada, pero en la alegría, al menos, produce sonrisas. Un saludo,








Imagen 1. Foto de Escandio© bajada de www.flickriver.com (Original en color).
Imagen 2. Foto de Todd Huffman de Phoenix, AZ. Bajada de commons.wikimedia. org. (Original en color).
Imagen 3. Foto de Iorsh bajada de commons.wikimedia.org (Original en color).
Imagen 4. Foto bajada de www.portagrano.net (Original en color).
Imagen 4. Foto bajada de www.losviajeros.net (Original en color).



Cómo hacer la técnica seminole de patchwork. Videotutorial.

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Vamos con otro vídeo, el número 10.

En esta ocasión, he querido hacer la técnica seminole.

Siempre ve Raúl los vídeos y le faltó tiempo para facilitarme información:

Traducido con Google Translate y corregido a mano:

Poco antes de 1920, una nueva técnica decorativa fue desarrollada por las mujeres Seminole - el ahora famoso patchworkLos diseños tempranos eran bloques o barras de color alterno a menudo un diseño del diente de sierra. Estas bandas de diseños eran cosidas directamente en el cuerpo de la prenda, formando parte integrante de la misma.

El Patchwork se adoptó rápidamente como una forma de embellecer aún más la ropa ya coloridos. A medida que pasaba el tiempo, los diseños se hacían cada vez más intrincados a medida que las costureras se hacían más hábiles con su nueva habilidad. A menudo, los diseños usados ​​en las faldas de las mujeres hoy en día son extremadamente complicados.

Cuando ve el patchwork, la gente a menudo exclama sobre la complejidad y preguntan: "¿Las mujeres Seminole cosen cada pequeña pieza juntas?" No se puede negar que una gran cantidad de tiempo se requiere para hacer una prenda de patchwork. Sin embargo, la realización de patchwork es un proceso sistemático que permite que el trabajo avance mucho más rápido de lo que podría suponerse.

La invención y la utilización del mosaico ocurrieron aproximadamente al mismo tiempo que muchos Seminoles comenzaron a encontrar empleo en las atracciones turísticas. En estas atracciones, las mujeres de Seminole disfrutaban de la libertad de algunas de sus tareas diarias que eran rutinarias en sus campos de los Everglades. También se les animó a participar activamente en la fabricación de artes y artículos de artesanía para los turistas a ver y comprar. Esto creó un mercado comercial para los artículos del remiendo.

Hoy en día, las mujeres Seminole han estado haciendo su patchwork único por más de sesenta años. Varias generaciones de madres han pasado esta preciada técnica a sus hijas. Durante este tiempo, el mosaico ha sido un importante medio de ingresos, así como una fuente de orgullo tribal y creativo. El remiendo es cada vez menos importante como medio de la renta para la generación más joven, pero el remiendo como fuente del orgullo cultural y del logro artístico continuará por muchos años para venir. La ropa Seminole auténtica se puede comprar en el mercado.


También me envió este enlace que me encantó:



Cada día me engancha más el patchwork, porque cada día te das cuenta que sabes menos y te interesa más, mucho más.

Ahora os dejo con el vídeo, espero arrancaros una sonrisa, ese es mi principal objetivo. Bueno, ese y que hagáis la técnica porque haya sido capaz de transmitiros la curiosidad.


Y sigo coso que te coso...

Sobre las redes sociales

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Los que me seguís ya sabéis que no me suelo quejar, pero es que ayer tuve un mal día, bueno, eso es suave tuve un "malpeordía"

Hacia el medio día me hubiese ido a la cama, me hubiera tapado con una manta y a esperar que llegase otro día.

Pero no, todavía me faltaba....

Vamos a sonreír, porque es mucho mejor.

Como no me fui a la cama, me puse a hacer el 347 (un modelo informativo que requiere Hacienda y que hay que cumplimentar antes de finalizar el mes), de repente me entra un correo y con él la risa. 

Perdón, soy mala, pero me tuve que reír.

El correo era de un Anónimo con noreply que me pedía unos patrones de algo que no es mío e indicaba en el post su autor.

Anónimo+noreply. ¿Envío con paloma mensajera? De verdad que no "ensajero" nada.

Y si no es mío, que lo digo ¿por qué no se lo pide al autor?

¿Cómo se come?

Me acababa de contar una amiga que "alguien a quien no conoce" le había pedido todos los patrones de sus cosas para hacer una canastilla a un familiar. Sin por favor, ni nada.

De verdad, ¿nos estamos volviendo locos?

¿Y cuando te piden el tutorial, tutorial que está perfectamente indicado y enlazado en el post que están leyendo?

Yo pediría un poco de respeto al tiempo de los demás.

Si, ya sé que el tiempo es gratis pero si lo invierto en cosas que no me apetecen y me queman, se me gasta para lo que yo verdaderamente quiero.

Podría haber hecho un videotutorial pero escribir también me desahoga.

Os invito a que compartáis vuestras experiencias en modo de comentario.

Podemos publicar un NO SE DEBE   NO SE PUEDE   NI SE DEBE NI SE PUEDE
ESTO SI     ESTO NO

Ahí lo dejo.

Y sigo coso que te coso...

Sujetacables

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Hoy os traigo algo que ya hice hace tiempo.

Un sujetacables. Bueno, bien, y os preguntaréis ¿qué de nuevo nos aporta?


En principio y hoy, bastante poco, pero "algo" si.


En estas fotos aún no se detecta...

Un poquito más de paciencia.

¿Os dais cuenta que el botón-pollo está muy metido?

Estaba harta de poner los botones al filo y que no quedase el cable bien cubierto, con glamour.


Pero seguí trasteando y algo nuevo descubrí....


Os lo contaré en el próximo video de Youtube.

Y sigo coso que te coso...
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